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La política de la “libertad religiosa”

n su reunión con los senadores panistas en San Miguel de Allende el pasado día 30, Calderón instó a los legisladores, entre otras cosas, a que sacaran adelante la reforma al 24 constitucional en lo relativo a la libertad religiosa, pues, según nota de Andrea Becerril y José Antonio Román, es fundamental que en México se reconozca con plenitud la libertad religiosa. E insistió en que verdaderamente se deje atrás una era de enormes prejuicios, de injusticias, y sin abandonar la necesarísima [sic] separación entre el Estado y las iglesias, se reconozca con plenitud la libertad religiosa.

Entre los sostenedores de eso que llaman libertad religiosa se ha extendido una idea capital: que en México no hay esa libertad, no obstante que en los textos constitucionales y en la legislación derivada se establece como principio fundador la garantía por parte del orden político de la libertad de que todos los mexicanos y quienes vienen a residir en nuestro país practiquen sin taxativas el credo religioso que decidan y que más les convenga. En Europa se ha llegado a considerar como algo que define a la libertad de creencias religiosas el que la religión no sólo sea tolerada, sino que se la arme, además, con todos los elementos que le permitan hacerse presente en la vida pública, entre otros, desde luego, el que las iglesias cuenten con y administren sus propios medios de comunicación.

No recuerdo que en México se haya argumentado tal punto de vista. Y cuando empezó a cocinarse en la Cámara de Diputados la iniciativa de reforma al 24, de pronto todos los defensores de la libertad religiosa y también quienes se ostentan como personeros de los agnósticos y los ateos (sin que nadie les haya concedido ese título) comenzaron a poner el acento en la supuesta limitación constitucional y legal de dicha libertad. Los últimos, por cierto, defensores del Estado laico, así, de repente, se dan cuenta de que las libertades no son completas por el hecho de que no se les permite, en el ámbito religioso, exteriorizar las creencias de ese tipo y, por lo tanto, no existe libertad religiosa plena.

¿Por qué una creencia religiosa que no tiene límite alguno en su práctica cotidiana resulta limitada sólo porque no se le facilita exteriorizarse como lo decida el creyente? De la libertad religiosa, tal y como se la predica, se desliza hacia otros ámbitos como lo son la libertad de pensamiento y de conciencia. Ese hecho está reconocido por las legislaciones europeas y de otros Estados y se admite, sin mediación ninguna, que cuando se trata de casos en los que están en entredicho esas libertades, siempre se trata de actos de libertad religiosa. Indefinible como es la llamada conciencia ética, se acaba identificándola sin más con la libertad religiosa, incluso cuando se trata de un caso tan excepcional como lo es la llamada objeción de conciencia.

El que esas definiciones se encuentren en muchos ordenamientos jurídicos se le hace pasar como un argumento cualitativo: si allá se da el hecho, ¿por qué no debe darse aquí? Quienes así piensan deberían aquilatar mejor, como lo hizo notar juiciosamente Bernardo Barranco, lo que es este país históricamente y lo que le ha costado la separación, por lo menos formal, de la política y la religión y, ante todo, de la Iglesia y el Estado. El monaguillo de Durango, autor original de la iniciativa de reforma al 24 constitucional, es del parecer de que la falta de una definición del Estado laico limitó la posibilidad de regular adecuadamente su complemento inherente [sic] que es la libertad religiosa.

De hecho, ese diputado, sin originalidad ninguna, no hizo más que copiar, sin agregarle nada nuevo, las argumentaciones que la Iglesia católica ha venido sosteniendo en su irredentismo constitucional: si a las creencias religiosas no se abre la calle sin restricción ninguna, ni se permite a la jerarquía católica poseer medios de comunicación propios, se limitan las actividades políticas de los sacerdotes (votar pero sin ser votados) y, además, no se permite crear asociaciones privadas de naturaleza religiosa, entonces, es la conclusión, tenemos una libertad religiosa restringida. A todo ello se agregan otras inveteradas demandas de la Iglesia, como el que los padres formen a sus hijos de conformidad con sus convicciones religiosas.

Ya en los debates, el diputado duranguense no tuvo el valor de sostener sus alegatos y admitió que esas restricciones, por lo pronto, son irremovibles. Lo reconoció expresamente cuando no pudo por más de agregar en el texto del 24 que los actos públicos de carácter religioso deben respetar el orden legal, haciendo las comunicaciones de ley. También sostuvo que su iniciativa no busca abolir los principios educativos instituidos en el tercero constitucional.

Y acabó haciendo una declaración puramente gratuita: “El contenido de la libertad religiosa… es fundamentalmente negativo: es el derecho de la persona a no ser coaccionada por el Estado, por algún otro grupo o por cualquier individuo, con el propósito de moverle a creer o dejar de creer, a practicar o dejar de practicar determinada religión. De ahí que el compromiso esencial del Estado sea garantizar que no se produzcan presiones o coacciones sobre las personas, o que de producirse, habrá un remedio adecuado para que cesen y obtenga la persona la reparación debida”.

El diputado monaguillo no dio ninguna prueba de que el actual régimen constitucional y jurídico falle en alguna de esas garantías, excepto, claro, que el artículo 21 constitucional impone que para los actos públicos se debe recabar el correspondiente permiso de la Secretaría de Gobernación. El problema, empero, es que el diputado de Durango no solicita la reforma de ese artículo enemigo de la libertad religiosa. Debe ser por el hecho de que esa restricción es un montoncito de cacahuates comparada con lo que la jerarquía católica y sus adláteres evangélicos vienen exigiendo.

En eso sí el diputado se vuelve, en su iniciativa, correa de transmisión. Aparte de definir la libertad de conciencia como libertad religiosa, el legislador angélico se hace portador de los siguientes contenidos de la libertad religiosa: libertad de culto, libertad de difusión, formación religiosa, educación religiosa y asociación religiosa. Todas ellas demandas reiteradas y consuetudinarias de la jerarquía católica.

Resaltan, en particular, las formulaciones del diputado en torno a la que llama libertad de difusión: las personas pueden ejercerla, dice, manifestando sus opiniones en reuniones privadas y públicas, pasando por la creación de centros educativos de formación religiosa y comunicación pública colectiva por medios electrónicos, igual que cuando se habla de la libertad de expresión. ¿Por qué la libertad religiosa tiene necesidad de todo ello? Nadie es capaz de dar una explicación razonada al respecto; sólo se reitera que así se hace en otros países y que eso basta para que también se haga en el nuestro.

El caso del diputado López Pescador demuestra claramente que los llamados poderes fácticos también tienen sus voceros y personeros en el Congreso de la Unión. Se trata, además, de un priísta, de esos que se ponen gorras y camisetas rojas.

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