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Las religiones, por Félix Santos

Las obras más ambiciosas de la creatividad humana son las religiones. Son creaciones colectivas, alambicadas, que pretenden dar respuesta a los más oscuros interrogantes que han desazonado, y desazonan, a la humanidad. Son, en consecuencia, obras pretenciosas, plagadas de errores, extravagancias, contradicciones y absurdos disparates y, por lo tanto, imperfectas, decididamente embaucadoras, pero a su vez no exentas de elevada poesía, de discreta filosofía, y siempre consoladoras frente a las penalidades e incertidumbres del vivir humano.

Los seres humanos, desde los tiempos más antiguos, se han inventado dioses con los que explicar el sentido de su existencia en la tierra y con los que hallar amparo a sus tribulaciones y sus miedos ante los fenómenos de la naturaleza que no entendían (truenos, rayos, vientos, terremotos, aguaceros e inundaciones, erupciones volcánicas, plagas, epidemias…) Han buscado también explicaciones a lo que pueda sobrevenirles después de la muerte. Y ante sus propios sentimientos de culpa han imaginado posibles premios o castigos, cielos o infiernos, a que pudiera hacerles merecedores su comportamiento. Ante todo ello, imaginaron dioses tutelares que les protegieran y ampararan en vida, a los que aplacar por las supuestas ofensas, y que les recompensaran en el más allá.

El gran poeta y filósofo latino Tito Lucrecio Caro, en su poema filosófico De rerum natura, escrito hacia el año 50 a.C. explica el origen de los dioses y del culto a los dioses, tan extendido entonces. La idea de la divinidad, dice, procede de un religioso terror enraizado en los hombres, que les hace levantar por todo el orbe de la tierra santuarios a los dioses y les impulsa a llenarlos los días de fiesta. Los humanos “observaban el sistema del cielo y su orden preciso y la sucesión de las varias estaciones del año, sin poder averiguar por qué causas se hacía. Así, no tenían otro recurso que remitirlo todo a la acción de los dioses y hacer que todo girara a una señal suya. Pusieron en el cielo las sedes y palacios divinos, porque en el cielo vemos girar el sol y la luna, el día, la noche y sus signos solemnes, las estrellas errabundas del cielo nocturno y las llamas volantes, nubes, sol, lluvias, nieve, vientos, rayos, granizo, los súbitos rugidos y amenazantes murmullos del trueno”. Y añade Lucrecio: “¡Oh, linaje infeliz de los hombres, cuando tales hechos atribuyó a los dioses y los armó de cólera inflexible! ¡Cuántos gemidos se procuraron entonces a sí mismos, cuantos males a nosotros, cuantas lágrimas a nuestra descendencia!”. 

Hace referencia Lucrecio a los crímenes a que ha inducido la religión. Narra en estremecedores versos cómo Agamenón persuadido por el adivino Calcante, inmoló a su hija Ifigenia para obtener de la diosa Diana vientos favorables a la flota congregada en Aulide:

“Cuando las ínfulas que ceñían sus virginales trenzas cayeron en

partes iguales por ambas mejillas, cuando advirtió de pié junto al

ara a su padre afligido, y los sacerdotes a su lado ocultaron el

hierro y los ciudadanos deshechos en llanto a su vista, muda de

terror caía de hinojos en tierra. ¡Desdichada! No le valían en

aquel momento fatal el haber sido la primera en dar al rey el

nombre de padre. Asida por manos de hombres, temblorosa, al ara

fue conducida, no para salir escoltada al claro son del Himeneo,

una vez cumplido el rito solemne, sino para caer, pura,

impuramente, en la misma edad núbil, lastimosa víctima inmolada

por su padre, a fin de asegurar a la flota partida feliz y

propicia”. (Lucrecio, De rerum natura, editorial Acantilado, Barcelona, 2012, pp. 83 y 84).

Los dioses de la Antigüedad eran personificaciones de los lugares, elementos y procesos que se ofrecían a la mirada humana. Geo era la madre tierra; el sol era FeboSelene era la personificación de la luna; Cronos era el dios del tiempo; Deméter era, en la mitología griega, la diosa de la agricultura, la fertilidad, protectora de los cultivos y las cosechas (en la mitología romana su equivalente era la diosa Ceres); Apolo, uno de los dioses más venerados de la Antigüedad, era el dios de la belleza, de la perfección, de la armonía y de la razón, así como de la medicina y de la curación; Zeus, “padre de los dioses y de los hombres” gobernaba a los dioses del Monte Olimpo; la diosa Cibeles era madre de otros dioses, de Zeus, y al igual que Deméterera diosa de la fertilidad; el dios Neptuno gobernaba las aguas y los mares, cabalgaba las olas sobre caballos blancos (se le conocía como Poseidón en la mitología griega). Afrodita era la diosa de la belleza, de la sexualidad y de la reproducción: Atenea era la diosa griega de la sabiduría (el Partenón era el templo, bellísimo, dedicado a esta diosa griega); Diana era la diosa virgen de la caza, protectora de la Naturaleza; Ares era el dios Olímpico de la guerra; y un largo etcétera.

Esos dioses, sus enredadas andanzas y peripecias venían a ser una proyección deslumbrante o sórdida de las pasiones que impulsaban a los humanos. Los grandes relatos míticos que describen la actuación de los dioses tratan de explicar los grandes enigmas que inquietaban al ser humano: la creación del mundo, el origen y el destino del hombre, la angustia de la muerte, la incertidumbre ante lo que pueda haber en el más allá…

Durante tres mil años la creencia en los dioses y en los relatos míticos fue asumida y defendida por las multitudes en Egipto, en Grecia, en Roma. Hoy esos dioses y esos mitos han devenido en objetos literarios que muestran las antiguas exploraciones de la imaginación humana en la búsqueda de respuestas a los enigmas que les inquietaban. Pero, como recuerda el escritor francés Alain Nadaud, “no olvidemos que mientras que los templos de Luxor y del Partenón, hoy, carentes de sus sacerdotes, no son visitados sino por turistas, durante más de tres mil años para los primeros y casi mil para los segundos, estos santuarios atraían a muchedumbres de creyentes, tan sinceros y convencidos de su buena fe como quienes hoy rezan ante el muro de las lamentaciones, se reúnen en la plaza de San Pedro en Roma o se dirigen en peregrinación a la Meca” (Alain Nadaud, Dieu est une fiction. Essai sur les origines litteraires de la croyence, editorial Serge Safran, 2014, p. 43.).

Félix Santos es periodista y exdirector de Cuadernos para el diálogo.

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