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La pasión del agnóstico

La llamada Semana Santa se ha convertido en un puente largo. Hay jóvenes y niños que no saben a qué responde eso de ir con unos palmones a la iglesia. Dentro de unos años, esos mismos jóvenes irán de viaje a la India o a algún país de mezquitas y no dudarán en quitarse los zapatos y embelesarse con la espiritualidad de los pueblos lejanos. La espiritualidad no es lo mismo que la religión. El espíritu forma parte de una necesidad de depuración personal. Es buscar la soledad y encontrar un momento de sosiego. Comparto con el compañero Josep Maria Espinàs esa prevención ante todos aquellos que pretenden ir a buscarse a sí mismos y que se van al desierto o a la cima de una montaña pensando que su verdadero yo está precisamente ahí. Al igual que Espinàs, yo tampoco quiero buscarme, porque, en el supuesto de que me encuentre, ¿qué sucedería si nada de mí me gustase?
No nos buscaremos, pues. Pero sí vale la pena hacer un hueco a esa idea del espíritu que, curiosamente, siempre tiene connotaciones tristes. A la gran mayoría de gente que se declara agnóstica, la pulsión espiritual siempre le sobreviene en momentos trágicos. La muerte de un amigo, la sospecha de la enfermedad, el dolor de la injusticia. Es entonces cuando los músculos se adormecen y no sabemos qué hacer en un mundo que nos está escupiendo. Hay gente que, en estas circunstancias, cambia de rituales y pretende encontrar la felicidad en una meditación relajada, en el cansancio del cuerpo o en el proselitismo infantil de iglesias nuevas con mensajes antiguos.
La verdad: no hace falta. El espíritu es algo individual y no precisa de multitudes. A veces, la espiritualidad se encuentra en un poema, que es, al fin y al cabo, la destilación de la belleza de lo vivido. En Semana Santa, si efectivamente queremos disfrutar de unos días distintos, más bien hace falta huir de las multitudes, incluso de las multitudes de dos. Se trata de buscar en las palabras el consuelo de aquellas pequeñas sensaciones que iban carcomiendo nuestra conciencia y que, por fin, hemos logrado identificar. El ser humano tiene una insistente tendencia a la antropomorfización de lo que le rodea. De ahí que pensemos que los animales piensan. De ahí que lloremos la muerte de una planta o que ofrezcamos conciertos de Bach a las gardenias. Pero el supremo gesto que nos eleva por encima de las bestias no es el pensamiento, sino la posibilidad de ir a buscar nuestro espacio de soledad voluntaria. Siendo sociales, seremos individuales. Siendo pragmáticos, seremos quiméricos. Siendo artífices de la razón, nos dejaremos llevar por el espíritu.
La Semana Santa para agnósticos no ha de servir para abominar de las mitras y de las Copes. Solo los necios cuando señalan la Luna miran el dedo. Son muchos los creyentes que están ejercitando una fe de bricolaje, esa fe que no entiende de manuales de instrucciones, sino que busca –con todas las dudas– la presencia del hombre en el mundo. Hundidos por las palabras de la crisis, estos días serían los días óptimos para pensar en aquellos que viven en la crisis permanente de la escasez y que todavía aspiran a que el sol salga por el horizonte del oriente.
Pese a todo, dudo que exista el agnóstico perfecto. Todo el mundo tiene una causa por la que luchar y una tentación por vencer. Que estos días en los que la tierra tiembla y las palabras nos confunden sean una manera de dar sentido a nuestra irrenunciable pasión por vivir.

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