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LOE: Religión y moral

«Para el cultivo dogmático de la fe existe un lugar apropiado: el templo. La escuela pública, por contra, tiene una vocación distinta: educar en los valores de la ética humanista»…

El modelo de enseñanza religiosa que postula el Episcopado español, en formato de asignatura de oferta obligatoria en los centros públicos, impartida por profesores vinculados contractualmente a un deber de ortodocilidad, equivale a la separación completa de docentes-temarios-alumnos, de acuerdo con sus respectivos idearios religiosos. «Enseñanza para todos, pero a cada uno según sus convicciones», ha resumido monseñor Cañizares, vicepresidente de la Conferencia Episcopal. Tal modelo verticalizado, cuya concreción en la LOE sigue sin satisfacer plenamente las pretensiones de la oficialidad católica, permitiría no sólo garantizar con solvencia el ejercicio de la libertad de enseñanza, sino también dar respuesta a la necesidad de rearme moral de la sociedad, ya que un déficit de enseñanza religiosa aboca forzosamente a «una pérdida de referentes morales de gravísimas consecuencias».

No piensan así algunos sectores del catolicismo de base, partidarios de una enseñanza plural, abierta, transversal y no confesional, que evite la discriminación cultural y étnica ya desde la escuela. En efecto, el modelo de los obispos representa la multiculturalidad llevada al extremo: cada universo confesional se configura como un gueto protegido de cualquier contaminación doctrinal externa. Son ahora los sociólogos los que vaticinan los peores augurios para una Europa socialmente descohesionada y culturalmente desintegrada, a la que irremediablemente llevan ciertas políticas multiculturales. ¿Será la remoralización inducida por la instrucción religiosa capaz de neutralizar el alto riesgo de incurrir en comportamientos inmorales en forma de segregación, intolerancia, exclusión e incluso de fundamentalismo, persecución y muerte? De acuerdo con la posición católica oficialista, la religión es un eficaz mecanismo de protección y activación de la moral.

Esta primera dimensión sociológica del asunto está abierta, obviamente, a la contrastación empírica y solamente a través de ella podrá validarse cualquier afirmación hecha al respecto. De nada sirven los paralogismos como la célebre frase de Iván Karamazov «Si no hay Dios, todo está permitido» (que, por cierto, tanto puede significar un argumento a favor de la existencia de la divinidad como una invitación al crimen). Es en el plano de la investigación histórica y social donde se han de ventilar este género de tesis, y a él pertenece igualmente la insinuación de Freud de que las sociedades con predominio ilimitado de las doctrinas religiosas no han sido ni más felices ni más morales. Al margen de las cuestiones fácticas («peor para los hechos si contradicen una buena teoría», piensa el dogmático), la idea de fondo que late en la visión episcopal es la superioridad de la religión sobre la ética, la negación de la mera posibilidad de una ética autónoma, cuyo fundamento no sea la religión, y, en consecuencia, la necesidad lógica de que los juicios morales estén sustentados en las verdades religiosas. Pero desde la atalaya de la filosofía moral (incluida la reflexión de muchos filósofos creyentes), las cosas se ven justamente al revés: no es la ética la que se halla menesterosa de una fundamentación religiosa, sino las religiones las que necesitan, en la praxis y en la teoría, el auxilio de la ética. En el terreno de la praxis, la Historia muestra cómo las religiones se han ido purificando merced a la ética, despojando a sus dioses de vicios y atributos tan poco morales como la tiranía o la crueldad. Señalan los antropólogos que toda cultura tiende a sacralizar aquellos aspectos de la vida social que son vitales para su subsistencia y reproducción. De ahí que las religiones, ayer y hoy, necesiten pasar el filtro de la razón a fin de eliminar todas las adherencias que las culturas de origen y de acogida van depositando a lo largo del trayecto. Determinados preceptos religiosos en materia de alimentación, sexo, género, procreación u organización social son aberraciones que han de ser proscritas a la luz, precisamente, de la inteligencia humana.

