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Laicidad y fariseísmo de la clase política

Hay una epidemia de doble moral político-religiosa que está contagiando la clase política mexicana. Gobernadores que entregan sus estados al Sagrado Corazón de Jesús, diferentes alcaldes que entregan apasionadamente las llaves de su ciudad a Cristo en actos masivos pletóricos de derroche religioso. Dicha contaminación de fervor parece más un grotesco carnaval que denota, en el mejor de los casos, la incapacidad para ejercer eficazmente las funciones públicas de funcionarios que se refugian en lo sagrado, como recurso de gobernabilidad. En otros casos, son actos de posicionamiento y de cálcu­lo costo-beneficio político.

Dicho exhibicionismo religioso está cargado de hipocresías. Los actores políticos que se desgarran las vestiduras invocando a Dios están señalados por sus dudosas prácticas en el ejercicio de sus funciones. Enriquecimiento inexplicable en el caso de Margarita Arellano, de Monterrey ( Proceso, 1911); corrupción y manipulación política en los casos de César Duarte, gobernador de Chihuahua, y Javier Duarte, de Veracruz, entidades en pleno proceso electoral. Actores corruptos que se dan golpes de pecho y ejercitan sin empacho ni cargo de conciencia: una doble moral. En la tradición del Nuevo Testamento, se les llama fariseos, evocando a ese grupo judío tan poderoso como impuro que con simulaciones e hipocresías enfrentó, según los evangelios, la prédica de Jesús.

Los funcionarios en tanto individuos tienen la libertad de creer en lo que quieran; la Constitución les garantiza su libertad religiosa. Sin embargo, en tanto autoridad, dichos actores tienen restricciones precisas. Sus desplantes religiosos violentan el carácter laico del Estado mexicano. Lamentablemente, sectores de la clase política olvidan que la legitimidad de los gobernantes y de la autoridad proviene de la legitimidad de la ciudadanía que a través del voto les otorga un mandato regido por preceptos constitucionales. La legitimidad no proviene del poder divino representado por las iglesias ni mucho menos por los ministros de culto; por tanto, los diferentes actos de profesión de fe de gobernantes y candidatos a puestos de elección popular muestran la necesidad de invocar lo sagrado como un recurso para congraciarse con una población escéptica, transgrediendo el orden institucional.

Ante la aparente apatía y disimulo de la Secretaría de Gobernación, encabezada por Miguel Ángel Oso­rio Chong, ésta tiene ahora la responsabilidad de hacer valer el orden constitucional. Gobernación está obligada a poner orden en una cancha que se está descomponiendo por los usos y abusos de lo religioso. La impunidad hará no sólo alentar la transgresión de políticos en búsqueda de las audiencias religiosas, sino alentar las tentaciones del propio clero en materia política. ¿Con qué autoridad el gobierno podrá exigir a los ministros de culto abstenerse de invadir la esfera político-electoral del país si permite y tolera que los políticos invadan el ámbito religioso como recurso de posicionamiento? Gobernación tiene la responsabilidad de vigilar el cumplimiento de las disposiciones constitucionales y legales en materia de culto público. Además, el tema rebasa lo religioso y se está tornando en una cuestión de política interna. Igualmente, es su competencia investigar el uso de recursos económicos que han venido destinando estos actores a las asociaciones religiosas, principalmente a la Iglesia católica. Que no se sienta sorprendida en nuevos casos, como aconteció con el gobernador de Jalisco Emilio González Márquez, el góber piadoso, que donó más de 100 millones de pesos del erario al cardenal Juan Sandoval Íñiguez para construir su santuario cristero. La laicidad que nos hemos procurado como país no está cosificada ni es definitiva; por el contrario, es dinámica y los actos que hemos presenciado muestran la posible reversibilidad del carácter laico del Estado. La propia Margarita Arellano, en su calidad de abogada, dijo que jamás violó la laicidad del Estado, y que midió muy bien cada palabra que pronunció en el acto religioso. Haciendo gala de intransigencia, Cecilia Romero, secretaria del PAN, expresó que el Estado laico no prohíbe la expresión religiosa de ningún ciudadano, así sea alcalde, gobernador o presidente, y en seguida arremetió contra los jacobinos, anticlericales y decimonónicos trasnochados. En El Universal, Pedro Salazar, doctor y experto en derecho constitucional del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, le responde: “Dice la Constitución sin medias tintas: ‘Queda prohibida toda discriminación motivada por (…) la religión…’ (artículo 1º); ‘es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república laica’ (artículo 40). Luego remata la ley aplicable: ‘El Estado no podrá establecer ningún tipo de preferencia o privilegio a favor de religión alguna. Tampoco a favor o en contra de ninguna iglesia ni agrupación religiosa”. (artículo 3) y, por si no bastara: ‘Las autoridades (…) no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares’ (artículo 25). Así que el problema no está en las creencias de la alcaldesa, sino en que violó las leyes del país. Ese hecho es grave en sí mismo, y lo es más porque se trata de una autoridad pública”.

La clase política mexicana atraviesa por una crisis de identidad. Las escuelas, las tradiciones doctrinarias y las grandes corrientes ideológicas han cedido al pragmatismo de nuevas generaciones con pobre cultura política. El ethos histórico del político, aquel que delineaba Max Weber, está a la baja en la cotización del mercado frente al ascenso de los operadores políticos. La personalidad del político se ha desdibujado ante la visión de corto plazo de una actual clase política cuyo horizonte se sitúa en el próximo proceso electoral. En esta lógica, el fariseísmo y la hipocresía tienen cabida plena.

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