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La muerte digna es el martillo de los brujos

Entre los libros más infames de la historia, además de alguna de las historietas de Pío Moa, el terrorista historiador, está uno de la Iglesia Católica llamado “Malleus Maleficarum”, el martillo de los brujos. Escrito en la segunda mitad del siglo XV por un dominico misógino y de dudosa salud mental, Jacobus Sprenger, fue durante tres siglos el libro de cabecera de la Inquisición, organismo de la Iglesia del que sería presidente, cinco siglos después, el actual papa Ratzinger.

El resultado de esta demencia institucional fue la muerte en la hoguera de no menos de 20.000 “brujas”. Brujas, digo bien, porque inmediatamente la brujería pasó a ser cosa de pérfidas mujeres. El autor recogía las palabras del Eclesiastés (7:26), ese libro sagrado que se lee todos los días en misa sin que la policía detenga al cura por apología del terrorismo y el maltrato, ese libro sagrado en que se nos previene de que “he hallado más amarga que la muerte a la mujer cuyo corazón es redes y lazos; y sus manos, ligaduras. El que agrada a Dios escapará de ella; mas el pecador quedará preso en ella.” A las brujas se les acusaba de devorar niños, de mantener comercio carnal con el diablo, de lujuria desenfrenada, de causar la esterilidad en los hombres, de provocar granizo y tempestades…

Ahora, como a los curas les hemos quitado la potestad de enviar a la hoguera a los disidentes, en venganza se oponen a regular por ley la “muerte digna”, como sí han hecho en Aragón y Andalucía, y de paso amenazan en el confesionario a los fieles del PP con penas de infierno como se les ocurra aprobarla en el Congreso. A los que utilizamos el instrumento de la razón, la muerte en la hoguera nos parece una pena indigna, mientras que para ellos eso de la muerte digna es poco menos que una cobardía, porque, como decía el obispo Fernando Sebastián, con sonrisa resabiada,  “Cristo no tuvo cuidados paliativos”. Como diciendo, para huevos, mi Cristo.

Ya veis, su sinrazón nos persigue hasta el mismo lecho de muerte. Lo que demuestra que las religiones no sirven para vivir ni para morir.

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