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La secularización sigue atascada a los 40 años de los Acuerdos con el Vaticano

El entonces ministro español, Marcelino Oreja, y el cardenal Jean Villot tras la firma de los acuerdos entre la Iglesia y el Estado. EFE

La financiación de la Iglesia y la enseñanza del catolicismo con dinero público, los puntos más conflictivos

Cuarenta años después de la firma en Roma, el 3 de enero de 1979, de los Acuerdos entre España y el Estado de la Santa Sede, se discute si deben ser reformados o suprimidos. El debate se centra en la neutralidad del Estado ante el hecho religioso; la financiación de la Iglesia: la revisión de sus privilegios fiscales; la enseñanza del catolicismo por docentes pagados con dinero público; los salarios de prelados y sacerdotes a cargo de Hacienda, y, en los últimos años, la inmatriculación de bienes del pueblo e, incluso, privados registrados por las diócesis con la sola firma de un obispo.

Una mayoría de partidos con presencia en las Cortes querrían reflejar en la legislación, por primera vez en la Transición, la secularización de la sociedad. No se hará en esta Legislatura. El Gobierno presidido por Pedro Sánchez pide esperar, pese a mantener que “hay que plantearse seriamente la laicidad del Estado”. Lo ha dicho su ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell. La visita de la vicepresidenta Carmen Calvo al Vaticano, el 29 de octubre pasado, para entrevistarse con el número dos’ del Papa, Pietro Parolín, rebajó las expectativas del encuentro ante la complicada exhumación de los restos de Franco, ahora en la basílica del Valle de los Caídos.

Plan Pastoral 2016-2020

Tampoco los obispos son partidarios de abordar ahora una reforma. En primer lugar, la competencia le corresponde al Vaticano, de Estado a Estado, no a la Conferencia Episcopal Española (CEE). Esto dijo ayer a EL PAÍS un portavoz: “Los acuerdos surgieron de la Constitución. Es uno de los primeros frutos de la llamada que hace a garantizar la libertad ideológica, religiosa y de culto. Como se dice en su artículo 16, los acuerdos hacen visible el mandato constitucional de mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica”. Pero la CEE ve imparable una reforma o la denuncia de los Acuerdos. Su llamado Plan Pastoral para 2016-2020 reconoce “la poca valoración social de la religión” por los españoles y, en esa misma línea, su presidente, el cardenal Ricardo Blázquez, señala al laicismo como uno de los peligros que amenazan “el próximo futuro nacional”.

Al margen de opiniones, la realidad es que los llamados Acuerdos se incumplen por ambas partes o regulan materias que ahora se ven como impertinentes. El primero de ellos, por ejemplo, de julio de 1976, entre otras exigencias, obliga al Papa a “notificar” al Gobierno el nombre de los obispos que quiere nombrar “por si existiesen objeciones de índole política”, y exige que “las diligencias se mantengan en secreto”; es el Rey quien nombra al vicario castrense con sueldo y grado de general de división, e impide que ningún eclesiástico pueda ser demandado criminalmente sin autorización de su obispo (si el encausado “fuera obispo, la notificación se hará a la Santa Sede”). Tampoco podrán los clérigos “ser requeridos por los jueces sobre personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio”, sin concretarlo en el secreto de confesión.

El principal argumento en 1976 para revisar o anular gran parte del Concordato franquista de 1953, que definía a la Iglesia católica como “sociedad perfecta”, fue “el profundo proceso de transformación que la sociedad ha experimentado”. También apelaba a la independencia de las partes, predicada por el Concilio Vaticano II. Grupos católicos influyentes como la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, el Foro Curas, Somos Iglesia, Redes Cristianas y varias Comunidades Populares sostienen que la supresión de los acuerdos es el camino para que su Iglesia recupere prestigio.

El Concordato de 1953 condicionó la vida y costumbres de los españoles durante 23 años; los acuerdos actuales llevan vigentes 40 (42 años el de 1976). Los cambios que ha experimentado la sociedad son un argumento de mayor peso ahora que entonces.

Entre los asuntos en conflicto destacan la financiación de la Iglesia a través del IRPF y la enseñanza del catolicismo en las escuelas. El acuerdo económico dice que es propósito de la Iglesia “lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”, esto es, la autofinanciación. No solo no se autofinancia, sino que recibe desde 2007, por concesión del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, un 37% más de dinero que lo pactado con los Ejecutivos de Felipe González y José María Aznar (256,66 millones en 2018).

La enseñanza del catolicismo en las escuelas a cargo de profesores elegidos por cada obispo y pagados por el Estado se atribuye al artículo 27 de la Constitución. “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, dice. Sobre ese texto construyen los obispos su derecho a imponer la religión y moral católica en todas las escuelas con el mismo rango que, por ejemplo, las matemáticas.

EL CONCORDATO QUE NADIE QUISO RECORDAR

Las relaciones con el Estado vaticano nunca han sido pacíficas, ni siquiera durante la dictadura pese a que Franco fue paseado bajo palio por los obispos y calificó de Cruzada la guerra civil que lo aupó al poder. “Cruzada sí, pero gamada”, advirtió el historiador Herbert R. Southworth en ‘El mito de la cruzada de Franco’ (Ruedo Ibérico. 1962). Se refería a los apoyos de Hitler y Mussolini, más la presencia de mercenarios moros en el ejército golpista.

El Concordato de 1953 se firmó sin periodistas el 27 de agosto de 1953 después de doce años de negociación. “En el nombre de la Santísima Trinidad”, empezaba diciendo el BOE que lo publicó. El primer ‘Acuerdo’ de revisión, el 28 de julio de 1976, costó una semana de gestación. El presidente Suárez había llegado al cargo 25 días antes para relevar a Carlos Arias.

La primera coincidencia entre los obispos y el nuevo Gobierno, en el poder antes de las primeras elecciones, se produjo precisamente en el nombre. No habría Concordato. Lo pidió Pablo VI, antifranquista declarado. Los tres últimos firmados por el Vaticano llevaban la huella de Hitler (el Reichskonkordat, de julio de 1933) y de Mussolini (Pactos lateranenses, de febrero de 1929), además del concordado con Franco. Había que encontrar una denominación decorosa. La expresión Acuerdos era el eufemismo ideal. Sustituía una palabra grosera para el proceso constituyente que iba a empezar un año más tarde con ánimo de consenso entre partidos laicos y partidos confesionales (aunque ninguno de los presentes en las futuras Cortes iba a llamarse Democracia Cristiana). Pese a todo, su discusión en las Cortes fue tormentosa cuando Fraga enarboló el fantasma de una nueva cruzada, lo que acongojó a Carrillo, del PCE, resignado a ceder. El católico Peces Barba, del PSOE, se justificó diciendo que los socialistas eran “laicos, pero no antirreligiosos”.

DE LA DEMOCRACIA A LA DICTADURA

La Constitución de 1978. Esta garantiza en el artículo 16 “la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”, establece que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias” y, además, añade: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

El Acuerdo de 1976. Este revisaba o anulaba parte del Concordato de 1953, que definía a la Iglesia católica como “sociedad perfecta”. El nuevo acuerdo fijaba los primeros límites en las relaciones entre la Iglesia católica y la incipiente democracia española de la mano del expresidente Adolfo Suárez.

Los Acuerdos de 1979. Cuatro documentos fijaron las relaciones entre el Estado español y la Santa Sede a nivel jurídico, educativo y cultural, asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y asuntos económicos. El económico establecía como propósito de la Iglesia “lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”, cosa que 40 años después no se ha cumplido.

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