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Lo que sirve, ciencia. Lo que no sirve, religión.

Ciencia es la concreción del impulso que lleva al hombre a conocer todo. Desde el primer momento en que el hombre, el recién nacido, abre los ojos a la vida, toda su actividad mental es una búsqueda de conocimiento. Todo lo quiere saber y todo lo quiere comprender. El hombre es, en este sentido, un eterno insatisfecho. Creo que es frase hecha esta última.

Las dos vías que los humanos han elegido para ello son fundamentalmente dos, la experimentación y la explicación religiosa. Quizá se pudiera decir que la filosofía es una vía intermedia, una tercera vía, que pretende llegar al fondo de las cosas… También, y al margen de ambas vías primeras, se puede hablar de otra forma de conocer o representar el mundo, el hombre y sus inquietudes: el arte.

Quedémonos, sin entrar en más divagaciones, con la aserción primera: ciencia versus religión, dos conocimientos de la realidad incompatibles el uno con el otro. Para unos el conocimiento científico, con sus múltiples aplicaciones, es el único modo que tiene el hombre de desentrañar la realidad. Un conocimiento que no se agota en las altas elucubraciones de la física, la biología o la matemática sino que tiene implicaciones en cualquier campo de la actividad humana, como puede ser encontrar el mejor modo de hacer una tortilla, de roturar un campo o de curar dolencias con métodos naturales.

Quienes apelan al conocimiento religioso como tan válido como el científico, defienden sus explicaciones de la vida, del hombre y del mundo afirmando que tan abstrusas como las suyas son las explicaciones científicas que hablan del “big Bang”, de la estructura última del átomo, del genoma humano, del desarrollo evolutivo o la relatividad.

Con el añadido, dicen, de que la ciencia no da razón suficiente de las hondas preocupaciones humanas, como son el bien y el mal, el mundo espiritual, el principio de la vida, el sentido de las cosas…

Y no deja de ser cierto que dichos conceptos científicos son para el 99 % de la humanidad tan inexplicables o más que el concepto “dios”. La religión habla de dogmas de fe que sólo precisamente por fe deben ser admitidos. ¿Y cómo acepta el hombre los conocimientos biológicos, matemáticos, etc.? Precisamente por fe. ¿Empate?

En modo alguno. Esto es una falacia que sólo satisface precisamente a ese porcentaje de la humanidad para el que la fe tiene igual validez, sean los conocimientos del signo que sean. Ni la religión es una ciencia ni ésta puede considerarse religión por tener que admitir todo por fe.

La base del conocimiento religioso parte de un axioma incontrovertible e inexplicable: existe un dios de inteligencia infinita que ha creado el universo guiado por su libérrima voluntad. Nada de esto puede entender el ser humano: lo debe admitir por fe. La causa última del Universo no es discutible porque no es comprensible.

Entendemos que en esta afirmación hay una argumentación circular –círculo vicioso–. Se admite por fe lo que no tendría existencia si no es por la fe. O, de otra manera, no se puede admitir que pueda fallar ese tinglado gnoseológico porque entonces caería por tierra la forma de conocerlo. Más o menos lo que decía San Pablo: si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. ¡De chiste!
El punto de vista del que parte la ciencia es completamente distinto: nuestro conocimiento puede fallar; lo que la ciencia da por sentado, puede no ser admisible dentro de un tiempo más o menos lejano. Eso sí, mientras ese tiempo llega, estos conocimientos “nos sirven”, explican las cosas. ¿Cuántos años fue válida la explicación de Newton sobre el Universo? Hoy el universo de Newton es válido si es reducido a ciertos límites.

La ciencia parte de la humildad y de la falibilidad del hombre. En síntesis, la ciencia sólo tiene validez si la experimentación –y la experiencia— aprueban sus aserciones. No hay ciencia si no hay confirmación y la única comprobación posible se fundamenta en la experimentación. ¡Cuántas teorías filosóficas hay detrás de este simple enunciado!

