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Ley de Libertad Religiosa y laicismo

El Gobierno socialista se retracta, al menos de momento, de proseguir con su Ley de Libertad Religiosa, a la cual le han puesto nuestro país (que pagarán ateos y devotos españoles, no las finanzas vaticanas). Se retomará, según anuncian, en fechas de principios del año entrante. Todo ello, con el objeto de no herir la impositiva hipersensibilidad del Sumo del Vaticano, porque la jerarquía eclesiástica, querrá presentar sacrosanta batalla, y pasar toda la Ley por el tamiz de su verdad y razón absoluta divinizada.

Esta indecisión gubernamental en la continuación de tan importante asunto, para la separación definitiva, de esta antigualla política, del Estado e Iglesia, denota, más que respeto y cortesía por el purpurado del catolicismo, una cobardía, evitando emponzoñar, con las ácidas reacciones, ya habituales, de las opiniones del vulgo de la ultraortodoxia católica y de los prelados de la intolerancia política del Estado y ante la diversidad religiosa, iluminados por la posesión de la única verdad divina, quienes enarbolarían la bandera revolucionaria del arrebato en santa cruzada, contra los herejes satánicos que se desmadren el orden celestial.

La Carta Magna, aprobada en 1978, que rige los destinos de las normas civiles de este país, quedó con carencias esenciales para el normal desarrollo de una sociedad cívica ajena a todo estamento religioso; o bien, no tuvieron los padres constitucionales la gallardía de afrontar este primordial asunto, nacido del autoritario nacionalcatolicismo anterior. Eran aún tiempos belicosos del latente postfranquismo, y debían aquéllos hilar muy fino, para no despertar monstruosas conciencias, de espíritus sombríos, de los que se adueñaron del cortijo.
Se reconoce en el punto 3, del artículo 16, de la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. La realidad y práctica lo contradice, puesto que el trato y privilegios a la Iglesia romana, es preferencial y de peso estatal en sus prerrogativas administrativas. Con las evidentes denuncias y discriminaciones de los demás credos que se practican en el país, que aumentan cuantitativamente en sus números de creyentes. Si es un Estado aconfesional se atendrá a las mismas aportaciones económicas (dependiendo del número de fieles), equidad de trato y admisión de sugerencias de los demás credos reconocidos por el Estado.

El Gobierno tiene que legislar mediante el poder civil que se le confiere constitucionalmente, y jamás por las normas y dogmas de las religiones. Debe ser legalmente así, y habrá que hacerlo con todas las religiones permitidas por el Estado para el culto. Y continúa, en el apartado enunciado: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y demás confesiones”. La cooperación dogmática en la escuela y la económica están a años luz, entre la principal confesión y los demás credos. Tal así, que tiene el privilegio de tener una casilla en el IRPF para sus donaciones especiales (Iglesia que invierte en la Bolsa unos 20 millones de euros); y en cuanto a la equiparable relación con otras creencias confesionales, bien sabido es, que tiene opinión, y mucha. Todas las religiones se deben sufragar por los diezmos de sus feligreses, no por demandadas cuantías estatales, que al fin la pagamos todos, creyentes o no.

El Estado español se declara aconfesional, pero da excelsas prebendas al credo católico, por su mayor número de fieles, arraigo y por el negro poder fáctico de los gurús eclesiásticos. Y apelo a que debe caminar hacia un Estado laico total.

Después de 32 años de escrita y ratificada la Constitución y un Estado de Derecho, por el que nos regimos, no podemos estar aún en el limbo de un auténtico poder legislativo civil, y la Santa Madre Iglesia poniendo trabas a cualquier legislación que no les guste, sobre todo cuando afectan a su credo celestial (y económico). Ésta no deja de ser una religión más, y jamás y nunca, un poder de normas políticas, influyentes para la convivencia armónica de la sociedad civil española.

La laicidad, que tanto temor irrita a la carcundia del Vaticano a este término, que parece de endemoniada inspiración, es solo el poder autónomo estatal de las leyes civiles y públicas, único e inequívoco, al margen total de inmiscuirse cualquier credo religioso. Lo que denominan en la Santa Sede: Estado ateo. ¿Y las demás doctrinas religiosas, que no creen en su mismo Dios, cómo las califican…?
Por ser cada credo un derecho personal, íntimo y privado, deben omitirse obligatoriamente toda ceremonia estatal de carácter religioso de todo tipo; y la manifestación proselitista de signos religiosos en los centros públicos, siendo éstos, algunos de los apartados de la nueva Ley de Libertad Religiosa. Por lo que además, su exhibición pública de símbolos y signos de cualquier credo, agravia a los contrarios, agnósticos y ateístas.

Ninguna religión puede arrogarse el vórtice de la moral, ética y buenas costumbres, para ser impuestas de formas sectorial en el seno de la sociedad. La curia a sus misas; y el poder político civil, a las papelas legislativas de orden social: laicismo puro.

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