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Laicidad y educación: hacia una reflexividad pedagógica

Introducción

La laicidad en la educación implica considerar –previamente– el fundamento ético-político del laicismo en la posmodernidad, toda vez que esta última deviene en una crisis de las categorías modernas. En tal contexto, se instala una problemática en educación que se manifiesta específicamente en el marco de una “modernidad líquida”.

En los espacios educativos, las rutinas imperantes tienden a carecer de un sentido profundo para los sujetos que conviven entre sí, particularmente cuando no existe una correspondencia entre las prácticas formativas y las necesidades del propio individuo, y sobre todo, cuando tales prácticas más bien obedecen a un poder que se manifiesta desde un agente externo que impone una determinada lógica sistémica como microestructura de una sociedad compleja.

En este sentido, es necesario desplegar una reflexividad pedagógica, ante la complejidad del sin-sentido, en donde el despliegue de la reflexividad, como condición de una educación laica, permita redescubrir y resignificar constantemente el fenómeno educativo, garantizando la libertad de pensamiento por sobre las presiones externas.

El fundamento ético-político del laicismo en la posmodernidad

El laicismo como condición de posibilidad de edificar una sociedad fraternal, justa y progresista, ha buscado –históricamente– la conformación de instituciones públicas imparciales que aseguren la libertad de pensamiento y de expresión, los derechos humanos, la dignidad de toda persona, la igualdad de todos delante de la ley independientemente de las diferencias sociales, culturales, de sexo, raza, inclusive de religión, en tanto que las opciones confesionales corresponden exclusivamente a la esfera privada de las personas. Tal concepción ha puesto énfasis en la elaboración personal de una concepción de vida fundada sobre la base de la experiencia humana, por sobre toda referencia confesional o dogmática. Tal corriente de pensamiento se fundamenta en el libre examen respecto de la emancipación de toda forma de condicionamiento, bajo el imperativo de una ciudadanía completa y justa. Es decir, el laicismo ha significado no solo una exigencia de imparcialidad de los poderes públicos respecto de las convicciones religiosas o filosóficas, sino que también, una concepción de vida cuyos fundamentos no-confesionales son ajenos a toda referencia divina, sobrenatural o trascendente (Grolett, 2002).

Por ende, la laicidad hace referencia a dos tipos de reivindicaciones que no son contradictorias, pero que deben ser distinguidas. Por una parte, la institucionalidad de una sociedad laica implica la separación de la Iglesia del Estado; y por otro lado, hace referencia a la imparcialidad de los poderes públicos respecto de las concepciones filosóficas y religiosas, como condiciones necesarias a toda democracia. Pues, la impronta del laicismo se posiciona en el reconocimiento que hace una comunidad filosófica no-confesional acerca de la igualdad de derechos y deberes de los libre pensadores, agnósticos o ateos, que fundan sus concepciones de vida sobre los valores del humanismo, el libre examen, la ciudadanía, la autonomía, la capacidad de exigencia de la justicia y la búsqueda de la felicidad, con los cuales se construye una ética de vida liberada de toda referencia extrahumana. Es decir, liberada de una ética dogmática que se manifiesta en las formas de la intolerancia y la exclusión (Grolett, 2002).

La laicidad trata de evitar la coacción sobre personas e instituciones respecto de la imposición de un tipo exclusivo de religión o de formas de conducta basadas en creencias o códigos éticos exclusivos de una visión dogmática. Para esto el laicismo parte de la base de la propia naturaleza humana y del humanismo, entendiéndose este último como la esencia del laicismo, el cual tiene por objeto el desarrollo del ser humano. Tal perspectiva garantiza el derecho a la diferencia y a la coexistencia pacífica entre las personas, ya que defiende los derechos fundamentales de cada sujeto. El humanismo se opone a la actitud, a veces violenta, de aquellos que afirman ser poseedores de la verdad, puesto que el ser humano se construye a sí mismo, es responsable de su ser y de sus actos; aprecia y crea valores y, puede interpretar el acontecer (Carvajal, 2001).

