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Las alarmas del cardenal Cañizares

Soplan de nuevo aires de cruzada, no sólo contra la “marea islamista” que nos amenaza, según claman los exaltados de la derecha aznariana, sino contra un enemigo más cercano e íntimo: nuestra ciudadanía, es decir, nosotros mismos. El creciente laicismo de la sociedad española, su aceptación mayoritaria de los valores éticos y democráticos de la Segunda República, la escasísima práctica religiosa de los jóvenes y menos jóvenes, el estiaje de las vocaciones sacerdotales, la desinhibición en cuanto al sexo, erizan los cabellos en torno a las tonsuras eclesiásticas y suscitan gemidos de espanto y homilías apocalípticas.

Divorcio rápido, ley de parejas de hecho, aborto legal, matrimonio gay, etcétera, constituyen, a ojos del arzobispo de Toledo, primado de España y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, un ataque directo al “evangelio de la familia, santuario de la vida, sagrario del amor, futuro de la humanidad”. En corto: tenemos el fuego en casa y debemos combatirlo, si es preciso, “hasta con el sacrificio de nuestras personas”. Todo eso suena en los oídos como el estribillo de una vieja, viejísima canción.

¿Habrá que recordar al cardenal Antonio Cañizares cuál fue el contenido de la muy cristiana y santa doctrina en cuyas “fuentes de agua viva” saciaron los suyos la sed de nuestras almas? La transubstanciación de un brutal alzamiento militar contra el gobierno democráticamente elegido en una cruzada bendecida por la casi totalidad de la jerarquía eclesiástica fue el punto de partida de una serie de hechos que el pastor de nuestro amenazado rebaño pretende o finge olvidar: ejecución planificada de decenas de millares de ovejas descarriadas calificadas de “perros rojos” en el más puro estilo castrense; entrada del dictador bajo palio en las catedrales con toda la fanfarria litúrgica; monedas acuñadas con la divisa “Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios”… La didascalia de los pastores que nos enseñaron a cantar el Cara al sol y a santiguarnos en las aulas ante el crucifijo escoltado por el retrato en color de sus dos santos discípulos, ¿forma parte de las “raíces cristianas” que supuestamente erradica el “nuevo proyecto de sociedad”? El presunto “desierto espiritual” que tanto angustia al presidente de la Conferencia Episcopal, ¿no fue el que sufrió España en nuestra mísera y oprimida posguerra por la dispersión geográfica de sus educadores e intelectuales por toda la rosa de los vientos? “La quiebra de los principios y criterios de juicio en el comportamiento moral de la sociedad” a los que apunta en la homilía, ¿son aquellos en los que fueron adoctrinados varones y mujeres de mi generación?

Todos recordamos la entronización de los mitos, la patria como destino, la manipulación flagrante de los acontecimientos, la división binaria entre lo nuestro y lo ajeno, el campo del bien y del mal. Por un lado, don Pelayo, Guzmán el Bueno, Isabel la Católica, Franco; por otro, los herejes, judíos, masones, republicanos, ateos. ¿Es esto lo que llama “preterición de una historia común compartida”? El primado de España tiene la memoria muy corta o adolece de un daltonismo moral sorprendente en quien tan alto cargo ostenta. La “objetividad histórica” que reclama, ¿toma en cuenta las decenas de millares de víctimas de la represión franquista durante y después de la guerra? ¿Los campos de concentración, fusilamientos y fosas comunes obra de los cruzados de su bando? ¿Todo se redujo a la “quema de iglesias”, a la “incautación de bienes” en el periodo de behetría que siguió al levantamiento de los militares? El repudio de la historia documentada por investigadores solventes como Santos Juliá o Álvarez Junco es tan disparatado y ciego como el de los negacionistas del Holocausto o las limpiezas étnicas de la pasada década.

