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La visita de política encubierta de Francisco a Colombia

Aquellos que anuncian que luchan en favor de Dios son siempre los hombres menos pacíficos de la Tierra. Como creen percibir mensajes celestiales, tienen sordos los oídos para toda palabra de humanidad”. Stefan Zweig

Si las religiones se contentaran de lo que son o deben ser, es decir “verdades privadas”, estaríamos en un mundo de paz, tal como rezan los principios que predican. No serían la mayor causa de guerras, mortandades y violencias que desde siempre y en su nombre nos han impuesto y con las que no cesan de agredir a la humanidad.

Como cada una de ellas se considera la verdadera y sus dioses los únicos y legítimos, sus feligreses sienten la necesidad, en general avalada por sus libros “sagrados”, de luchar por la supremacía de sus deidades y la sumisión de las demás religiones y creencias. Evangelización que comienza por las buenas y termina en pleitos guerreros. En ello se ha pasado la historia religiosa, aportando ingentes cantidades de “mártires”, víctimas, pobreza y desorganización. Es que se nos olvida que los dioses y sus religiones asociadas son sólo un subterfugio que justifica para muchos las mayores atrocidades, porque en el fondo su búsqueda no es de espiritualidad como pretenden de dientes para afuera, sino de poder, de hegemonía de quienes se dicen representantes de esas divinidades.

Tarda en instalarse realmente, y a pesar de las Cartas Magnas instituidas por los Estados, el principio de laicidad. Parece una noción superflua o acomodaticia, puesto que a la hora de acatarla una parte de la ciudadanía –incluso de aquella que se ufana de demócrata republicana– está dispuesta a dejar sobreponer los designios de sus deidades y sus representantes por encima de la ley civil.

Basta con mirar el ejemplo de la reciente visita papal a nuestro país, que fue considerada por encima de toda ley, de todo presupuesto y de toda neutralidad ideológica. La venida de este dios en tierra, hizo que el país se paralizara, que un “día cívico” se instituyera, que las banderas de la República laica se izaran en edificios públicos y privados, que las normas de transporte cambiaran por una semana, que las calles se cerraran, que el dinero del Estado –el de nuestros acrecentados impuestos– saliera a borbotones para viajes, logística, comidas, misas, homenajes, prédicas, oraciones y bendiciones. Todo lo contrario a lo que expresa nuestra Constitución, dizque laica. En cuento al dinero gastado, afirman los “especialistas”, sin empacho y con justificación mercantilista, que este se recuperó con creces; ojalá una seria auditoría dé parte de ello.

Nadie se opone a que un jefe de Estado nos visite –el actual nuestro que parece piloto de aerolínea no ha dejado de hacerlo en sus ya casi 8 penosos años de señorío–, pero para ello los gobiernos visitantes aportan de su propio peculio, ¿Cuánto aportó el Vaticano de sus muchos caudales que incluyen hasta bancos?

El caso colombiano reviste particular importancia porque el sumo pontífice, como se satisface en hacerse llamar, a través de la prédica religiosa exhorta y sermonea preceptos de apariencia meramente religiosa, pero que bien analizados dictan el pensamiento y el comportamiento políticos no sólo a su feligresía. Una injerencia indebida con firma religiosa. Francisco, en nombre de dios, habla de paz para apoyar soterradamente la política de Santos, y su público –la ciudadanía en general, puesta a disposición por el gobierno– sigue estos dictámenes, como la obediencia debida a su dios. Por supuesto, el mensaje no es directo, en él se habla de temas de índole político enmarañados con lenguaje religioso; difícil así acusársele palmariamente de mensaje político. Los subliminales y las sutilezas escritas por los hacedores de discursos papales hacen bien su tarea.

Claramente busca Francisco, el hacer que el pueblo colombiano, en un afán altruista sobredimensionado, perdone a sus matones, y que la guerrilla sea exonerada de toda culpa –ego te absolvo–, que la gran mácula, por intervención divina sea borrada para siempre y la historia se reescriba. Con el claro objetivo y consecuencia de llevarlos al poder para implementar sus maquinaciones comunistas después de haber acribillado por décadas al país y ver indolentes que sus víctimas directas hayan sido burladas y en modo alguno resarcidas.

Una visita a su feligresía con mensajes de índole meramente religioso es lo que esperaba el laicismo colombiano; lo contrario, que es lo que aconteció, estuvo sencillamente fuera del ordenamiento legal de nuestro país; nuevamente estuvo de por medio gobernando el sagrado corazón, aunque este haya sido tachado de nuestras leyes.

El pensamiento mágico, fuerte sustento de las religiones, y del cual hemos hablado en esta columna, es un rezago irracional que albergamos los humanos y que está siempre presto a aflorar y a anteponerse a la razón, a la lógica y a la ciencia a la mínima ocasión que se le presente. En la reciente “visita celestial” se manifestó con amplia nitidez. Este pensamiento mágico lleva sobre la razón miles de años de ventaja y de sólido arraigamiento porque no exige grandes esfuerzos intelectuales: es fácil de entender y practicar, y mejor aún: produce esperanza inmediata y no exige metas ni discernimientos sofisticados, sino sólo entrega a designios “inescrutables”. Contra eso no compite ni un partido de fútbol. La ignorancia, la cultura frívola de las masas –como bien me anota mi dilecto amigo F.G.– son buen sustento de este pensamiento, y añado yo, se han vuelto los únicos con derecho de ciudad, sus opositores son vueltos inaudibles o mal considerados ante tanta algarabía extravagante.

A una grey de ovejas dóciles entregadas a delirios y ritos religiosos, su pastor (divino) mediante palabras edulcoradas hace circular consignas políticas, apenas disimuladas. So pretexto de no revancha, reconciliación y perdón –preceptos que nadie contradeciría– el papa blanquea a las Farc, anteponiéndose así a un cauce normal de justicia que busque redención, un verdadero propósito de enmienda y no un premio por las atrocidades cometidas.

La lucha por un país laico, en donde sus principios no sean alterados por ninguna clerecía debe continuar, a pesar de la reticencia de algunos. La injerencia religiosa en los temas civiles, por camuflada que sea y de aparente imperceptibilidad debe ser denunciada. El tiempo del gobierno del clero y sus influencias en un Estado democrático es (y debe ser) cosa de siglos pasados. Mucho costó salir de ese obscurantismo para establecer una independencia entre Estado y religión; no es hora de recaer nuevamente; y ello debe manifestarse, so riesgo de aguar la fiesta papo-teísta que el Estado organizó y emplazó por encima del precepto constitucional laico.

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