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Laicidad en México. Las reformas en materia religiosa

En esta sección incluimos artículos relevantes del ámbito académico con el objetivo de conocer la información o los argumentos que plantean en sus estudios, aunque Europa Laica no comparta las tesis que en los mismos se exponen.  


1.- Como se sabe, en México, el tema de las relaciones Iglesia(s)-Estado es altamente controversial. La tentativa, en 2010, de una reforma constitucional que incide en esta cuestión harto sensible no ha podido menos que elevarla discusión a un plano más álgido. Tocar el tema de modo institucional o modificar el marco jurídico —como ocurrió en 1992— polariza el debate;para unos se trata de un hecho positivo acorde a los cambios de la sociedad,para otros una legitimación de las Iglesias, particularmente la católica, en una indebida participación en la vida pública.
La reforma constitucional de 1992, que dotó de personalidad jurídica alas instituciones religiosas y las igualó con las asociaciones civiles en derechos y obligaciones, constituyó un punto de inflexión en el hecho religioso en sí mismo, no digamos en los enfoques de estudio de las organizaciones eclesiales. Luego de esa reforma, el pluralismo religioso y la disputa por la hegemonía en ese campo ha incidido y reforzado sus implicaciones en el sistema de las identidades colectivas, en virtud de que su radio de acción discurre en la producción de sentido y orientación social. En la actualidad, casi veinte años después de la primera reforma constitucional moderna, las asociaciones religiosas se han convertido en espacios estratégicos para regular o configurar otros ámbitos de la sociedad, preponderantemente el político, el educativo y el de los medios de comunicación.
Para las ciencias sociales, la filosofía y, consecuentemente, para los Derechos Humanos, las relaciones entre religión y política están mediadas por el proceso de secularización y se condensa en la noción de laicidad; proceso y concepto que, si bien no suponen la desaparición de la religión, sí implica un complejo desplazamiento de la misma, la pérdida de su centralidad. Este deslizamiento de la religión es perceptible tanto en el marco normativo como en los sistemas de producción de sentido en las sociedades modernas. En términos generales, una de sus determinaciones más distintivas consiste en la fuerte tendencia a que el estatuto social y teórico de la religión se circunscriba a la esfera privada y, de ese modo, se implique su carácter individual y su naturaleza electiva. Desde esa perspectiva, las tensiones o conflictos entre la esfera religiosa y la esfera política debieran conformarse como tensiones o contraposiciones menores, toda vez que en las sociedades modernas existiría un marco de referencia cultural que supone, de modo casi natural, una limitación y una autonomía entre ambas esferas.
Este modelo teórico, implícito y constitutivo en el reconocimiento secular de la sociedad moderna, no resulta pertinente ni de aplicación lineal en el caso de México, pues las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica históricamente se han expresado como pugnas de poder entre las élites de ambas instituciones y no como expresiones culturales diferenciadas de la sociedad, no como resultado de un proceso “natural”, sostenido y cumplido de modernización.
La historia de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado registra—como es sabido— ostensibles contradicciones que culminaron, a mediados del siglo XIX y principios del XX, en un marco jurídico que pretendió reducir a la religión a un asunto de índole privada; si bien no resultó cabalmente exitoso ese empeño, logró liberar a la sociedad de ataduras religiosas y reducir la participación de la Iglesia en prácticamente todas las esferas de la vida civil y política. La consecuencia inmediata del ensayo de aplicación radical—Obregón y Calles— de las medidas liberales de la Constitución de 1917,fue la rebelión cristera y la abierta confrontación entre el Papa y la jerarquía católica nacional con el Estado mexicano. El acuerdo de 1929, conocido como “modus vivendi” o “concordato”, así como la condena, en 1930, contra el Artículo 130 de la Constitución mexicana por parte de Pío XI, marcaron los extremos político-diplomáticos del diferendo.
Es con el gobierno de Lázaro Cárdenas y más enfáticamente con el de Manuel Ávila Camacho, que se trascendió el plano de las maneras y los símbolos, y que la interacción entre la Iglesia católica y el Estado entraron en una fase de reconciliación, lo que derivó un comportamiento de la jerarquía eclesiástica,modulado por los cambios sexenales, relativamente distante de los asuntos seculares sin renunciar al aliento a su feligresía para que participara en la vida pública. La modalidad instaurada de las relaciones fue predominantemente cupular, entre las élites dirigentes, y sirvió tanto en los momentos de tensión como en las negociaciones o en los acuerdos de conciliación; este entendimiento extralegal se extendió por varias décadas, tuvo su primer quiebre serio, luego del Concilio Vaticano II (1962), con las reuniones regionales de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), particularmente la de Medellín, Colombia (1968) y la posterior de Puebla, México (1979).
En México las consecuencias prácticas de esas reuniones no fueron ni inmediatas ni de efectos radicales. Si bien la Iglesia tuvo la autorización del Vaticano para extender sus actividades sociales y pronunciarse críticamente sobre el gobierno, la jerarquía asumió un comportamiento conservador y concilia-torio con el Estado, con el costo de la confrontación con obispos y sacerdotes progresistas. Síntoma de ello fue la conducta de omisión y complicidad de la jerarquía católica —con la excepción de Sergio Méndez Arceo— durante el movimiento estudiantil de 1968. No obstante, la influencia postconciliar y la resaca cultural del 68 impactaron en el homogéneo dominio conservador dela cúpula de obispos y en la consolidación de pequeños núcleos (jesuitas, dominicos y maristas) de curas, religiosos y laicos vinculados a una orientación pastoral preferencial para con los pobres y en el desarrollo de la teología de la liberación, tendencias “progresistas” a las que apoyaron dos o tres obispos.
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Alan Arias Marín. Universidad Nacional Autónoma de México

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