Asóciate
Participa

¿Quieres participar?

Estas son algunas maneras para colaborar con el movimiento laicista:

  1. Difundiendo nuestras campañas.
  2. Asociándote a Europa Laica.
  3. Compartiendo contenido relevante.
  4. Formando parte de la red de observadores.
  5. Colaborando económicamente.

La solución de Caifás (o la «razón patriótica»)

Había resucitado a su amigo. Una vez abierto el sepulcro, le había ordenado: «¡Lázaro, sal de ahí!», a lo que el muerto revivió y obedeció. El hecho estimuló en muchos presentes la fe en el Maestro. La autoridad moral que ya le habían visto exhibir se reforzaba ahora con unas señales que sólo podían proceder del Cielo.

Otros, en cambio, fueron con el cuento a los fariseos, quienes lógicamente se inquietaron. Lo mismo que los «principales sacerdotes» al saberlo. La popularidad de ese rabino sui géneris, el mismo que ya con sólo 12 años se había permitido darles lecciones, amenazaba su poder.

Su poder… el fruto de un afán irrenunciable, pero al que revestían convenientemente ante sus propias conciencias. Sobre todo, bajo un ropaje patriótico.

Formaron concilio para dirimir el caso y se preguntaron qué hacer: «Este hombre está haciendo muchas señales milagrosas. Si lo dejamos, todo el mundo va a creer en él, y habrá alborotos, y los romanos vendrán y destruirán nuestra santa ciudad, y hasta la nación entera».

Perplejos y confusos estaban. No así su jefe máximo, Caifás, el que más tenía que perder. Como sumo sacerdote y probable saduceo –los saduceos no creían en la resurrección–, debía de estar desconcertado por lo de Lázaro. Pero lo que realmente le importaba ahora era mantener el control. Y no parece que le temblara la voz al ofrecer la solución: «¡Sois unos ignorantes! No comprendéis que más vale que un hombre muera por el pueblo, y no que perezca la nación entera.» Sus palabras eran tan implacables como su voluntad, y resultaron convincentes. Así fue como el Sanedrín decidió matar al Maestro.

Pero, ¿acaso no tenía razón? “Razón de estado”, la llaman. Aquel joven predicador, al reclamar conversión y pureza, ¿no estaba promoviendo desórdenes? Su clara defensa de la letra y, sobre todo, el espíritu de la Ley, chocaba con los intereses creados. Y eso, ¿no atentaba contra la estabilidad de la nación, que, aunque sojuzgada por Roma, vivía en paz? Él mismo, después de abogar por el pacifismo radical, había advertido que su mensaje traería profundas discordias.

Semejante perspectiva, se dijeron los miembros del Sanedrín, justificaba acabar con él. Era de facto un antipatriota. Nada nuevo, en realidad. Siglos antes lo había sido el profeta Jeremías, a quien los poderosos de entonces acusaran de desmoralizar a la nación, azuzando al pueblo contra su persona para matarlo. Preservar el orden y la unidad de la patria, su autonomía –aunque limitada–, el Templo y la cultura religiosa nacional, todo eso bien valía eliminar a un simple individuo. Más aún si su actuación pública era fuente de problemas que podían derivar en masivo derramamiento de sangre. La colectividad bien vale una muerte. La nación es ante todo, pues encarna el bien común.


Una solución recurrente

De este modo se convirtió Caifás en el mayor enemigo humano de Cristo. La traición de Judas, que llegó más tarde, encajaría en los planes de aquél. No sin razón los cristianos han podido durante siglos reprobar la conducta del sumo sacerdote, quien ya no pararía hasta ver muerto al Maestro.

Por eso no deja de asombrar que muchos, llamándose seguidores suyos, hayan aplicado o justificado la misma conducta en contextos posteriores. También ellos optaron por la solución de Caifás.

Que Felipe González y los suyos, más o menos abiertamente, invocaran la “razón de estado” para ejecutar y legitimar sus crímenes (caso GAL) resulta abominable. Pero ellos, en general, no se consideraban cristianos, así que no cabe echarles en cara Juan 11: 49-50. Peor es el caso de otros que, diciéndose seguidores del Maestro, han encendido la mecha de la guerra por “salvar a la nación” (alguno de ellos, en su delirio, incluso afirmando expresamente que lo hacía por Cristo). George W. Bush –otro profeso cristiano– inició, no ya una guerra, sino una enloquecida escalada bélico-terrorista amparándose en los intereses de su país.

Barack H. Obama, que también declara adherirse al cristianismo, ha seguido la lógica de su predecesor tanto en las guerras de agresión como cuando, a principios del pasado mes de mayo, segó la vida de varias personas con el pretexto de que una de ellas era Osama Bin Laden. Al perpetrar este último asesinato no olvidó invocar la seguridad de la nación estadounidense, pero además declaró que gracias a ello el mundo se volvía «más seguro». En su degeneración moral, hoy él y los suyos bendicen de hecho el uso de la tortura, todo sea por la defensa de la nación.

Como ellos, muchos otros han disfrazado sus crímenes bajo los argumentos de una noble causa, a menudo patriótica o incluso pacífica. Han envuelto su maldad con una ideología supuestamente justa, pero frente a ellos se alza la sentencia que el valiente Castellio dirigió al terrible Calvino: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre.»


Toda una mentalidad

Pero la lógica de la solución de Caifás va más allá. Ni siquiera requiere matar físicamente. Cada vez que se aplastan los derechos de una persona con la excusa del bien común se está recurriendo a ella. Y eso es algo que tiende a ocurrir en cualquier ámbito de poder.

Incluso en las iglesias más “evangélicas” y fetén sucede eso. Alguien observa una deriva corrupta, la denuncia internamente, amenaza el poder establecido (algo que nunca debería existir en la iglesia de Cristo) y automáticamente empieza a ser acusado de sembrar discordia, de poner en peligro la unidad, de “atacar a la iglesia”. Se sacraliza lo institucional machacando a la persona. Y lo hacen los mismos que se saben de memoria parábolas como la de la oveja perdida.

Esto es así porque a su aceptación del evangelio, generalmente poco profunda, se ha superpuesto una ideología engañosa, según la cual es legítimo sacrificar los derechos de una persona si con ello se garantiza el bien colectivo. Falacia que olvida que no puede haber bien colectivo si no son respetadas todas las personas que integran la comunidad. Pisar a una sola, además, abre la puerta a pisar a muchas otras, en el marco de una deriva que es desde el principio totalitaria.

Hace falta que los sedicentes cristianos de uno y otro pelaje arriba citados sepan que la misma excusa empleada por ellos para matar, torturar, marginar… o justificar los homicidios, las torturas y la marginación fue utilizada para asesinar a Cristo. Que están echando mano de la solución de Caifás.

Total
0
Shares
Artículos relacionados
La Iglesia / Pedripol
Leer más

La casilla 105 · por Paco Cano

La Iglesia recauda 358 millones de las declaraciones de renta, pero solo un 2% se destina a asistencia…
Total
0
Share