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La prostitución de la fe

La fe inhumaniza contra el virus del odio, por ello hay que protegerse de las enfermedades de transmisión moral. Los casos de pederastia en la Iglesia Católica y los de abusos sexuales y violaciones de monjas en los conventos son solo la punta del iceberg que casi nadie quiere ver, aunque tengan mucha fe o la disimulen con caridad y misionerismo. Son símbolos de una cultura religiosa perversa y criminal que debería saltar por los aires, como reconocía vehemente en una ocasión la superiora de una congregación religiosa castellano-leonesa de cuyo nombre no quiero olvidarme.

La fe sustituye la mayoría de edad por la pornografía moral, esa orgía de preceptos moralistas para controlar la voluntad y el cuerpo de las mujeres. La expresión máxima de ese fornicio moral es la intolerancia frente a la incredulidad, la sátira de la virginidad, la violación de la dignidad y la expulsión de la feminidad por abyecta sublimación de quien nos da la vida. En definitiva, la fe es un virus que debilita las defensas de la dignidad. El virus de la inmunodeficiencia de la humanidad (VIH).

La abolición de la prostitución sexual será posible cuando se persiga la abolición de la prostitución moral que lideran las religiones. Porque las tres patas de la prostitución son el sexo, el trabajo y la moral. Tres fuentes de placer y de autorrealización humanas secuestradas e infectadas por los discursos misóginos de la fe patriarcal, sea ésta católica o neoliberal, pero enormemente viral.

Los sermones clericales sobre los frutos de la fe profanan la memoria de la humanidad sufriente por causa de su concepción excluyente de la fraternidad, pese a la teatralización litúrgica y proclamación de (falsa) universalidad del mensaje supuestamente divino que difunden. Quizá se hace así para soslayar los privilegios fiscales de tener fe y además eludir los delitos penales de los abusos en su nombre.

Las derivaciones fanáticas y sectarias de la religión católica siguen contando con el beneplácito y aprobación vaticana bajo la forma de carismas y congregaciones. Produciéndose el curioso efecto de haber más carismas y conventos que fieles en ellos. Promueven, en suma, una fe para fantasmas y seres que no existen. He ahí la radical inhumanidad de las religiones y sus creencias.

La soberbia de la fe se vislumbra en el retrógrado discurso de las vocaciones. Cero autocrítica ante la expulsión masiva de fieles. Cero autocrítica ante la manipulación y utilización de la pobreza africana y latinoamericana para intentar llenar los moribundos conventos y seminarios.

El privilegio de creerse elegidos no les permite darse cuenta de que la falta de vocaciones no es por los de fuera que no llegan, sino por los de dentro que se atrincheran y no dejan que otros lleguen. Su apertura y su salida al mundo son falsas, ¿dónde están los frutos a los que les gusta apelar?, ya se pudrieron. O quizá ya solo prefieren frutas exóticas y delicatessen, gourmet.

La experiencia distópica de vigilancia masiva y falaz mundo feliz de la literatura hace mucho tiempo que la practican sin sonrojo desde la impune prelatura. Porque la misión no son las personas, nunca lo ha sido, sino la supervivencia de la estructura bajo la ola, aunque se reduzca a una escultura de escayola. Una supuesta causa mucho mayor que los prescindibles individuos que dan la vida por ella. Salvar el Titanic aunque muera toda la tripulación. Que el barco llegue al cielo, aunque sea vacío. He ahí la otra radical inhumanidad de las religiones.

La religión es el mayor engaño masivo de la historia. Instrumento de supervivencia de la especie en los albores de la humanidad, pero hoy convertida en espada de extinción gradual y destrucción de la convivencia bajo la tutela de la moralidad episcopal.

La religión oficial, la de los templos y las catequesis, la del clero y los dogmas, la que arrastra al suicidio y al martirio de inocentes y disidentes, tiene poco que ver con parte de la religiosidad popular, con ese afán de espíritu de esperanza y de dignidad humana, un afán de sentido que descansa en la paz y anhela el respeto hacia los muertos, ese del que se han olvidado los partidarios del franquismo bajo palio. Un afán de amor que también comparten otros desde posturas filosóficas humanistas y ateas.

Los adalides de la convivencia “entre todos” solo la predican bajo el sacro deseo de inexistencia de los incómodos. Y a ello dedican sin cesar sus esfuerzos de exclusión disfrazada de oración.

La fe católica es tóxica para la dignidad humana porque la degrada y la pervierte, bajo premisas trucadas de libertad y amor. Su concepción religiosa de la fe se fundamenta en una práctica excluyente de la fraternidad bajo predicados de universalidad. Al final solo una fe apta para borregos y cyborgs. La persecución de herejes en los juzgados de supuestos países democráticos en pleno siglo XXI es solo una muestra. El Evangelio en sus manos es un ladrillo antes que un abrazo, un teatrillo antes que un aldabonazo en la conciencia.

Nadie entiende una fe cuyos frutos son la ira, el odio y la violencia contra los no creyentes. La exclusión del diferente, la anulación del diálogo. Aunque todo ello se disfrace de ecumenismo, en realidad es solo un velo para la invisibilización del ateísmo y la anulación del feminismo.

En un punto coinciden la visión creyente y la increyente: en la humanidad sufriente. A partir de ahí divergen y caminan en sentidos opuestos. Y las diferencias se ensanchan a medida que las orillas se alejan. El camino creyente queda inaccesible para la mayoría, que carga con una culpa permanente. El camino increyente es más accesible y menos competitivo, pero minado de peligros y ataques aéreos desde la otra orilla, sembrando una soledad indeseada que inhumaniza contra el virus del odio.

En su camino si los creyentes echan la mirada al horizonte se niegan a ver el abismo al que se enfrentan: el espejo de sí mismos, la caricatura en que han convertido el mensaje de compasión por el prójimo, el espejismo de sus profecías. En cambio, los increyentes avanzan más lentamente e incluso retroceden. Saben que tarde o temprano se verán obligados a avanzar o a naufragar, porque sus hermanos creyentes jamás se adentrarán en la orilla atea, mientras les siguen bombardeando sin tregua.

El reencuentro futuro de creyentes e increyentes se producirá quizá en las antípodas, en el extremo opuesto del diámetro que partía de la humanidad sufriente. O tal vez más que un camino circular sea un infinito retorno al desencuentro, con un único punto en común: la humanidad sufriente, siempre sufriente, sin final… hasta que la tierra aguante.

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