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La sexualidad de los curas

Quizá este no sea un tema de actualidad, de gran importancia, con implicancias profundas en la vida contemporánea. Quizá no?, pero no deja de ser preocupante, al menos para los niños que han sido sus víctimas sexuales (que por cierto

Pero además su tratamiento puede enseñarnos algo acerca de esos patrones de doble moral que tan frecuentemente vemos por ahí… Y de los cuales la Iglesia católica es principal fuente.
 
¿Por qué los curas hacen votos de castidad? No lo preguntamos en el sentido de saber qué significado pueda tener eso en términos teológicos (si es que lo tiene. Podría preguntarse también desde la psicopatología). Lo decimos –nada inocentemente sin dudas– para poner esa práctica en tela de juicio. De lo cual pueden desprenderse otras dos preguntas.

 
Por un lado: ¿se puede seguir siendo tan “ingenuo” –para decirlo con cierta elegancia– como para creer que el celibato es posible? Por otro: ¿no es un absoluto despropósito que alguien que ha vedado voluntariamente, en nombre de una causa superior, su vida sexual terrenal, pueda erigirse en guía y consejero justamente en temas ligados a ese campo? ¿En nombre de qué alguien que borró de su vida lo sexual –al menos oficialmente– puede no sólo dar consejos sino imponer conductas a otros en ese campo? ¿Cómo unos cuantos varones supuestamente de vida asexuada pueden dictarles las reglas de su vida sexual a las mujeres? ¿No tiene esto algo de, además de injusto, profundamente psicótico?
 
La sexualidad humana, definitivamente, no es algo fácil. Y lo que en modo alguno es –¿de dónde saldría tamaño disparate?–, no es ni puede ser, es algo “puro” químicamente. Es, por antonomasia, el lugar de las contradicciones, de los malentendidos, de los fallidos. Si queremos jugar con las palabras: es el lugar de las “impurezas” por excelencia. Siendo un ámbito donde todo se juega en relación a lo que eternamente se nos escapa, a la no-conciencia es, como mínimo, dudoso que pueda sostenerse un voto voluntario de toma de distancia respecto a la sexualidad, o en todo caso, al ámbito más acotado de la genitalidad (la sexualidad es mucho más que lo genital). La sexualidad, no como instinto animal sino como campo simbólico, es constitutiva de lo humano. Es, por tanto, humanamente “difícil” (digámoslo claramente: ¡es imposible!) renunciar a ella, aunque se declare la renuncia. ¿Por qué los curas pretenderían haberlo logrado? La prueba de tal imposibilidad se revela en la cantidad impresionantemente alta de hechos sexuales de que están plagadas sus vidas: paidofilia, relaciones genitales ocultas, hijos ilegales, novias y novios por doquier. Y valga agregar –ratificando lo que es la vida sexual “normal” fuera de los ámbitos eclesiásticos–: relaciones heterosexuales y homosexuales. Lo cual no quita que, a veces, también sea posible la castidad; aunque: ¿para qué ese martirio del celibato? ¿Acaso Dios lo exige?
 
En los primeros siglos del cristianismo los ritos fundamentales de esa expresión religiosa podían ser presididos por cualquier cristiano –habitualmente eran varones, aunque también podían ser mujeres– pero progresivamente, a partir del siglo V, la costumbre fue cediendo la presidencia de la misa a un ministro profesional, de modo que el ministerio sacerdotal empezó a crecer sobre la estructura socio-administrativa que se llama a sí misma sucesora de los apóstoles. Fue en el Concilio III de Letrán del año 1179 –que también puso los cimientos de la Inquisición, la que posteriormente terminaría con cinco millones de vidas en su loca caza de brujas– cuando el Papa Alejandro III forzó una interpretación restringida del canon de Calcedonia y cambió el original titulus ecclesiae –nadie puede ser ordenado si no es para una iglesia concreta que así lo demande previamente– por el beneficium –nadie puede ser ordenado sin un beneficio (salario de la propia Iglesia) que garantice su sustento–. Con esta medida la jerarquía de la Iglesia traicionó definitivamente el sentido originario de los primeros cristianos y, al priorizar los criterios económicos y jurídicos sobre los teológicos, dio el paso para asegurarse la exclusividad en el nombramiento, formación y control del clero. Poco después, en el Concilio IV de Letrán (1215), el Papa Inocencio III cerró el círculo al decretar que la eucaristía ya no podía ser celebrada por nadie que no fuese “un sacerdote válida y lícitamente ordenado”. Con eso la alta jerarquía eclesiástica se aseguró el control social sobre su feligresía al detentar la total potestad sacro-mágica, lo que le ha servido para perpetuar hasta hoy su dominio y manipulación sobre las masas de creyentes.
El Concilio de Trento (1545-1563), profundamente fundamentalista, refrendó de modo definitivo la anterior mistificación; y luego la llamada escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, en el siglo XVII, acabó de crear el concepto de casta del clero actual: sujetos sacros en exclusividad y forzados a vivir segregados del mundo laico. Este movimiento doctrinal, pretendiendo luchar contra los vicios de la casta clerical de su época, desarrolló un tipo de vida sacerdotal similar a la monacal (hábitos, horas canónicas, normas de vida estrictas, tonsura, segregación, etc.), e hizo que el celibato (la abstinencia sexual voluntaria) pasase a ser considerado como de derecho divino y, por tanto, obligatorio, dando la definitiva confirmación al edicto del Concilio III de Letrán, que lo había considerado una simple medida disciplinar (instancia ya muy importante de por sí porque rompía con la tradición dominante en la Iglesia del primer milenio, que tenía al celibato como una opción puramente personal).
 
