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La libertad espiritual III

Opiniones y réplicas sobre el concepto de libertad espiritual en un libre y excelente debate, muy clarificador y de un alto nivel, que han entablado tres de nuestros socios, ante la utilización de esa expresión.

RESPUESTA A JUAN FRANCISCO GONZÁLEZ BARÓN:
SOBRE MI VOCABULARIO
Henri Peña-Ruiz

14 de diciembre de 2009

Entre defensores de la laicidad, los debates deben plantearse desde el rigor y la honestidad intelectual. Esto quiere decir que en ningún caso deben caer en la amalgama, en el enfoque reductor tan propio de las posiciones que critican, ni en el ataque polémico o la insinuación tendenciosa. Teniendo presente este principio básico pretendo responder a Juan Francisco González Barón (JFGB en el texto a partir de ahora), cuyo gran mérito es el de haber jugado un rol decisivo en la fundación y posterior puesta en marcha de nuestra asociación Europa Laica, tan querida tanto por mi razón como por mi corazón. Sin embargo, los términos en los que ha planteado su argumentación crítica sobre mi vocabulario cuando menos me han sorprendido.

En primer lugar resumiré las cuatro críticas principales que me dirige JFGB, y que ha reiterado de nuevo al hilo de la publicación de la Antología laica, obra redactada con mi amigo César Tejedor de la Iglesia con el objetivo de proporcionar a todo aquel que pretenda defender y promover la laicidad un manual sólido, articulando aclaraciones conceptuales y textos de referencia.
En su primera crítica, JFGB me acusa de haber utilizado un vocabulario de tipo teológico cuando recurro a las nociones de opción espiritual y de libertad espiritual. En su segunda crítica, ligada a la primera, da por sentada una identidad entre dos expresiones que son, sin embargo, bien distintas: libertad espiritual y libertad religiosa. Se trata de una amalgama muy sorprendente y no demostrada. En su tercera crítica, JFGB me acusa de mantener una tipología reductivista del amplio abanico posible de cosmovisiones, término que, sin embargo, no he utilizado en ningún momento. Se refiere en este caso a la distinción que hago habitualmente entre las convicciones humanas en relación a la existencia de Dios: la creencia religiosa, que la afirma; el ateísmo, que la niega; y elagnosticismo, que suspende el juicio. Finalmente, en su última crítica, JFGB me pretende aleccionar sobre mi pretendida “complicidad” con la noción de libertad religiosa, noción que sin embargo no utilizo jamás, si no es para criticarla como no pertinente. Para finalizar, JFGB parece afirmar que poco importa al fin y al cabo si yo pienso otra cosa diferente de lo que él me atribuye al leer mis palabras, puesto que ellas tienen inevitablemente las consecuencias que él les atribuye. En definitiva, una de dos: o soy complice de los adversarios de la laicidad, o no sé explicarme con rigor y no mido responsablemente el alcance de mi vocabulario. Reconozcamos que la insinuación es incisiva, y bastante desagradable en tanto que sustituye el argumento por la invectiva.

Gracias, querido JFGB, por haber pretendido “corregirme”…, pero antes de saber si verdaderamente debo hacerlo, tengo que dar algunas explicaciones. Después de haberlas planteado, no estoy seguro de que deba modificar mis conceptos.

