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La mezquita y sus enemigos

Los oponentes de Park 51 se refugian en el relato religioso de los ataques terroristas. La otra opción -que la política de EE. UU. estaba en el punto de mira terrorista- es demasiado inquietante.

La oposición al plan de construcción de una mezquita junto a la zona cero, el lugar en el que cayeron las Torres Gemelas del World Trade Center el 11 de septiembre del 2001, presenta varios matices. Dice mucho en favor de muchos de los oponentes del proyecto que hayan evitado la zafia intolerancia que está llegando a ser un rasgo habitual de las posiciones de derechas en Estados Unidos, pero incluso los críticos moderados de la mezquita (en realidad, un centro cultural islámico con una sala de oración llamada Park 51) revelan en sus argumentos dos tesis que son tan discutibles como arraigadas están.

La primera de esas desafortunadas tesis es la de subestimar la intolerancia social como una amenaza a la libertad. Pese a que reconocen las impecables credenciales legales del proyecto, sus oponentes exigen que se sitúe en otro lugar con el argumento de que incluso una conducta totalmente lícita puede ser ofensiva para un grupo de ciudadanos. Hace más de 150 años, en su ensayo Sobre la libertad, John Stuart Mill desbarató la creencia de que la búsqueda de libertad individual es, por encima de todo, una lucha contra el Estado. Dicha creencia destaca en el arsenal retórico de los conservadores de EE. UU., pero como cualquier miembro de una comunidad históricamente perseguida atestigua -desde los homosexuales hasta los judíos-, la intolerancia social puede limitar los derechos civiles tanto como una ley.

De hecho, hasta que en 1967 una resolución del Tribunal Supremo acabó con las leyes antimestizaje en todos los Estados Unidos, los matrimonios interraciales eran una rareza incluso donde estaban permitidos. En una nación de leyes como Estados Unidos, resulta falso e injusto conceder la protección legal a un derecho – en este caso el derecho a adorar a Dios como consideren oportuno- y después prohibir selectivamente su ejercicio de facto porque una mayoría o minoría se sienta ofendida. Así pues, los estridentes llamamientos para que se detenga el proyecto Park 51 son una amenaza tan grave a la libertad como una total prohibición legal.

La segunda -y más odiosa- tesis de los oponentes de Park 51 se refiere a lo que ocurrió en septiembre del 2001. Algunos de los adversarios del proyecto afirman que debe ser detenido, porque será un homenaje a los perpetradores de un acto despreciable. Subyace a ese argumento la idea de que el ataque fue un acto explícitamente religioso cometido por un credo enemigo, cuyos fieles -incluso los que denunciaron su atrocidad- merecen que se limiten sus derechos constitucionales. Al sentirse incómodos con esa lógica, otros oponentes niegan el carácter religioso de la polémica.

Sin embargo, el problema real es otro. De momento, dejamos de ver los ataques terroristas del 2001 como una declaración puramente religiosa, nos vemos obligados a afrontar el elefante en la habitación: los ataques fueron, esencialmente, una declaración política. En su raíz es posible encontrar decisiones de gobiernos de EE. UU. adoptadas a lo largo de los años, desde el fomento de alianzas con regímenes corruptos de Oriente Medio hasta el mantenimiento de una destacada presencia militar en Arabia Saudí y las muestras de desatención general a la difícil situación de los palestinos en los territorios ocupados.

Las políticas resultantes de dichas decisiones pueden ser o no necesarias para los intereses de la seguridad a largo plazo de Estados Unidos, pero resulta indiscutible que han avivado una reacción violenta en el mundo musulmán.

Durante casi un decenio, todos los intentos de dar una nueva forma al debate sobre los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 para alejarlos del predominante relato teológico han sido calificados de subversivos y antipatrióticos. No resulta discutible precisamente que en el debate público en EE. UU. se ha rehuido sistemáticamente un examen de las inquietantes cuestiones políticas que se ocultan bajo dichos ataques, si bien en modo alguno los justifican.

Tal vez sea esa la razón por la que la mayoría de los oponentes de Park 51 se han refugiado en el relato religioso de los ataques terroristas. La otra opción – que la política de EE. UU. estaba en el punto de mira terrorista- es demasiado inquietante para que esos oponentes la tengan en cuenta. Lo único que podemos esperar es que el público rechace no sólo que se desbarate la construcción del proyecto de Park 51, sino también las impugnadas tesis en que se basa la oposición a él. Así se reafirmarán la libertad y la tolerancia americanas.

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