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La tragedia de Egipto

Lo que está sucediendo en Egipto estos últimos días no es más que un nuevo episodio de su dramática historia moderna. Desde hace ya más de sesenta años, cuando un golpe militar derrocó en 1952 al rey Faruk y el coronel Gamal Abdel Nasser se hizo con la Presidencia, el país ha vivido en un permanente estado de tensión, consecuencia directa de las colonizaciones previas, desde los persas, los griegos, los romanos, los árabes y los otomanos en la antigüedad hasta los franceses y los británicos hasta tiempos mucho más recientes.

Nada más lógico cuando, por su situación geoestratégica  –enclavado en el noroeste de África y con la península del Sinaí situada ya en Asia, con fronteras con Sudán al sur, con Libia al oeste y con Israel al noreste, limitando al norte con el mar Mediterráneo y al sureste con el mar Rojo, y con el desierto del Sahara ocupando la mayor parte de su territorio-, Egipto es clave en el mundo islámico. Con sus cerca de 85 millones de habitantes concentrados fundamentalmente en la capital, El Cairo -15 millones- pero también en la gran ciudad costera de Alejandría y a lo largo del curso del río Nilo, Egipto es y será el más importante punto de referencia obligado, como mínimo a corto y a medio plazo, para todo el mundo islámico.

Mucho más allá de la trascendencia de los sucesos de estos últimos días, con la escalada de represión militar y policial contra las airadas y violentas manifestaciones de protesta convocadas por los Hermanos Musulmanes con su exigencia del retorno de Mohamed Morsi como presidente de la República, la tragedia que vive Egipto es un ejemplo más de la sinrazón de las políticas que las antiguas potencias coloniales, substituidas ahora en gran parte por Estados Unidos, han llevado a cabo en gran parte del mundo islámico, y en concreto en Egipto. Como ha sucedido también en otros países islámicos –baste citar tan sólo Irán, Afganistán, Irak, Siria, Líbano o Palestina, por poner unos pocos ejemplos-, también en Egipto el apoyo incondicional de Occidente a satrapías de todo tipo para frenar las legítimas aspiraciones populares de una democracia laica y con tintes progresistas y de izquierdas, como la que encabezó en su día el antes ya citado Nasser, ha dado alas a las fuerzas conservadoras e integristas del islamismo más radical y extremo, como el que encarnan los Hermanos Musulmanes, creados hace ya cerca de un siglo, en 1928.

La lucha que tiene lugar ahora en Egipto, a semejanza de la que se produce en Túnez y en otros países musulmanes, nos retrotrae a muchos años atrás. El Ejército egipcio, una fuerza poderosísima no solo por su armamento sino también por su gran influencia económica y social, no es ni será nunca un defensor de la democracia. Pero los Hermanos Musulmanes son aún mucho menos defensores de los valores democráticos. Harían muy bien los países de Occidente, con Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza, en tener en cuenta esto y en apoyar decididamente a las fuerzas civiles y laicistas que en Egipto, como en tantos otros países islámicos, defienden la democracia desde una concepción políticamente liberal y pluralista, y por tanto laicista. No hacerlo es condenar a Egipto, y también a muchos otros países islámicos, a enfrentarse al trágico dilema de tener que escoger entre una dictadura militar y una dictadura religiosa.

Jordi García-Soler es periodista y analista político

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