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La procesión fallida: ¿Cristianos contra ateos?

A los ateos, católicos romanos y cristianos que siguen su conciencia y anhelan progresar moralmente

«El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.»
(1 Juan 4: 8)

Respetables grupos ateístas convocaron una “procesión atea” –así la llamaron ellos mismos– para este Jueves “Santo” en Madrid. En una entrevista promocional, uno de sus portavoces –el de Ateos en Lucha– habló de “castigar a la conciencia católica” y de “hacer daño”, además de recordar en tono elogioso la quema de una iglesia durante la República. Hiriendo así gratuitamente a infinidad de católicos sencillos. O sea, que si estuviera pagado por sus adversarios, difícilmente podría haberse expresado mejor.

Automáticamente se puso en marcha la maquinaria mediático-social del no menos respetable, pero sobre todo temible, entramado papista. Con su olfato acostumbrado al victimismo, se olieron enseguida la carnaza y corrieron a hincarle el diente. Es fácil imaginar a los obispos, en un segundo plano, dejando hacer complacidos a sus “hazteoíres” y compañía.

La contracampaña funcionó de maravilla, el gobierno prohibió la “procesión” y, en la víspera del Jueves “Santo”, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) ratificó la prohibición. Los cristianistas ganaban la batalla por abrumadora goleada (o por incomparecencia –forzosa– del adversario).


Ateístas y cristianistas

Seguidamente apuntamos una serie de reflexiones sobre el conflicto que esperamos sean de alguna utilidad:

1. A poco que entendamos de dignidad humana, estaremos de acuerdo en que el derecho a no creer en la existencia de Dios es tan inalienable como el derecho a dudar de ella o a afirmarla. Lo mismo vale a la hora de expresar esas posturas. Esto incluye el derecho a manifestarse.

2. Las once razones aducidas por la delegada del gobierno para prohibir la “procesión” son desde relativamente discutibles (así, las relativas a la denominación de los pasos de la marcha, o a los carteles y declaraciones de los organizadores) hasta completamente peregrinas (como la gran afluencia de público esos días, con la necesidad de proteger la imagen turística de Madrid; o que la “procesión” fuera a discurrir por un enclave de alto valor histórico-artístico), pasando por alguna realmente indignante (que el día elegido fuera Jueves “Santo”). No es raro que entre los jueces del TSJM se escuchara un voto particular contrario a la resolución por basarse ésta en «meras conjeturas o hipótesis y no en hechos ciertos y objetivos».

3. Ya el recurso a tantas “razones” (¡once!) puede ser indicio de que ninguna les parece lo bastante sólida ni a sus proponentes. En vista de ello, pero sobre todo de los derechos implicados en esta historia, podríamos hallarnos ante un peligroso precedente –uno más, en realidad– en el camino a la neoconfesionalización del estado. Invocando, en el fondo, razones de índole confesional y/o cultural-identitaria (es lo que han hecho el gobierno “laicista” y el TSJM), se estaría relegando a los ateístas a la condición de ciudadanos de segunda categoría. Gravísimo.

4. En cuanto a estos últimos, en gran medida su actitud –agresivamente dogmática– no parece más que una réplica “negativa” de lo que dicen criticar. ¿Dónde está su discurso propio? Difícilmente darán imagen de tener alguno si, aunque sea con la excusa de la parodia, imitan burdamente a los otros, según lo delata el que llamen “procesión” a su protesta, o que previeran la inclusión de “pasos” en ella (es como cuando, en esos mismos entornos o aledaños, hablan de “bautizos civiles” y similares, evocando los rasgos más vacuos pero a la vez sectarios de la Revolución Francesa). Quizá con razón el agnóstico Ernesto Sabato, en su ensayo Heterodoxia, definía el ateísmo como una «secta religiosa».