El primer reproche es, por tanto, que el hecho de utilizar la expresión opción espiritualsupondría retornar inevitablemente a un vocabulario teológico, inaceptable para un laico. Este reproche es claramente un juicio de intenciones, que me deja consternado al provenir de un hombre tan culto como JFGB. Mantengo que la noción de espiritualidad es bien distinta que la de religión, y que la versión religiosa de la espiritualidad no es más que una forma particular en la que esta puede desarrollarse. Existen formas de espiritualidad no religiosa, a pesar de que las religiones han pretendido durante cerca de veinte siglos apoderarse de la vida espiritual y monopolizarla. En primer lugar, es importante distinguir la vida del espíritu, que se expresa especialmente a través de la ciencia, la filosofía, el arte, y todas las actividades de la conciencia humana, entre ellas lacreencia religiosa, que no es más que una versión particular de aquella. Es preciso igualmente distinguir la actividad del espíritu de lo que es su soporte ontológico. Los espiritualistas piensan que solo se puede dar cuenta de tal actividad si asumimos la hipótesis de la existencia de una realidad distinta del cuerpo, mientras que los materialistas afirman que la materia puede pensar, en su nivel último de organización, y en consecuencia puede explicar esta actividad espiritual (es la tesis de Engels en suDialéctica de la naturaleza, donde habla del “espíritu pensante”, “floración suprema de la materia”). Ni Marx ni Engels, materialistas bien conocidos, abandonan el término “espíritu” o “espiritualidad”, al mismo tiempo que hacen una crítica filosófica muy metódica del espiritualismo. ¿Se puede decir que sean inconsecuentes, o incluso inconscientemente prisioneros de un vocabulario teológico? Ni mucho menos. Piensan simplemente que hablar de vida espiritual no significa necesariamente ser “espiritualista”, si por tal entendemos una afirmación de la inmaterialidad del pensamiento. Por tanto, tampoco significa someterse necesariamente al vocabulario dualista de la religión. Lucrecio, pensador materialista, no otorga a la vida espiritual un soporte inmaterial. Así, escribe igualmente en el tercer libro de De natura rerum que el espíritu (“animus” o “spiritus”) está constituido de átomos muy sutiles con movimiento muy rápido. De la misma manera, Diderot considera que hay una esencia material del soporte propio de la vida pensante. Es la religión la que defiende una ontología espiritualista y afirma un dualismo entre el cuerpo (que tiene la característica de la “extensión”), y el espíritu (que no tiene “extensión”). Por otra parte, es preciso recordar a JFGB que los términos griegos psyché y el término latino spiritus hacen referencia en primera instancia a algo muy material: significan “soplo de aire”. Cuando Hegel afirma que las pirámides de Egipto o las pinturas del Renacimiento son obras espirituales, hace un uso muy amplio del término espíritu (geist en alemán). Otorgarle el monopolio de la espiritualidad a la religión es hacerle una concesión inesperada y confirmar uno de los argumentos de los que por otra parte se sirve para hacer creer que fuera de ella no puede darse ningún tipo de vida del espíritu humano. JFGB podría también leer a Spinoza, gran pensador laico, defensor de una espiritualidad no espiritualista. El alma (mens) es para él la idea de cuerpo, su conciencia de sí mismo. Más cerca de nosotros en el tiempo, un filósofo como André Comte-Sponville ha escrito un libro titulado L’esprit de l’athéisme (Editions Grasset, Paris), donde utiliza explícitamente el concepto de “espiritualidad atea”. En resumen, ¡yo reivindico la utilización del término “espiritual” sin tener que ser por ello acusado de favorecer inconscientemente a la religión! Si hubiera que abandonar ciertos términos bajo pretexto de que han sido utilizados por las religiones, entonces habría que renunciar incluso al término “laico” (laïc, laikos), utilizado por la Iglesia para referirse a aquel que no juega ningún rol oficial en la institución religiosa, a diferencia del “cleros”. ¿Habrá entonces que llamar de forma diferente a nuestro movimiento “Europa laica”, que estaría utilizando así un vocabulario teológico?

El segundo reproche se deriva de la formulación del primero. Intelectualmente, es muy extraño por la petición de principio que contiene. Según JFGB, al referirme a la libertad espiritual estaría haciendo referencia subrepticiamente a la libertad religiosa. He aquí una amalgama no demostrada, efectuada autoritariamente, entre espiritual y religioso. Por mi parte, no he defendido nunca la noción de “libertad religiosa”. Siempre la he criticado claramente diciendo que esta “libertad” no se refiere más que a un caso particular de la única libertad que habría que defender, a saber, la libertad de conciencia, que no es ni atea ni religiosa. Invito a JFGB a encontrar una sola línea en mis libros que diga lo contrario. Todos los que me han escuchado en mis conferencias saben muy bien a lo que me refiero: siempre he criticado esta noción de libertad religiosa, precisando que para hacer la defensa de un principio no hay que darle nunca una visión reductivista, sino llevarlo a su extensión más general. Demostración: si la libertad religiosa es la libertad de adherirse a una religión, también lo es de cambiar de religión, o de no adherirse a ninguna. ¿Llamaríamos entonces “libertad atea” a la libertad de no adherirse a una religión? Tal es el paralelismo que hago a menudo para invalidar la noción de libertad religiosa y decir que el único principio aceptable, por su universalidad, es el de libertad de conciencia, o incluso libertad espiritual. Subrayo, por tanto, que la libertad de conciencia implica la autonomía de juicio, tal y como la fundamenta y alimenta la educación laica. En cuanto al concepto de libertad espiritual, es de la misma manera más general que el de libertad religiosa, puesto que estipula la libertad que debe tener cada ser humano de disponer de su espíritu, de su actividad espiritual multiforme. Si admitimos la irreductibilidad de la espiritualidad a la religión, como pienso que debemos hacer en razón de los argumentos precedentes, no alcanzo a ver de ninguna manera por qué el recurso a la noción de libertad espiritual equivale a una revalidación de la noción de libertad religiosa. La amalgama y la visión reductivista no son demostraciones racionales, sino instrumentos polémicos que se ajustan muy poco a la deontología del pensamiento.