Los grandes valores e ideales que propugna tal corriente de pensamiento, son los planteados históricamente por la modernidad. La laicidad constituye un ideario ético-político que persigue la autonomía de la sociedad con respecto de cualquier legitimación del mundo de carácter extra-social. En última instancia, el laicismo busca afianzar el ideal de un modelo de sociedad plenamente auto-instituida, liberada de toda instancia instituyente ajena a lo social. El fin último es conseguir una sociedad donde el individuo pueda desarrollar su libertad sin ningún tipo de coacción o imperativo externo (Carretero, 2007).

Ahora bien, el laicismo no siempre ha sido entendido de la misma manera, toda vez que para unos pudiera representar la negación y el rechazo a toda forma de religión, mientras que para otros pudiera significar la aceptación e inclusión de las distintas creencias desde el punto de vista del respeto y la tolerancia. Si bien, la segunda concepción es la forma más auténtica de dicha corriente de pensamiento, la dificultad de entender su impronta se debe menos a una dificultad explícita en la concepción del término que a un problema que es propio de la posmodernidad. Es decir, existe una marcada sensibilidad nihilista que no solo cuestiona los cimientos sobre los cuales se ha dirigido la historia teleológica, sus valores y sistemas de creencias, problematizando incluso la posibilidad de todo sentido último, sino que dicha forma ha devenido en una posición de indiferencia.

Ciertamente el laicismo constituye un metarrelato que sirve en la modernidad para legitimar un sentido de la historia encaminado a plasmar un referente de sociedad, donde toda persona logre su plenitud. Este es el imaginario nuclear que sirve como garantía de sentido teleológico de la historia dirigida hacia el progreso y la libertad. Constituye uno de los vértices centrales en la legitimación de la continuidad histórica de la modernidad, una vez ya socavadas las instancias religiosas tradicionales. Pero la posmodernidad abre una interrogante no menor, esto es, ¿cuál es la vigencia del metarrelato emancipador en la legitimación de la dirección histórica propuesta en la modernidad? Pues, desde finales de la década de los setenta del pasado siglo, se revela un modelo de sociedad emergente caracterizado por el descrédito de todo metarrelato moderno. Pareciera ser que su existencia no posee ya el arraigo, la credibilidad o la vitalidad necesaria para una historia teleológica (Carretero, 2007).

En la sociedad se manifiesta un sentido de orden, que representa una forma de “monotonía, regularidad, repetición y predecibilidad” (Bauman, 2002: 61). Asimismo, se manifiesta una “cadena invisible” que une a las personas que se desenvuelven en los diferentes, pero a su vez, les impide movilidad. De ahí que la consideración de ruptura de esa cadena constituye un cambio decisivo, asociado a la decadencia y acelerada desaparición de un determinado modelo sistémico. Por otro lado, el inminente triunfo de la racionalidad instrumental, tiene que ver con una concepción del destino de la historia humana como caso cerrado. Los fines de las acciones humanas parecieran encontrase establecidos, y las preocupaciones futuras son casi únicamente por los medios. La racionalización tiende exclusivamente hacia un ajuste y perfeccionamiento de los medios (Bauman, 2002).

La tarea de elegir los fines se manifiesta como una situación problemática. Pues, desde la individualidad se convierte en causa de agonías y vacilaciones, tiende a debilitar la confianza y a generar un sentimiento de incertidumbre y angustia. La pregunta “¿qué puedo hacer?” ha llegado a dominar la acción, pues el mundo se convierte en una colección infinita de posibilidades que ante la finitud humana es imposible de ahondar todas. La sociedad pareciera estar “condenada a navegar entre dos aguas, y ningún marinero puede jactarse de haber encontrado un itinerario seguro ni libre de riesgos” (Bauman, 2002: 69).