Hasta antes del Concilio de Letrán III hubo numerosos papas casados y con hijos. De hecho, eso era una práctica común, nadie pensaba en el celibato. Viendo la historia, pueden mencionarse varios pontífices casados: San Félix III (483-492, 2 hijos), San Hormidas (514-523, 1 hijo), San Silverio (536-537), Adriano II (867-872, 1 hija). Incluso luego de ese reaccionario cónclave del siglo XII en Letrán, muchos papas siguieron con la práctica de casarse y dejar descendencia: Clemente IV (1265-1268, 2 hijas), Félix V (1439 1449, 1 hijo), Inocencio VIII (1484-1492, varios hijos), Alejandro VI (1492-1503, varios hijos), Julio (1503-1513, 3 hijas), Pablo III (1534-1549, 3 hijos y 1 hija).
 
Más aún: después de la introducción del celibato como práctica obligada en 1563 en Trento, hubo papas que continuaron su vida sexual, por ejemplo Pío IV (1559-1565, con 3 hijos) o Gregorio XIII (1572-1585, con 1 hijo). Es decir: la instauración de una medida “administrativo-legal” no termina de ordenar la práctica cotidiana o, al menos, necesita de mucho tiempo para acabar por incorporarse plenamente en la cultura diaria. En el mundo de lo sexual –fuente de equívocos por excelencia, campo donde el deseo prácticamente no tiene límites– pareciera imposible (¿descabellado?) intentar legislar. Por decreto me tienen que gustar las morenas… ¿Y qué hago si prefiero las rubias? Y si a mi prima que es lesbiana le obligan que le gusten los morenos musculosos, ¿cómo hace? ¿Se pueden decretar los días que en que hay que hacer el amor? ¿Puede alguna legislación borrar la paidofilia?
 
En otras religiones distintas a la católica sus guías espirituales no se ven constreñidos a pasar por ese acto de renuncia, lo cual es mucho más sano. ¿Por qué el Vaticano aún persiste en esa práctica perversa? Lo criticable en todo esto no es, obviamente, que los religiosos puedan tener una vida sexual plena; lo censurable es la hipocresía con que es manejado todo el tema en el ámbito de la institucionalidad católica: se dice una cosa y se hace lo contrario.
 
Y a partir de lo anterior, entonces, podemos llegar a la crítica de fondo: ¿cómo es posible, en nombre de qué, una institución que establece pública y oficialmente la abstinencia sexual de sus miembros como su regla de oro, se arrogue el derecho de erigirse en llave moral de la sociedad, orientando, guiando, estableciendo prohibiciones incluso, respecto a las normas de vida que tocan directamente el ámbito sexual?
 
Ello, justamente, lleva a pensar en que algo de la edificación moral que constituye nuestro mundo occidental y cristiano no anda muy bien. ¿Cómo es posible que varones intolerantes, misóginos, que no saben nada –ni quieren saber por decisión expresa– de la sexualidad femenina, puedan dictaminar qué hacer y qué no hacer respecto al aborto, a la planificación familiar, al divorcio, a cómo criar los hijos? Suena extraño, ¿verdad? ¿No será hora de ir desenmascarando tanta hipocresía?

 

 

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