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La religión en la esfera pública

En pleno año de los aniversarios de la Independencia y de la Revolución del país, un añejo debate nacional ha cobrado nuevos bríos. Recientemente el profesor Lorenzo Meyer recordaba la historia del enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia desde el siglo XIX por hacer prevalecer la separación o la simbiosis —según se vea— entre los dos ámbitos, y de sus diversos pasajes hasta la actualidad. Señalaba que tan temprano como en 1867 con la restauración de la República, el tema de su separación parecía haber quedado zanjado, lo cual como se encargarían de mostrar otros pasajes de la historia nacional, no fue así. Tal es el caso de la Guerra Cristera (1926-1929), pasando por la normalización de las relaciones con el Vaticano en la administración salinista y la más reciente polémica en el país que ha dado lugar a una iniciativa legislativa para enfatizar la laicidad del Estado. (Agenda Ciudadana, 11 de febrero).

Nadie puede poner en duda que todo individuo goza del derecho de escoger y profesar la religión de su preferencia como parte de la gama de derechos que el Estado tiene la obligación de respetar y garantizar a las personas en apego a su libre albedrío, en cualquier Estado democrático. La cuestión es diametralmente diferente, si bien no exenta de polémica, cuando se habla de la esfera pública, en la que es fundamental mantener una clara división entre ese derecho individual y la conducción de las actividades públicas.

La separación entre Estado y religión es uno de los grandes aportes del liberalismo al Estado democrático y su práctica tiene una comprobada importancia histórica. Al mismo tiempo mantiene una vigencia elemental, ya que entraña una cuestión tan simple como profunda, es decir, busca evitar los enfrentamientos sociales, al diferenciar claramente las pistas, por decirlo coloquialmente. Las cuestiones de culto están sujetas a la doctrina y se mueven por la fe, en tanto que la política debe estar sujetas al escrutinio, la discusión y la conducción racional de las decisiones de interés general.

Como se ve, la línea de separación parece no ser tan clara en ocasiones, si bien resulta fundamental insistir en su mantenimiento. Ello hace relevante la reciente aprobación en la Cámara de Diputados, con poco más de 360 votos y el respaldo de casi todos los partidos representados, de la reforma al artículo 40 de la Constitución para incorporar el carácter de laicidad al Estado mexicano, intentando con ello reforzar la separación de los asuntos públicos y religiosos.

En la fundamentación del dictamen formulada por el presidente de la Comisión de Puntos Constitucionales, se dijo que dicha iniciativa da continuidad y confirma la trayectoria de los constitucionalistas de 1857 y 1917, constatando que con base en la experiencia colectiva nacional y de otros países, la laicidad es una fórmula eficaz para la convivencia plural.

Sin restar validez al esfuerzo parlamentario, lo cierto es que el tema amerita seguir discutiéndose permanentemente con el fin de evitar posibles retrocesos o confusiones, máxime cuando la experiencia histórica nos demuestra que el tema no ha quedado nunca saldado en realidad. Sabemos además que en un país como el nuestro, la aplicación y el respeto de la ley no son precisamente las divisas que caracterizan a la actividad pública y política. Por lo demás, debe ser reforzado a través del debate continuo y la discusión informada, a fin de lograr su amplia aceptación y conocimiento toda vez que no se trata de procesos acabados y que se decidan por el acto de un plumazo. Ello apunta directamente a la educación, que es uno de los campos primordiales en donde se requiere mantener este debate abierto y en constante evolución para beneficio de los actuales y futuros ciudadanos del país. Todos tenemos derecho a aprender y conocer el por qué de esta separación, sus causas y raíces, así como de su importancia. Los que parecen debates muertos o verdades comprobadas, al cabo de ciertas coyunturas y episodios parecen cobrar nueva vigencia. Si lo que se persigue es crear las condiciones para que los individuos se conviertan a la postre en ciudadanos comprometidos y respetuosos de las instituciones deben estar informados sobre una base permanente y, por ello, es preferible optar por la transparencia y la discusión abierta a partir de las condiciones que permitan una discusión informada.

Ello viene a colación también si se toman en cuenta experiencias contemporáneas y similares en otros países. En el estado de Texas, en Estados Unidos, por ejemplo, existen influyentes corrientes de opinión que sostienen que los autores de la Constitución estadunidense tenían la clara intención de que ese país fuera una nación cristiana, noción que han venido promoviendo decididamente en el seno de la junta estatal educativa, la cual define los parámetros de la enseñanza en esa región y que, a decir de los entendidos, podría también impactar en las directrices de la educación a nivel nacional.

Hace unos años, cuando iniciaron las negociaciones para elaborar una Constitución de la Unión Europea, se abrió un fuerte debate tras los embates de algunos de sus países miembros por incorporar en el Tratado constitucional referencias a la influencia histórica del cristianismo en la convergencia europea.

En todos lados se cuecen habas. Volveremos al tema en siguientes colaboraciones.

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