En su tercera crítica, JFGB me acusa de proponer una tipología reductivista del abanico posible de visiones del mundo. Sin embargo, yo nunca he pretendido construir tal tipología, ni tampoco he hablado nunca de “visiones del mundo”, sino que persigo un fin mucho más modesto. No se trata más que de mencionar las diferentes actitudes de los hombres ante la creencia religiosa, y no pretender hacer el inventario exhaustivo de las grandes representaciones del mundo, término muy general que incluye de hecho la multiplicidad de los elementos en juego en la concepción de la existencia humana. Como filósofo y profesor de filosofía, soy demasiado consciente de la diversidad de estas concepciones y de su riqueza como para pretender reducirla a una tripartición simplista. También en este punto, tenemos el derecho de preguntarnos si JFGB se refiere a mis escritos o a otros por los que él los sustituye. En realidad, la distinción que yo efectúo habitualmente atañe únicamente a las convicciones humanas en lo que concierne a la existencia de Dios: la creencia religiosa, que afirma esta existencia; el ateísmo, que la niega; y el agnosticismo, que suspende el juicio. Antes de inventarse el reproche de “simplista”, JFGB debería preguntarse de qué estoy hablando cuando propongo esta tipología. Ello le evitaría sostener una apreciación por lo menos apresurada e infundada.

Finalmente, en su última crítica, JFGB propone que quizás yo no pienso lo que él me atribuye, pero que tal es realmente el efecto de mi vocabulario, desde su punto de vista contestable. En definitiva, viene a afirmar que yo no habría medido el alcance de lo que escribo, ¡y es bueno que un maestro me lo recuerde! Me gustaría mostrar a JFGB que su interpretación forzada y tendenciosa de mis conceptos solo se puede defender desde su propia lectura, y que no es legítimo inventar un abismo entre el sentido que yo doy a mis términos y el que se sigue de ellos sin saberlo yo. JFGB es libre de interpretar las cosas a su manera, pero no de atribuirme una diferencia que no acepto entre lo que yo escribo y lo que algunos lectores pueden interpretar a partir de lo que escribo. Por otra parte, JFGB habla de “complicidad” por mi parte con la teología, lo que significa que yo seríasubjetivamente responsable de los malentendidos que él imagina, y no soloobjetivamente. Si las palabras tienen un sentido, el “complice” es intelectualmente y psicológicamente responsable de las representaciones que él mismo suscita por su vocabulario. De ahí la pregunta que plantea JFGB: ¿Soy consciente, o inconsciente de los efectos a su juicio perniciosos de mi discurso? En el primer caso, sería “complice”. En el segundo caso, no tendría suficiente dominio intelectual. Por supuesto, rechazo las dos hipótesis, no por orgullo, sino simplemente por la exigencia de respetar el máximo rigor. En la observancia de esta exigencia he desarrollado los argumentos precedentes.

Concluyamos. Las polémicas precipitadas, los análisis reductivistas, y las amalgamas poco escrupulosas impiden alimentar un diálogo sereno. Un auténtico defensor de la laicidad tiene cosas mejores que hacer que enfrentarse a otro de una manera tan poco respetuosa desde el punto de vista de la deontología de la reflexión. Platón decía que el diálogo filosófico es amistad (philia), incluso en el seno del desacuerdo, y no discordia malintencionada (eris) o combate ciego (polemos).

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Forman parte de este debate:

Libertad espiritual I (Artículo inicial de Juan Francisco González Barón)

Libertad espiritual II (Réplica de César Tejedor)

Libertad espiritual IV (Respuesta de Juan Francisco González Barón)

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