Ahora bien, la conciencia de seguir corriendo como condición de posibilidad se convierte en una gratificante adicción que no se corresponde con el premio de la meta, sino con el deseo convertido en su propio objetivo. La función de los demás propósitos son buscados únicamente para mantenerse en carrera; luego, serán abandonados. Pues el arquetipo de la carrera que corre cada sujeto es la actividad de comprar. Es decir, “el código que determina nuestra política de vida deriva de la praxis de ir de compras” (Bauman, 2002: 79).

El consumismo actual no tiene como objeto satisfacer las necesidades, pues el spiritus movens es el deseo que se manifiesta como una entidad volátil, temporal, evasiva, voluble y vaga, como un “motivo autogenerado y autoimpulsado que no requiere justificación ni causa”. El deseo como objeto constante se encuentra condenado a su insaciabilidad. Esto da cuenta de un individuo que se expresa a sí mismo por medio de sus posesiones. Ergo, el anhelo reemplaza al deseo como fuerza dominadora del consumo (Bauman, 2002: 80-81).

La satisfacción y el placer son sentimientos que no pueden aprehenderse en términos abstractos, sino que deben ser experienciados subjetivamente. La satisfacción momentánea de cumplir una meta parcial se expresa como un breve recreo del éxito que antecede una nueva etapa de esfuerzo (Bauman, 2002).

Asimismo, la compulsión a comprar no pasa por una mera expresión desatada de los recónditos instintos materialistas y hedonistas o, como manifestación de una conspiración comercial, sino que se manifiesta una vehemente lucha contra la aguda y angustiosa incertidumbre y contra el paralizador sentimiento de inseguridad. La gente corre detrás de algo pero a su vez huye de algo. Es así como los sujetos que se desenvuelven en el plano social, corren detrás de sensaciones que competen a los cinco sentidos, pero también, tratan de huir de la angustia causada por la inseguridad del fracaso. Las personas se ven envueltas ante la dificultad de convertir sus vidas en una obra de arte, es decir, de trans-formar su identidad y, en ese sentido, las personas sufren por no ser capaz de “poseer el mundo completamente” (Bauman, 2002: 87-90).

En este sentido, una diferencia esencial que se manifiesta en la sociedad posmoderna es que considera a sus miembros primordialmente en calidad de consumidores, no de productores. Ergo, no toma en cuenta la reflexividad del accionar de sus miembros, y la educación se ve envuelta en problemáticas propias de una modernidad líquida en donde necesariamente se requiere un pensar reflexivo, en donde la educación laica logre orientar el quehacer y el sentido de la educación en la sociedad.

Hacia una reflexividad pedagógica como condición de una educación laica

Conforme a lo anterior, es necesario permanecer vinculado a una epistemología realista por medio de una reflexividad entendida como vigilancia epistemológica. Esta forma de vigilancia epistemológica tiene que ver inicialmente con un suspender las categorías previas arraigadas en el insconciente trascendental que determinan el modo de aprehender el fenómeno observado; lo cual implica un interrogar acerca de las operaciones de codificación de la praxis, objetivando las taxonomías que llevan a cabo los codificadores ya que estas pueden pertenecer al inconsciente colectivo y, por ende, pueden determinar la realización de toda práctica (Bourdieu, 2003).

Tal reflexividad debe convertirse en una disposición constitutiva del habitus científico –pedagógico–, como reflexividad refleja que actúa a priori sobre el modus operandi, pero a su vez evitando que dicha reflexividad sea narcisista, puesto que esta propende hacia una introspección autobiográfica que carece de efecto práctico. La reflexividad, en sentido práctico, debe ser más bien reformista, en el sentido de re-formar la reflexividad hacia una exterioridad compartida en donde el conjunto de los agentes se vean comprometidos en el campo. Esto constituye el principio de una forma de prudencia epistemológica que posibilite anticipar las probables oportunidades de error, permitiendo adelantarse a destinos probables y evitarlos; incluso, de manera más amplia, posibilita la anticipación de las tendencias y tentaciones inherentes a un sistema de disposiciones, a una posición o a la relación entre ambos (Bourdieu, 2003).

