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Los católicos y las leyes

El ideal es que la misma sociedad sea laica, aunque haya una religión mayoritaria, y no se decante religiosamente.

La mejor sociedad es aquella en la que pueden convivir todas las personas, con independencia de su credo religioso, porque hay una forma de vida consolidada que permite a todos seguir sus creencias y practicar de acuerdo con sus convicciones.

Quizás tienen razón los que hablan de la muerte cultural de Dios, en cuanto que la referencia a Dios es cada vez menos frecuente, no sólo en el ámbito social y cultural, sino también en el eclesiástico. Cada vez se habla menos de Dios y más de moral, de doctrina, de prácticas religiosas, de la asistencia a los sacramentos y, si me apuran, del derecho canónico. Puede que Dios esté muy alejado del horizonte de interés de muchos ciudadanos, pero ciertamente no lo está la Iglesia, mucho menos su jerarquía, cada vez más enfrascada en distintos combates en el marco de una sociedad secular.

Hace un siglo hablaba Ortega y Gasset de que España era el problema y Europa la solución; hoy cada vez nos parecemos más a las naciones de nuestro entorno, que han vivido un largo proceso de secularización y de laicidad. España y Europa occidental son cada vez más parecidos, y los problemas, más comunes, aunque cada país tenga sus acentos propios. Lo que no está tan claro, sin embargo, es que la iglesia española sea homologable a la de nuestro entorno, sobre todo cuando se la compara con la de los países más afectados por la Ilustración, la modernidad y la democracia: Francia, Inglaterra y Alemania, por no hablar de los países bajos o los nórdicos, en los que en la ubicación de las iglesias en la sociedad secular están más avanzados. Problemas que allí están fundamentalmente resueltos siguen siendo objeto de discusión en el nuestro.

Por un lado está el tema de la laicidad, recientemente planteado en un congreso de teólogos de índole progresista. La laicidad del Estado es una necesidad para que no haya imposición de ninguna religión estatal y todos los individuos puedan vivir de acuerdo con sus creencias. Luchar por la laicidad es una exigencia también para los no católicos. El ideal es que la misma sociedad sea laica, aunque haya una religión mayoritaria, y no se decante religiosamente. La mejor sociedad es aquella en la que pueden convivir todas las personas, con independencia de su credo religioso, porque hay una forma de vida consolidada que permite a todos seguir sus creencias y practicar de acuerdo con sus convicciones. De la misma forma que una sociedad islámica no es la mejor para una democracia occidental, porque se impondrían leyes que conculcarían creencias y prácticas de parte de los ciudadanos, tampoco lo es una sociedad católica. Hemos pasado del confesionalismo y el régimen de cristiandad a la secularización y la laicidad. Esto no sólo es irreversible sino también un avance, también para la libertad religiosa.

Por otro lado, sigue el problema que se planteó en la última legislatura. Surgen leyes que legalizan comportamientos que están prohibidos para los católicos. La dinámica de cambiar legislativamente la sociedad sigue adelante por parte del partido en el poder. Probablemente tienen razón los que acusan a esas leyes de oportunismo político. Dado que falla la economía y que ésta, en sus grandes líneas, es de derechas, parecida a la que haría la oposición, hay que poner el acento en diferenciar a la izquierda en lo cultural y social. Pero, oportunismos aparte, el problema de fondo persiste. Hay que crear leyes para todos, no sólo para los católicos. Leyes que permitan comportarse de forma diferente a los ciudadanos según sus convicciones. No se obliga a nadie, sino que se permite a todos vivir consecuentemente en una sociedad religiosamente neutral. Asumir leyes que no gustan no equivale a apostatar de las propias convicciones. Se puede estar contra la prostitución y, sin embargo, pensar que el Estado debe legislarla, controlarla y no necesariamente perseguirla. Igual ocurre con otras leyes.

Naturalmente los católicos pueden luchar para que se impongan las leyes que mejor se adecuen a sus convicciones y que crean mejores para la sociedad. Pero para ello deben argumentar, discutir y reivindicar, intentando convencer a la mayoría de la sociedad de lo acertado de sus propuestas. No somos súbditos del Estado, sino ciudadanos, y el derecho de voto y la presión de la sociedad civil es la vía democrática para influir en las leyes. Ya no se puede recurrir a medidas coercitivas políticas para defender posturas eclesiásticas, sino que hay que avanzar en la emancipación política respecto a todas las religiones. Éste es el reto para las iglesias, ser capaces de convencer a los ciudadanos para que apoyen sus puntos de vista y no el de presionar al Estado para que restrinja libertades que no obligan nadie.

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