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Libertad religiosa e intolerancia

Tiene plena vigencia –o por lo menos debe tenerla– la libertad para que cada persona adulta profese el culto de su predilección o, si es el caso, para que no adopte alguno, de modo que la pretensión de imponer a toda la sociedad principios u opiniones de una u otra religión, e incluso de la mayoría de las religiones, lesiona el derecho de las demás y de los ciudadanos sin religión.

Ése es precisamente el caso de los grupos fundamentalistas que se oponen a la educación sexual que imparte el Estado y a la legislación que otorga iguales derechos a las personas independientemente de su sexo, posición económica, religión, educación, relevancia social, filiación política o simpatías hacia uno u otro equipo de futbol.

Eso significa que hombres, mujeres, homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales o practicantes de la zoofilia tienen el mismo derecho a que sean respetadas sus preferencias. No es el caso, por supuesto, de quienes abusan de los niños, pues eso es pederastia y constituye un hecho punible, pues se abusa de una persona menor de edad.

La ley sanciona también a quienes abusan de personas con discapacidad física o mental que les impida elegir o rechazar opciones sexuales, pues en ese caso el hecho es equiparable a violación, lo que constituye un delito cuando se comete en forma individual y es penado con mayor severidad cuando ocurre en forma tumultuaria. En suma, se castiga el abuso contra menores de edad y el sexo no consentido entre adultos.

Pero toda persona es libre de tener relaciones con otra si se trata de adultos y expresan consentimiento mutuo, lo que, como está dicho, no incluye a discapacitados. La ley otorga esa libertad a todo ciudadano o ciudadana y en algunos estados un juez puede determinar que la falta de relaciones es causal de divorcio, mientras que en otras partes del país no se considera delito la infidelidad.

Un asunto tan íntimo como son las relaciones sexuales tiene que ser atendido por el Estado para garantizar derechos, lo que tiene por objeto la protección de toda la sociedad. Lo que no hace el Estado mexicano es considerar obligatoria una u otra forma de sexualidad, como sí sucede en algunos estados de la Unión americana, donde son penadas la sodomía –así sea entre hombre y mujer–, las relaciones de grupo y otras formas de sexualidad, lo que resulta anacrónico y ridículo para la conciencia civilizada.

Por supuesto, las leyes mexicanas también conceden el derecho al desacuerdo con una u otra norma y a manifestarlo públicamente por todos los medios legales. Los católicos y adeptos de otros credos tienen el derecho de oponerse a la aprobación de una ley o de argüir en favor de una distinta, pero el Estado tiene la obligación de otorgar iguales derechos a todos los ciudadanos, de modo que resulta inaceptable ceder a las exigencias de un grupo social si eso coarta el derecho de otros.

En las recientes manifestaciones contra el llamado matrimonio gay se expresa la pretensión de limitar la identidad sexual de un sector de la sociedad. Desde luego, las agrupaciones religiosas tienen el derecho de decidir a quién aceptan como parte de su grey o qué condiciones de existencia consideran exigibles para sus prosélitos.

Es más: los extranjeros pueden fundar en México una o más denominaciones religiosas, pues la ley no lo prohíbe. Pero el derecho de oponerse a una u otra ley o a las políticas gubernamentales es atribución únicamente de los ciudadanos de nacionalidad mexicana. Los ministros de culto tienen el derecho a votar pero no a ser votados y en ese punto la ley es generosa, pues les concede también el derecho de oponerse a las medidas oficiales y a leyes que consideren lesivas.

Lo grave es que detrás de las manifestaciones contra el matrimonio gay esté la jerarquía católica, aunque algunos seguramente lo negarán pese a todas las evidencias. En tales condiciones, el asunto se ha convertido en un conflicto político para el presidente Peña Nieto y el conjunto de la clase política, con excepción de la mochería panista y los persignados de otros partidos.

Para desactivar el artificial conflicto, el gobierno tiene muy a la mano la legislación que obliga a los ministros a pagar impuestos. También, para inhibir ese activismo sectario, el Estado cuenta con la capacidad de perseguir, detener y enjuiciar a los ministros pederastas. Si las provocaciones siguen, esas y otras armas pueden esgrimirse.

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