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La laicidad, fundamento de la convivencia republicana

Intervención de Gérard Delfau, presidente de EGALE, delante del grupo de trabajo Laicidad de la AMF, el 4 de febrero 2015

Los 7 y 9 de enero pasados, en dos lugares diferentes, tres franceses han asesinado a 17 de nuestros conciudadanos en nombre de una concepción delirante del Islam. Los que les inspiraron pretenden que se encontraban en una “guerra santa” contra “infieles”. Así llamaron a los periodistas-caricaturistas de Charlie Hebdo, y también al policía encargado de la seguridad del director de la redacción, varias veces amenazado de muerte, o también al personal de mantenimiento o de administración presente. Con Charlie Hebdo, es la libertad de pensamiento, el espíritu crítico frente a todos los dogmas, todas las autoridades, políticas o religiosas, que se quiso asesinar. Dos días después, en una tienda casher, otro asesino loco la emprendió contra un lugar frecuentado por un público de confesión judía. Mató a sangre fría, sistemáticamente, por antisemitismo. Cada vez, es la laicidad que está herida de muerte. ¿Cómo no partir del recuerdo de estos trágicos sucesos para abordar el tema que habéis elegido para nuestro encuentro? Por esta razón, el hilo conductor de mi intervención, retomando el magnífico editorial de Gérard Biard en el último número de Charlie Hebdo, será: Para que su muerte no haya sido inútil, tenemos que volver a apropiarnos de la laicidad, y le cito: “No la laicidad positiva, no la laicidad inclusiva, no la laicidad no sé qué, la laicidad y punto”. Este sentimiento de urgencia y de horror va a influenciar vuestra reflexión. Evidentemente, lo comparto. Y sin embargo, improvisar una respuesta en caliente equivaldría a rendir las armas de antemano, con el riesgo de que dicha respuesta sea demasiado simple y sobre todo unilateral. Sería el peor de los regalos que podríamos hacer a esta ideología de la muerte y de los atentados-suicidas, y lo más contrario a la esencia de la laicidad. Y no es lo que habéis querido hacer. Si habéis creado esta comisión y decidido dedicarle tiempo, es porque pensáis que la razón exige sangre fría frente a la barbarie; y que la reflexión colectiva precede necesariamente toda toma de decisión cuando se produce lo impensable. Este es el pensamiento que me anima al intervenir delante de vosotros. Valorando el honor que me concedéis al asociarme a vuestras reflexiones, intentaré ofreceros modestos elementos de respuesta a las preguntas que os formuláis: ¿cuál sería la buena definición de la laicidad, la que nos facilitaría una reacción adecuada a nosotros, políticos electos, frente a una provocación, a un desliz o una anomalía causados por la concepción patológica o simplemente extremista de una religión, sea cual sea? Para contestar, no voy a utilizar una terminología jurídica, ni desarrollar un argumentario complejo sobre el principio de laicidad. Mis dos puntos de apoyo serán la búsqueda del patrimonio común acumulado en dos siglos sobre este tema y de la luz que nos puede dar el conocimiento de la historia, que es según mi criterio el mejor instrumento que tenemos para comprender el mundo en el cual vivimos. Entremos ya en el tema.

El patrimonio común: primeros elementos para una definición

La laicidad es el fundamento de nuestra convivencia republicana, y el término “republicano” es consubstancial a nuestra concepción de la convivencia. Permanece única en el mundo, pero tiene vocación de universalidad, como lo prueba hoy el eco que encuentra en el mundo arabo-musulmán. Tiene sus raíces, desde la IIIª República, en la creación de la escuela “pública” y “laica”, gracias a las leyes Ferry-Goblet: “Hay que separar escuela e Iglesia”, dijo Jules Ferry en un discurso famoso. Desde entonces, se fundamenta en el concepto de ciudadanía, que es superior en nuestra tradición a cualquier pertenencia religiosa o filosófica. Por esta razón es mejor evitar la fórmula “comunidad musulmana” o “judía”, etc., usada en Estados Unidos o Gran Bretaña. Como lo acaba de recordar el Primer Ministro, sólo existe una comunidad, la Comunidad nacional.

La etapa decisiva se sitúa, claro en 1905, con la ley de separación de las Iglesias y del Estado. Esta ley establece, desde su primer artículo, la noción de libertad de conciencia, es decir libertad de creencia, o de no-creencia o simplemente de indiferencia frente a lo sagrado. En consecuencia, se opone a la primacía de una religión de Estado en la vida pública y a la organización comunitarista de la sociedad, fundamentada en la pertenencia religiosa y/o étnica, frecuente en los países anglosajones. Es un factor de paz civil y de fraternidad.

