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La religión como valor turístico

Últimamente, no ganamos para sobresaltos. Terminológicos, al menos. Primero, el capo de la Patronal, Rosell, anuncia que “el trabajo fijo y seguro” es un concepto decimonónico, pasado de moda, caduco. Segundo, la Conferencia episcopal proclama que la religión tiene un valor turístico incalculable.  Si, en el primer caso, el trabajo ha dejado de ser lo que era para convertirse en lo que la Patronal diga; en el segundo, no, que pretende afianzar su presencia eterna entre las gentes, sosteniendo que quien consume turismo, también, se empapa de fe, de metafísica y de eternidad.

La religión, no solo forma parte del llamado patrimonio inmaterial –y tan inmaterial-, sino que, también, es elemento consustancial del patrimonio material de la Iglesia, cosa que ya se sabía desde hace mucho tiempo aunque no pague un duro a Hacienda por dicho inmobiliario de piedra y de alabastro. Por el contrario, una legañada turística al Vaticano cuesta la mitad del sueldo de un mileurista.

Hasta la fecha, los defensores de la presencia de la enseñanza de la religión, sea en escuelas, institutos y universidades lo hacían basándose en una axiología tan deleitosa como variopinta. Tratándose de un término tan interdisciplinar como la religión que, desde tiempos del paleolítico inferior, ha atormentado la argamasa interior del hombre, es lógico considerar que su aprendizaje y su praxis, conduzcan a cotas sublimes de realización, no solo humana, sino de ese id divino que lleva incrustado el individuo en las intercostales de su osamenta. Los obispos de este país se han hartado de decir que la religión da un plus vitamínico al ser en cualquiera de las  apariencias con que se enjuicie su desarrollo: antropológico, ético, moral, democrático, social, político, metafísico… El ser humano sin este cultivo transcendente de su composición molecular está incompleto. No puede ser feliz. Al hombre solo le redime de su barbarie y de su supuesta angustia existencial, que lleva en el ADN, el consumo bien administrado del opiáceo de la religión. Y lo dicen autoridades episcopales que pertenecen a una institución que ha hecho históricamente de la guerra un instrumento fundamental en su asentamiento terrenal y materialista. Lo que tiene una retranca cínica sobresaliente cum laude.

Pero, como dice Rosell, los tiempos cambian y con ellos los antiguos y beneméritos conceptos van dejando paso a los nuevos. Y así, los apologetas de la religión están de enhorabuena, porque además, de basarse en esa purrusalda axiológica maravillosa para defender la presencia de la religión en todas y cada una de las esferas públicas y privadas de la sociedad, ahora pueden echar mano de dos argumentos que casan bien con estos tiempos: la economía y el sistema laboral. Y ello por mor de la religión tomada como valor turístico urbi et orbi.

Las posesiones de la Iglesia producen tanto dinero que ya solo por este detalle sería necesario mantenerla, mimarla y darle lo que pida. “Su riqueza es nuestra riqueza”, como diría un salmo bíblico aunque tú no veas un euro. Es tal el volumen económico que produce a lo largo de un año turístico, que no existe empresa del mundo comparable. Es chocante que sea una institución que, abominando del capitalismo desde santo Tomás de Aquino pasando por la piedra de las encíclicas de León XIII, sea la que más divisas genere mediante el negocio del turismo religioso. Porque se trata de un negocio de los que dan dinero, mucho dinero. Eso sí, no parece que sea el suficiente para que la Iglesia se plante ante el Estado y le diga: “Basta ya de tratarme como una inválida. Ya sé valerme por mí misma, así que métete tus ayudas y subvenciones por donde diga el ministro de Hacienda correspondiente, que con mis ingresos me basto y me sobro”.

No solamente este patrimonio material –porque de inmaterial nada, no seamos ciegos-, ayuda a la Iglesia a mantenerse viva como una de esas Sociedades más ricas, sociedades lucrativas sin ánimo de lucro (sic), sino que, mucho más importante, gracias a este turismo religioso crea y mantiene una red de puestos de trabajo que ni la General Motors o el Corte Inglés en sus mejores tiempos.

Si la religión hasta la fecha ayudaba a enjugar las lágrimas del sujeto existencial por este valle de mierda y de perdición que es el mundo del FMI y del IBEX, ahora, también, alivia sus bolsillos. Al menos los de una porción de trabajadores que ayudan a que esas posesiones materiales religiosas mantengan su brillo y produzcan esa beatífica admiración en quienes las contemplan.

El turismo que genera la religión está por encima de cualquier empresa que se precie a la hora de generar empleo y sueldo. Que se sepa, aún no se han hecho auditorías externas al respecto, pero, tratándose de la Iglesia, ninguna sombra de sospecha debería recaer en sus compromisos con Hacienda y con la Seguridad Social. Si está a bien con Dios, ¿cómo no lo estará con Montoro? Y quienes critican su desmedido afán por inmatricular a destajo ermitas y edificios solariegos, lo hacen por ignorancia. Gracias a estas inmatriculaciones, ella, madre y maestra, genera puestos de trabajo gracias al turismo religioso que, paralelamente, crea alrededor de aquellas. Sería sectario e intransigente oponerse a esta dimensión nueva que recobra la religión y que tanto bienestar material produce en quienes viven de este cuento gótico maravilloso. Y no seré yo quien distraiga la atención del turista sugiriéndole que visite otras instancias menos transcendentales y metafísicas en sus viajes de ocio. Para nada. Cada persona es muy libre de llenarse los orificios estéticos y metafísicos de su cuerpo como le plazca, sea con obeliscos, con agujas o vidrieras de vetustas catedrales.

Lo que no cuadra es que mentes tan espiritosas defiendan con tanto afán la presencia de la religión en la sociedad actual basándose en un argumento de naturaleza económico-laboral. Decir que este turismo de la religión ha creado montones de puestos de trabajo y que la seguridad social, gracias a ellos, ha aumentado considerablemente el número de afiliados suena un tanto materialista en alguien que valora más la funda de su cuerpo que la piel de este.

Sorprende que el fundamento de la religión se base en una argumentación economicista, tratándose de una empresa intrínsecamente espiritual. Porque, por esa regla de tres o de Ruffini,  no se entiende bien por qué no se recupera la santa Inquisición con los puestos de trabajo que proporcionaba.  De ella, comían muchas familias. Hagamos cuenta. Se llevaban buenos estipendios el Inquisidor General, el inquisidor jurista, el inquisidor teólogo. A continuación, comían de ella el fiscal, el receptor, el calificador, el alguacil, el notario de secuestros, el escribano general, comisarios, alcaldes, nuncios, porteros y chivatos. Y, ya no digamos, el sector gremial de carpinteros, hojalateros, alcuceros, hacheros, fundidores, fijadores, herreros, forjadores… Sin olvidarnos del lado creativo de esta criminal institución que espoleaba el ingenio de  los fabricantes y diseñadores de instrumentos de tortura.

Quizás, esto sea consecuencia de los nuevos tiempos que estamos viviendo. Lo que no impide que sostengamos que este turismo religioso, además de crear generosos puestos de trabajo y avivar la fe de tanta buena gente, lo que realmente consigue es consolidar el poder absoluto de una institución intrínsecamente jerárquica y antidemocrática, incapaz de aceptar las reglas del juego de la sociedad, unos principios autónomos con que esta se ha dotado para convivir con plenas garantías constitucionales. En definitiva, principios éticos del Derecho Civil, y no derivados de la interesada interpretación de los designios sobrenaturales de Dios y de su variopinta familia numerosa.

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