La reflexividad reformista permitiría dominar la relación subjetiva con el objeto y las condiciones sociales de producción de esa relación. Ergo, la tarea consiste en objetivar el sujeto de la objetivación, el cual se despliega en tres niveles. El primer nivel apunta a objetivar la posición del sujeto, en relación a su espacio social global, su posición de origen, su trayectoria, su pertenencia y sus adhesiones sociales y religiosas. El segundo nivel implica objetivar la posición ocupada en el campo de los especialistas, pues cada disciplina –lenguaje, matemática, historia, ciencias, artes, deportes, etc.- posee sus tradiciones, particularidades, problemáticas, hábitos, creencias, evidencias compartidas, rituales, consagraciones, presiones, censuras y todo un conjunto de presupuestos inscritos en la historia colectiva de la especialidad, es decir, el inconsciente académico. Y en el tercer nivel, es preciso objetivar todo lo que se encuentra vinculado a la pertenencia del universo escolástico, es decir, es preciso poner especial atención a la ilusión de la ausencia de ilusión, respecto de los puntos de vista puro, absoluto y desinteresado (Bourdieu, 2003).

Por tanto, la reflexividad en la educación laica permitiría situarse como un imperativo de autoconciencia epistemológica que posibilite la emancipación a través de la reflexión. Mediante la objetivación colectiva de los sujetos que objetivan es posible elevar el nivel de autonomía y en efecto, de la praxis educativa. Lo que se constituye como inconsciente es la historia, y sólo desde ella es posible develar lo que se sitúa como inconsciente a objeto de superar los determinismos sociohistóricos. En este sentido, la reflexividad se despliega como posibilidad de convertirse en una propedéutica para una educación laica reflexiva que aspira a la cientificidad.

Si bien, la arquitectura discursiva que fundamenta el paradigma de una educación laica posee un sistema de disposiciones, cuyas representaciones epistemológicas manifiestan una naturalización implícita sobre sus valores trascendentales; no obstante, la laicidad en la educación se sitúa como una construcción social y esto implica necesariamente un sentido práctico que logre esbozar un modelo que llegue a todos los estudiantes. Es decir, supone una resignificación de un sistema educativo para todos los ciudadanos (Ocampo, 2014).

En este sentido, el desarrollar junto a otros, procesos de reflexividad dialógica en nichos formativos, comunicativos y de investigación, implica experienciar, reconocer y profundizar epistemes sentipensantes y solidarias. Esto implica necesariamente una deconstrucción de las percepciones y certidumbres políticas y académico/científicas que tenemos sobre nuestras realidades. Implica proponer éxodos y nuevos caminos, removiendo puntos de vista que permitan un encuentro genuino entre los sujetos y el conocimiento (Gisho, 2017).

La reflexividad, como forma de comprensión y conciencia de la praxis, posibilita la realización de prácticas pedagógicas constructivas, en el que cada parte del proceso sea valorado, tomándose en cuenta los proyectos del otro, su intencionalidad, las distintas alternativas y las consecuencias de cada acción (Silva, 2013). De esto modo, es posible aproximarse hacia una praxis educativa que tienda hacia la generación de aprendizajes significativos, es decir, verdaderamente trascendentes (Castro E., Peley, R. & Morillo, R., 2009).

Esto se relaciona con la necesidad de construir un proyecto educativo que haga realidad la educación integral de todos los niños y niñas. Un nuevo modelo educativo implica la construcción sobre la base de la comprensión de que todas las personas pueden aprender. La aceptación de este principio significa el inicio de un nuevo discurso que toma la diferencia como un valor y no como defecto en el ser humano. Desde esta visión, es posible el renacer de una cultura escolar que se fundamente en el respeto a la diversidad sin exclusiones. Incluso, esto permitirá conocer en qué consiste la humanidad del ser humano (López, 2012).

