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La religión y la COVID-19

Hace unos meses, durante el confinamiento por la COVID-19, repetimos hasta la saciedad la famosa letanía de que todos cambiaríamos para mejorar porque esa situación límite, a la que no estábamos acostumbrados y que rompió nuestra dinámica como sociedad desarrollada, nos había demostrado que hacíamos muchas cosas mal, entre las cuales estaban nuestras conductas.

Esa gran mentira, potenciada para garantizar la existencia de un sentimiento simbólico de cohesión global en ese momento de crisis, ha quedado palpable en las recientes declaraciones del rector del Santuario del Cristo de La Laguna, Daniel Padilla, en relación a las limitaciones de aforo para la celebración de la misa del 14 de septiembre, día principal de esa fiesta religiosa. Su comentario de que “hay cierto tufillo anticristiano”, alusivo a las limitaciones oficiales del número de personas que podían asistir a su interior, pone otra vez el dedo en la llaga en los comportamientos y las expresiones sin sentido, que se han prodigado en este país durante la crisis de esta pandemia.

En concreto, el discurso de este religioso se ha centrado en cuestionar ideológicamente a la Corporación de ese  Ayuntamiento (pacto entre el PSOE, Unidas Se Puede y Avante La Laguna), en vez de utilizar el poder que conlleva su cargo para sumarse al llamamiento conjunto de distintas instituciones y colectivos, que enfatizan la importancia de que todos colaboremos con una actuación ejemplar para solucionar cuanto antes este problema.

Por el contrario, su actitud demuestra que la Iglesia también coadyuva a crispar intencionadamente el ambiente para que una parte de la sociedad asimile que toda la problemática de la pandemia deriva tanto de la gestión del Gobierno nacional como el de La Laguna, en concreto, el de La Laguna, ambos de izquierdas. El paso es violentar a la ciudadanía más de lo que está y fijar su odio hacia un punto determinado, con el único fin de apoyar de nuevo a la derecha para que regrese al poder.

Este religioso, cegado por su provecho, rechaza la idea de que los baños de masas no sirven para nada en estos momentos y que, en definitiva, contribuyen a extender la enfermedad. Si fuese coherente, se daría cuenta que los creyentes continuarán siendo fieles a su religión y a su iglesia, vayan o no vayan a esta última, y que su fe seguirá intacta, evitando las grandes aglomeraciones y aportando un comportamiento ejemplar para frenar esta epidemia.

No obstante, no le interesa este tipo de feligreses ni de conductas, sino lograr la ruptura social al considerar que sus intereses, que no son otros que tener una iglesia llena, se han visto perjudicados. En esta situación, la necesidad imperiosa es mantener un protocolo sanitario, que permita la reactivación de la vida diaria bajo unas condiciones que eviten la expansión de esta enfermedad. En cambio, para Daniel Padilla el peligro de los contagios en la celebración de misas y demás oficios religiosos multitudinarios no es un problema de salubridad pública, sino un mensaje divino en forma de castigo, que debemos asumir pasivamente porque así lo requiere la obra divina.  Estamos ante la vuelta a la Edad Media, al oscurantismo, al peso de la religión condicionando la vida diaria.

Al mismo tiempo, nadie está sufriendo discriminación religiosa, tal y como, a su vez, se desprende del resto de sus declaraciones y de la concejala del PP en ese Consistorio, Elsa Ávila, que le mostró su apoyo, evidenciando con ello la misma postura. Ambos han recurrido al típico patrón de conducta de la derecha, basado en utilizar una decisión relacionada con la religión cristiana como pretexto para achacar la imposición de una sociedad laica y de presentarse como mártires de una política persecutoria por parte de políticos y Gobiernos de izquierdas.

A mi también me gustaría que, de nuevo, las bibliotecas se convirtiesen en los espacios dinámicos y culturales que siempre han sido, donde las personas, sin distinciones de ningún tipo, pudiesen entrar y salir libremente, conviviendo dentro de sus necesidades y aspiraciones personales. Sería feliz si los museos recuperasen su latido diario, con ese público incesante que valora la conservación del acervo histórico y cultural para recordarnos nuestros orígenes y el desarrollo de la civilización. Sonreiría  con los teatros llenos de público, disfrutando con las obras de compañías profesionales o aficionadas y haciendo de sus representaciones un vehículo infinito en la autopista de la cultura. Y me sentiría orgulloso si los centros de enseñanza retomasen su papel como espacios del conocimiento, donde los docentes y el alumnado no tuviesen que comportarse como científicos en un laboratorio de alta seguridad, guardando distancias y sometidos a un severo protocolo.

Pero, ¿sabe qué me haría feliz, señor Daniel Padilla? Que sus feligreses, lo mismo que los de otros miles de parroquias, asistiesen a su templo predilecto cuando quisiesen, y lo digo con toda sinceridad, a pesar de que no soy creyente. En cambio, usted no ve nada de esto, sino que está obcecado en construir, como toda la derecha y extremaderecha, el discurso de que el virus y las decisiones que se están tomando para erradicarlo son erróneas por culpa del Gobierno, al que se señalan con el eufemismo de «Gobierno comunista». Un ciclo vicioso, una vez tras otra.

Aunque usted no lo quiera, la razón y la ciencia vuelven a anteponerse a actitudes como la suya. Ahora, no es el momento de plantear otra batalla y dividir las fuerzas en medio de una guerra en la que la humanidad se enfrenta a un enemigo difícil de vencer. Las circunstancias mandan, unas que nadie tenía previstas y que lo están condicionando todo. La COVID-19 no entiende de banderas, himnos, razas, religiones, sexos y edades; solo de hacer el mayor daño posible.

Por último, su comparación de que el aforo limitado de su Santuario contrastaba con la permisibilidad para que las guaguas de transporte público se llenen de usuarios tiene una explicación: tal y como he dicho, las iglesias seguirán existiendo y cumplirán su cometido, aunque no vayan los feligreses, porque la religión es una opción y no una obligación; por el contrario, hay que garantizar la movilidad de una parte de la clase trabajadora y de los estudiantes, entre otros, y eso supone adoptar otras medidas que, en sí mismas, pueden implicar un riesgo, pero son la única manera de no paralizar la economía, además de que constituye el medio habitual y único de su desplazamiento. Ellos sí que no pueden elegir y, precisamente, se exponen a algo que no desean.

Francisco Javier León Álvarez

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.  

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