5. Peor aún: como buenos progres que no saben con quién “se juegan los cuartos”, estimulan la pose victimista de quienes la usan mejor que nadie para seguir acumulando poder. Sorprende que quienes no son del todo ajenos al fenómeno neorreligioso de nuestros días –pues advierten contra la “reconquista” católica en curso– provoquen con una torpeza tan clamorosa a sus peores adversarios, que además están deseando ser provocados. Resulta particularmente pasmoso que sigan mezclando su discurso laicista, tan necesario, con inoportunas condenas generales de la religión (en particular la cristiana). Y que lo hagan en contextos donde ya se sabe quién ha buscado siempre acaparar el hecho religioso. Semejante proceder de los ateístas sólo puede complacer a esa entidad monopolista. A cuyas creencias blasfemas, para mayor gozo de la misma, reducen neciamente el cristianismo. Si fueran lacayos del Gran Tapado, ciertamente no le rendirían favores más valiosos. Tales actitudes reflejan que no es el análisis sosegado el motor de su programa; lo es más bien el típico resentimiento que adormece el espíritu crítico.

6. No ocurre así en el bando cristianista. La virulencia que manifiestan sus fuerzas de choque, por muchos fanáticos que las compongan, es la punta del iceberg de una estrategia cuidadosamente medida desde instancias mucho más frías y calmosas. Capaces de generar un proceso dialéctico que pone a sus adversarios, por lo general tan superficiales, plenamente a su servicio (en realidad, son seguramente los “provocadores” ateístas los realmente provocados).

7. De este modo se entiende mejor que los grandes violentadores históricos de la convivencia en España se permitan, a la menor “provocación”, rasgarse las vestiduras para arrinconar todavía más a quienes protestan –de manera harto estúpida– contra su sempiterna vocación liberticida. Y que vuelvan a ser ellos quienes copen las calles con sus procesiones idolátricas y, por tanto, profundamente anticristianas (argumento éste que nunca se les ocurrirá utilizar –su desprecio por la religión les impide captar estos matices– a los sufridos ateístas derrotados de antemano).

Resumiendo, lo ocurrido con la efímera convocatoria de la “procesión atea” confirma al menos tres cosas: 1. El tremendo poder y calado social de una institución privada acostumbrada a adueñarse de lo público. 2. La casi completa subordinación de este gobierno “laicista” (!) a las directrices de aquélla. 3. La impericia característica y seguramente incorregible de muchos ateístas a la hora de ejercer su derecho a la legítima denuncia.

La alternativa cristiana

Y a todo esto, ¿qué dicen los cristianos? Ojo, no los confundamos con los cristianistas. Éstos, en la práctica, mancillan las enseñanzas de Cristo. Para éste la firmeza no era incompatible con la mansedumbre. Él no buscaba imponerse sobre el otro, sino atraerlo mediante el ejemplo de amor. Puede que los cristianistas, en la práctica, no sean menos ateos que los ateístas: su falta de amor, como advirtiera el apóstol Juan, revela que no han conocido a Dios (ver cita del comienzo). Pero quizás todavía estén a tiempo.

Una respuesta cristiana a críticos aparentemente tan duros pasaría por preguntarse qué estamos haciendo mal los creyentes y cuáles son las razones objetivas del rechazo que encontramos en aquéllos. No hay nada más cristiano que la autocrítica (o disposición al arrepentimiento). Ni existe un desafío mayor, y a la vez más necesario, entre quienes se llaman seguidores de Jesús que el de mostrar amor incluso a sus enemigos, estando «siempre dispuestos a responder con amabilidad y respeto a cualquiera que os pida razón de la esperanza que albergáis en vuestro corazón» (1 Pedro 3: 15).

Cuando un ateísta arremete contra nuestra religión nos está ofreciendo una oportunidad preciosa de darle testimonio de Cristo. Si la desperdiciamos y, aún peor, la convertimos en ocasión para machacarle, demostramos que no hemos conocido a Dios. Y que puede haber actitudes peores que las propias del ateísmo activo.

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