Es así como la realización de la reflexividad en la educación laica, implica la consideración de un giro ético conducente hacia una transformación de las disposiciones incorporadas sobre la autenticidad de la praxis educativa. La reflexividad constituye una construcción ética del sujeto, como cuidado de sí respecto del poder en sentido social –presiones externas- entendiendo que el imperativo de la reflexividad concierne menos al individuo que al conjunto del campo social. Pues, la autonomía no debe entenderse en sentido individual sino colectivo (Vásquez, 2006).

La tendencia pedagógica actual de la sociedad manifiesta la necesidad de generar escuelas inclusivas a las que puedan asistir todos los estudiantes, independientemente de sus características. Esto supone dar un paso más allá de la mera “integración”. Pues, todos deben ser educados en un establecimiento que posea una visión integradora, diversificada e inclusiva, y que valore la diversidad y propenda a un mejoramiento de la calidad de la educación, respecto de la responsabilidad individual y social (Barrio, 2009). Ahí radica el auténtico ideal de una educación laica integral.

Inconclusión

La laicidad se manifiesta por medio de valores fundamentales que proporcionan el horizonte de sentido del quehacer educativo en la posmodernidad. El que la educación laica logre su cometido, implica avanzar en la concepción de una reflexividad en sentido dialógico, evitando el solipsismo narcisista de la introspección individual.

A su vez, la reflexividad se sitúa como posibilidad de fundamento de la praxis educativa toda vez que hace posible un conocimiento que se sobrepone a las opiniones particulares, por medio de un pensar común, es decir, mediante la observación de la unidad de la cosa y desde la lógica de un lenguaje compartido. En este sentido, una reflexividad pedagógica, entendida como una experiencia intersubjetiva, posibilitaría avanzar hacia una autenticidad de la praxis educativa.

La reflexividad pedagógica permitiría no solo la posibilidad de un intercambio de razonamientos prácticos, sino que, a su vez, evitaría la arbitrariedad de la mera opinión, por medio de una revisión constante sobre el horizonte de sentido de una educación laica y reflexiva, la cual, en sentido teleológico, tiene que ver con la humanización de las personas.

Alex Cárdenas Guenel

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Bibliografía

Bauman, Z. (2002). Modernidad Líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Barrio, J. (2009) “Hacia una Educación Inclusiva para todos”. Revista Complutense de Educación, 20(1) 13-31.

Bourdieu, P. (2003) El oficio del científico. Barcelona: Anagrama.

Castro E., Peley, R. & Morillo, R. (2009) “La praxis educativa: una aproximación a la realidad en el aula. Revista Venezolana de Gerencia, 14(45) 125-143.

Carretero, A. (2007) “El laicismo. ¿Una religión metamorfoseada?”. Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, 15(1) 239-248.

Carvajal, J. (2001) “Discurso Inaugural”. Los valores del laicismo y su transformación en proyecto de acción concreta. Seminario realizado en ILEC, Santiago.

Gisho, A. (2017) “Reflexividad dialógica, como experiencia de epistemes sentipensantes y solidarias”. Ágora U.S.B, 17(1) 255-264.

Grolett, P. (2002) “Los valores y principios del laicismo”. Valores del Laicismo. Seminario realizado en ILEC, Santiago.

López, M. (2012) “La escuela Inclusiva: una oportunidad para humanizarnos”. Revista Interuniversitaria de Formación del profesorado, 26(2) 131-160.

Ocampo, A. (2014) “Consideraciones epistemológicas para una educación inclusiva”. Investigación y Postgrado, 29(2) 83-111.

Silva, W. (2013) “Investigación y práctica reflexiva como categorías epistemológicas del desarrollo profesional docente”. Itinerario Educativo, 27(62) 241-254.

Vásquez, F. (2006) “El problema de la reflexividad en Pierre Bourdieu de la Epistemología a la Ética”. Opinión Jurídica, 5(10) 87-104.

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