La Iglesia católica afirma ser infalible en materia moral. Lejos de tan desmesurada pretensión, no es la moral la que debe rendir cuentas ante ningún tribunal religioso, sino las religiones, también la católica, las que han de examinarse ante el juicio -falible, desde luego- de la razón moral. Es más, una religión que aspirara a convertirse en un deus ex machina de la moralidad, esto es, en su único garante doctrinal y sociológico (sin religión no hay virtud, sentenció Vico), estaría perdiendo su identidad más íntima: lo radicalmente otro que trasciende el acontecer humano y ofrece las respuestas imposibles de encontrar en la mundanidad. ¿Por qué entonces las religiones se empecinan en exhibir un falso dirigismo sobre la ética, cuando ésta es capaz de conducirse con autonomía? Sencillamente porque se encuentran atrapadas, lo quieran o no, en la maraña filosófica que suscita su propio discurso. Y en este plano de la teoría la ética vuelve a mostrarse superior: mientras que el discurso ético no precisa de la religión para afirmarse, resulta impensable una religión vaciada de contenido moral. En efecto, las religiones están obligadas constitutivamente a encarar el mal, explicar su etiología y prometer su sanación; por eso, las religiones no sólo salvan, también explican, especialmente el mal. Son ofertas de curación ante la búsqueda angustiada de remedio a los males que la Humanidad padece en forma de limitaciones, sufrimientos, calamidades y muerte. El diagnóstico religioso indica que la raíz del mal se encuentra en la naturaleza misma del ser humano y su redención sólo es posible gracias a la divinidad. De este pesimismo antropológico se deriva una ética represiva, que disocia la felicidad de la virtud y garantiza la salvación al precio de una conducta humana tejida de negación y dolor.

La moral es la contribución del enfermo para alcanzar su curación. Moralidad y mal comparten un mismo fundamento, como ya advirtió Hegel. Fue Kant el primer filósofo de la modernidad que formuló la posibilidad de una ética autónoma, independiente de postulados metafísicos como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma, y sometida, por tanto, no a los mandatos divinos sino a los dictados de la conciencia humana. Era una ética concebida no como una estructura cerrada, sino como un camino conducente a la religión. Y aunque su puritanismo no le permitió zafarse de la atmósfera de represión en que se había educado, sí abrió una fecunda línea de pensamiento moral, recogida ya por su ilustre discípulo Fichte cuando afirmaba que, para estructurar la vida, no se precisa de la religión sino que basta la verdadera ética. Unas veces bajo la pauta racionalista de Kant y otras bajo la impronta compasiva de Hume, el discurso ético fue madurando. Hoy los filósofos pueden sostener sin rubor la superioridad de la razón práctica, cuya obra culminante es la ética, no sólo sobre la razón religiosa, sino también sobre la razón científica, tesis, como recuerda Marina, que ni religiosos ni científicos están dispuestos a consentir.

Las Iglesias, sus clérigos y catequistas no exhiben mejores títulos intelectuales para impartir doctrina moral que otros educadores. Es cierto que la ética cristiana puede añadir a la ética laica un plus de valores que ésta no contempla: el perdón, la generosidad, la pobreza, la entrega desinteresada… en suma, los utopismos del Sermón de la Montaña, así como una última palabra dicha tras agotarse el discurso racional. Es decir, el imperativo kantiano (obrar conforme a una regla universalizable y considerando a la persona como fin y no como medio) puede ser enriquecido con lo que Fromm llamó la regla del amor como opuesta a la regla de la equidad. Pero no es este plus el que la enseñanza católica intenta monopolizar.

En definitiva, para el cultivo dogmático de la fe, máxime cuando pretende enclaustrarse en el reducto de la ortodoxia, existe un lugar apropiado: el templo. La escuela pública, por contra, en cuanto espacio para el encuentro plural y la transversalidad cultural, tiene una vocación distinta: educar a la ciudadanía en los valores de la ética humanista, en buena parte legados por los pensadores ilustrados.

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