La rapidez de los cambios operados en nuestra sociedad obnubila al cardenal. Los pecados de la carne que tanto obsesionan a los célibes de la Iglesia de Roma son en efecto uno de los pilares fundamentales en los que asientan su control del rebaño. El “pansexualismo”, adulterio, fornicación, homosexualidad, pornografía difundida por Internet, son vistos así como mane, thecel, fares trazado por mano misteriosa en el último festín del rey Baltasar. La excelsa pureza que predican no atrae a una juventud poco dispuesta a la escucha de sermones salvíficos. ¿Quién cree hoy que el coito no santificado por la Iglesia o la masturbación, practicados por el Homo erectus desde hace centenares de miles de años, constituyen un pecado mortal acreedor de las penas eternas?, ¿en la indisolubilidad del matrimonio católico y el castigo de los “nefandos” al fuego de Sodoma? La condena del preservativo contra el sida y otras enfermedades venéreas que infectan a docenas de millones de personas, ¿no contribuye acaso a diezmar el rebaño que pretenden apacentar? O ¿estas vidas no son objeto de la misericordiosa solicitud del Pontífice que propone, como única y heroica receta, una abstinencia imposible?

Lo que más me inquietaría en otros tiempos en la homilía apocalíptica del cardenal sería el llamamiento a su pares: la exigencia de ponerse “al frente del rebaño como buenos pastores” a fin de defenderlo, dice, “hasta con el sacrificio de [sus] personas”. Un largo y bien documentado repaso a la historia de la Iglesia nos muestra que tal invitación al martirio propio conduce muy a menudo al exterminio ajeno, ya sea del hereje, enciclopedista, republicano o ateo. Las innumerables guerras de religión, desde los primeros concilios hasta el Glorioso Alzamiento de Franco, están ahí para probarlo. Pero Cañizares se confunde de época.

Uno de mis autores favoritos y de quien más he aprendido a lo largo de la vida por la amplitud de sus conocimientos y curiosidad insaciable, ya que no por su furor doctrinario -me refiero, claro está, a Menéndez Pelayo-, resume en unas líneas esta santa doctrina que mueve a los amenazados por la tolerancia a defenderse a mano armada:

“Ley forzosa del entendimiento humano en estado de salud es la intolerancia. Impónese la verdad con fuerza apodíctica a la inteligencia, y todo el que posee o cree poseer la verdad trata de derramarla, de imponerla a los demás hombres y de apartar las nieblas del error que les ofuscan. Y sucede, por la oculta relación y armonía que Dios puso entre nuestras facultades, que a esta intolerancia fatal del entendimiento sigue la intolerancia de la voluntad, y cuando ésta es firme y entera y no se ha extinguido o marchitado el aliento viril en los pueblos, éstos combaten por una idea, a la vez que con las armas del razonamiento y de la lógica, con la espada y con la hoguera”.

Por fortuna, la España de hoy tiene muy poco que ver con la de hace setenta años por mucho que se esfuercen los agoreros de la COPE y sus medios afines en soliviantar los ánimos y crear una atmósfera inexistente de guerra civil, en defensa de su “identidad católica amenazada”. La ciudadanía de 2006, representada por Rodríguez Zapatero, no es la sañudamente enfrentada entre sí con la que tuvo que contender Manuel Azaña. Nadie quiere matar curas ni incendiar iglesias. Por el hecho de no imponerse ya a la fuerza, la jerarquía episcopal no puede proclamarse perseguida. Sus privilegios económicos, pagados por el Estado, esto es, por el bolsillo de los contribuyentes, son los mismos de siempre. Una cosa es el odio de que era objeto por una gran parte de la población en las primeras décadas del pasado siglo, y otra muy distinta, la actual indiferencia de una mayoría de españoles que viven al margen de sus anatemas y preceptos.

Pero el cardenal primado no debe ceder a tan extremo desasosiego. Una máquina tan bien rodada como la de la Iglesia Católica dispone de muchos medios para preservar su visibilidad y recordarnos su presencia en bodas, bautizos, procesiones de Semana Santa y fiestas navideñas en las que el consumismo desenfrenado de nuestros días se reviste de un paño ritual. La próxima visita de Su Santidad a Valencia brindará la ocasión de un ceremonial grandioso, con cortejos multitudinarios y estadios repletos de jóvenes. Y, concluidos los fastos, los forofos de Tom Cruise, Ronaldinho o Madonna seguirán con sus videojuegos, botellones y ligues por Internet, a mil leguas de su arenga sobre la “sana doctrina a tiempo y a destiempo”.

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