Ésa es la diferencia insalvable entre religión y ciencia, por más que se pretenda cohonestar una con otra. En síntesis: el hombre observa la realidad; se imagina que su explicación está en “tal” teoría, en “esta” hipótesis; realiza múltiples experimentos, múltiples observaciones, para confirmar tal hipótesis; llega a la conclusión de que así son las cosas… ¡pero en tanto en cuanto no haya otra explicación superior más y mejor contrastada! La ciencia explica las cosas sabiendo que los modelos que propone pueden fallar, no ser exactos.

Por ejemplo, la explicación del universo, de las razas humanas tan distintas, de ciertos hechos catastróficos… que daba la Biblia aun sin recurrir a un “dios” era un modelo en cierto sentido científico. Sí, científico en el sentido primero de “teoría explicativa”. Sirvió durante siglos. Su modelo tuvo validez hasta que ciertos “sabios” explicaron la naturaleza de las cosas de otro modo. Y, a su vez, estas explicaciones fueron válidas hasta que llegaron otros y demostraron su error.

El modelo de un universo geocéntrico luchó a brazo partido, y venció, contra el modelo heliocéntrico de, por ejemplo, Aristarco de Samos durante siglos. Tuvieron que venir Copérnico –por deducción matemática–, Kepler –explicación elíptica con sus tres conocidas leyes— y Galileo –observación astronómica– para que la primera teoría quedara arrumbada definitivamente.

Algo parecido a la explicación del movimiento desde Newton a Einstein. El primero sobrepasó a los científicos anteriores al proponer otros modelos matemáticos para explicar por qué los cuerpos celestes se mueven: el cálculo diferencial y el cálculo integral. Sólo así pudo demostrar la ley de la gravedad y el porqué las cosas caen y los cuerpos giran en el universo como giran. Y gracias a él sabemos que una persona pesa 85 kg a ras de suelo pero flota en el espacio.

Hay que hacer notar que estos cuatro científicos no cuestionaron en ningún momento la existencia de Dios. Simplemente se atuvieron a dar explicaciones razonadas, fiables y verdaderas de las cosas.

La religión puede ir aceptando explicaciones científicas hasta cierto límite: Dios. Las preguntas sobre Dios no son admisibles, es más, son nulas por principio. ¿Un principio? Sí, el de la fe. No hay más búsqueda. En todo caso dar vueltas y vueltas sobre lo mismo.

¿Y el hombre que busca qué prefiere? Por supuesto que el hombre científico prefiere la incertidumbre de saber que una respuesta le sirve por más que pueda ser falible. Los caminos del saber científico son escabrosos; a veces equivocados, lo cual obliga al hombre a desdecirse, a ser humilde respecto a su propio saber; a aceptar la inmensidad de la investigación (cuando se abre una puerta aparecen al fondo muchas más); son además, parciales, pero seguros…

Saber científico y religioso, cada uno con su propio “dios”.. El primero con un dios que falla pero que reconoce sus errores y sus limitaciones. Un dios con múltiples facetas y cambios, según como la realidad se presente. El segundo con una única respuesta pero que no sirve. Es más, no admite que se pueda dudar de él (por ejemplo: ¿No será este “dios” un invento más de los hombres?).

Lo tremendo es que, si bien la ciencia no se inmiscuye en los asuntos religiosos, porque ninguno de ellos es susceptible de someterse al método experimental (el alma, el mundo espiritual, la existencia de entes espirituales…), la religión sí pretende dar sus explicaciones sobre asuntos científicos. Cierto que cada vez menos, pero quedan campos en los que ella todavía pretende hozar, por ejemplo, en el terreno de la Psicología con sus teorías del pecado y la gracia; o en el de la Economía, aportando propuestas de regeneración del mundo que poco tienen que ver con la realidad; o de la Sociología y las relaciones humanas…

Insistimos que el conocimiento religioso es un camino circular que no lleva a ninguna parte ni explica nada. Pero… ¡como también pretendemos, todos, que exista la libertad! Allá cada cual con el modelo de conocimiento y de vida que elija. Muchos preferimos herramientas que han demostrado su validez frente a subterfugios que consuelan mucho pero que aportan poco.

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