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La Torá y el precio del pepino

La derecha religiosa judía, cuyos diputados son vitales para el Gobierno israelí, aprovecha su influencia para imponer en la vida cotidiana medidas ultraortodoxas

El precio del pepino, ingrediente básico en la dieta israelí, incluido el desayuno, está por las nubes. El alza ronda el 25% para ésta y otras hortalizas. La razón: gran parte de los campos están en barbecho. Cada siete años, según prescribe la Torá, los judíos deben dejar reposar la tierra. Es el año de la shmita. Pero esta vez, tras ocho décadas de triquiñuelas, los rabinos se han rebelado contra la práctica que permitía que un goy (gentil), casi siempre árabe, se encargara de las labores agrícolas. Imprescindible importar verduras y frutas porque el rabinato certifica la aptitud (kosher) de los alimentos. La mayoría de los supermercados, sobre los que pende la amenaza del boicoteo, se pliega a la ley religiosa. Es sólo una muestra del poder de los ultraortodoxos, que saca de sus casillas a los laicos.

Si las exigencias de los rabinos ultras se ciñeran a sus fieles, no cundirían las quejas. Pero sus constantes demandas fundamentalistas, aprovechando la inestable coyuntura política, afectan a todo hijo de vecino en Israel. Ejercen su influencia en el Parlamento ante un Gobierno rehén de sus escaños. Y también una presión social con métodos más sibilinos. En las últimas semanas se prodigan ejemplos de lo que el analista Uzi Baram denomina, lisa y llanamente, "extorsión".

Ciertas imposiciones gozan de gran arraigo. En el Estado judío, carente de la institución del matrimonio civil, los rabinos monopolizan la tramitación de bodas y divorcios. Existe otra alternativa más costosa y que eligen miles de israelíes: casarse en el extranjero, muchos en la cercana Chipre. El rabinato es también responsable de las conversiones al judaísmo, cuestión capital para un país nacido de la inmigración. Desde los años noventa llegaron a Israel un millón de rusos. Cientos de miles no son judíos, según la Halacka (ley hebraica), porque no son hijos de madre judía. Lo eran sus abuelos, lo que es suficiente para obtener la ciudadanía por la Ley de Retorno, pero los impedimentos son notorios si quieren casarse. Deben convertirse ante el rabino y cumplir requisitos draconianos.

Dirigentes políticos laicos, de derechas o de izquierdas, están hasta el gorro. La Aliyá, la inmigración a Israel de los judíos de cualquier rincón del mundo, está agotada. Y los líderes seculares se afanan por suavizar la conversión. De momento no hay forma de persuadir al Rabinato oficial. Aunque más de 300.000 rusos la solicitaron, entre 2004 y 2006 sólo 6.324 la obtuvieron.

Se conocen casos esperpénticos. Como el de la mujer convertida hace 15 años que acordó el divorcio amistoso con su marido. No pudo ser. El rabino le preguntó sobre el cumplimiento de las mitzvah (obligaciones religiosas) y la respuesta no le satisfizo. La ruptura no se legalizó. Todavía peor: sus hijos, de un plumazo, dejaron de ser judíos a efectos religiosos. Algunos partidos liberales se han esforzado durante años por promover una legislación civil que abra el panorama. Los frutos, hasta la fecha, son magros.

La coyuntura presente es propicia para sacar tajada. El fragmentado sistema político israelí otorga a los partidos ultraortodoxos un peso político muy superior a su implantación social. El Shas, que representa a los mizrahi (originarios de países árabes y musulmanes), tiene 12 diputados en el Parlamento, de 120 escaños. Como el Gobierno de Ehud Olmert cuenta con el respaldo de 67 diputados, la docena del Shas es vital para su supervivencia. En la oposición se atrincheran la Unidad por la Torá y el Judaísmo, con seis asientos en la Kneset, y que agrupa el voto de los ultraortodoxos askenazíes (procedentes de Centroeuropa), y los religiosos sionistas -los colonos-, que lograron nueve escaños. Su intransigencia es proverbial.

El Shas advierte al Ejecutivo sin descanso: si se negocia con los palestinos sobre Jerusalén, perderá su apoyo. Por iniciativa de Olmert o por coerción ultraortodoxa, en la mitad árabe de la ciudad santa y en 101 colonias de Cisjordania, la construcción de viviendas -un atropello a la legalidad internacional y un duro golpe a la negociación- marcha viento en popa.

No hay materia que los ultraortodoxos no aborden desde su prisma arcaico. Han ejercido enorme influencia en la legislación sobre donación de órganos, y promueven ahora leyes para limitar la normativa progresista sobre el aborto o para censurar los contenidos de Internet. Nadie confía en que Olmert se desprenderá del Shas. "Está claro que la población ultraortodoxa no tiene intención de detener sus campañas. Se sienten fuertes… El público no religioso debe organizarse y demostrar que también tiene poder", ha escrito el analista Nehemia Shtrasler.

Israel engloba varios submundos, y en Jerusalén el shabat se observa escrupulosamente desde que la sirena suena el viernes por la tarde. En Tel Aviv, el fervor se mitiga. Los ultras, pues, aprietan. La compañía de autobuses Dan, que presta servicio en la ciudad, decidió en febrero cancelar sus rutas durante el día sagrado. Alegó motivos mercantiles. Nadie lo cree. Cedió al chantaje. Algo similar ha sucedido con la cadena de ultramarinos AM:PM, la última víctima. Con 10 establecimientos en barrios ultraortodoxos, en los vecindarios laicos abría en la jornada de oración. A la voz de un par de rabinos, sus ventas han caído un 50% en dos semanas. Ya cierran todos en shabat.

No hay pausa. Ahora se acerca el Pesaj, la pascua judía. Comienza el día 19. Durante siete días, los fieles no pueden ingerir productos con levadura (hametz). Ocurre cada año: grupos radicales apedrean restaurantes en los que se sirve pan. Ni comen ni dejan comer. Pero este año un juez ha roto un tabú. Tamar Bas-Asher acaba de dictar sentencia: el hametz podrá venderse en supermercados y servirse en restaurantes porque no están expuestos al público. Anatema. El líder del Shas, Eli Yishai, ha presentado una proposición de ley para prohibir su venta. Y Moshe Gafni, diputado ultraortodoxo askenazi, ha ido más lejos: ha solicitado por escrito a la empresa pública Mekorot el corte del suministro de agua del canal que abastece a gran parte de Israel. Teme que migas de pan hayan profanado el líquido.

Son una casta intocable que disfruta de privilegios cambiantes al compás de su fuerza en la Kneset. Los jóvenes seminaristas están eximidos del servicio militar, y las subvenciones a los seminarios y a las familias son cuantiosas. Muchos ciudadanos, que tildan de "parásitos" a estas gentes vestidas a la usanza del siglo XIX, comienzan a impacientarse. En Tel Aviv, bastión del laicismo, tres hombres han lanzado una campaña para promover las compras en AM:PM. Para el historiador Meron Benvenisti, no obstante, nadie debe alarmarse en exceso: "Me preocupa su influencia actual en la política, pero su poder tiene un límite porque la prosperidad de las clases medias chocará con sus proyectos". –

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