Más adelante, a partir de los años 1960, acompaña la lucha para la igualdad de derechos de las mujeres y de las minorías sexuales, una etapa importante y una temática que nos moviliza todavía hoy.

Pero permitidme profundizar más en su originalidad.

Fundamentada en una concepción humanista de la sociedad, es decir con el hombre como única referencia, rechaza toda injerencia de una religión en el establecimiento de los comportamientos sociales y de las normas morales, toda referencia a un dogma, a una “verdad revelada”; la rechaza en la elaboración y la aplicación de la ley republicana, o en la gestión de nuestras colectividades terrritoriales. No niega las religiones; las respeta, pero las limita al ámbito privado, garantizando a la vez la libertad de culto. De esta manera, se asegura de que ninguna interfiera en la elaboración de la regla común o discrimine entre tal o cual categoría de ciudadanos con creencias diferentes. Lejos de ser antirreligiosa, es la garantía de la no-discriminación entre una religión dominante y una religión minoritaria, al contrario de lo que ocurría en el Antiguo Régimen, cuando la Iglesia católica perseguía a los protestantes con el apoyo del poder político. Todavía hoy, en los países donde existe una religión de estado, por ejemplo Grecia, Malta o algunos Länders alemanes (Baviera, Bade-Wurtemberg, Sarre, etc.) se produce una forma de discriminación de las religiones minoritarias y aún más de los no-creyentes. La laicidad asegura una plena igualdad entre los creyentes, sea cual sea su confesión, y los ateos, agnósticos, libre-pensadores que son a día de hoy mayoritarios en nuestro país. Esto es lo que la hace única en el mundo. Llegados a este punto de mi razonamiento, podría resumirlo así: libertad absoluta de conciencia, igualdad de derechos para todas y todos, paz civil: estas son las tres características del principio de laicidad.

Para decirlo de otra manera: la laicidad permite conjugar en presente nuestra divisa republicana: Libertad, Igualdad, Fraternidad. La divisa republicana, asociada al concepto de Laicidad, es la base de nuestra democracia, e ilumina más allá de nuestras fronteras.

La laicidad no es una religión

Unas palabras más para llevar esta clarificación a sus últimas consecuencias: al contrario de lo que expresa el lenguaje corriente y de los atajos de los medios de comunicación, no hay por un lado los laicos y por otro los católicos, los judíos, los musulmanes, los budistas, etc. La laicidad no es una religión, o una creencia, ni siquiera una convicción entre otras; no se confunde con el ateísmo o el libre pensamiento. Se puede ser laico y cristiano, laico y judío o musulmán, laico y ateo, laico y libre-pensador, laico e indiferente. Pero se puede también pertenecer a una de estos grupos y no ser laico: el fundamentalismo musulmán, como el integrismo católico o judío o protestante en su versión evangélica, rechazan la concepción laica de la sociedad democrática. De la misma manera, algunas corrientes de pensamiento que se proclaman “laicas” y son en realidad antirreligiosas, no son fieles al espíritu de la ley de 1905 y a nuestra tradición.

Un ejemplo, sacado de la historia del siglo XX, permitirá clarificar este punto del debate: la Unión soviética, que se proclamaba “atea” en su Constitución y perseguía toda forma de religión, era todo lo contrario de un país laico. Es significativo que al cambiar de régimen político al transformarse en Rusia, haya evolucionado hacia una sumisión a la Iglesia ortodoxa. La religión ancestral ha suplantado el “sistema religioso” – empleo intencionadamente esta expresión – que había impuesto la Revolución de 1917, con sus libros sagrados y sus profetas: Carlos Marx y Lenin. No faltaban ni el clero ni los dignatarios que eran los cuadros del Partido Comunista. Se había implantado un aparato religioso completo. Este hecho está lleno de enseñanzas. Nos enseña los riesgos de una laicidad que se confunde con el ateísmo de Estado o con una ideología entre otras.

Pero, ¿qué es la laicidad?

Antes de seguir, tengo que contestar de nuevo a la pregunta: ¿qué es la laicidad? Lo voy a hacer ahora de manera más técnica. La laicidad, desde hace más de un siglo, tiene dos sentidos. Es un modo de organización jurídica y política de la sociedad, la “laicidad-separación”, producto de la ley de 1905; pero es también un acercamiento filosófico a la convivencia, que califico de humanista porque no se refiere a ningún dogma religioso, a ninguna verdad “revelada”, y que no está sometida a ningún aparato religioso. Pero cuidado, he dicho “acercamiento filosófico”, o si se prefiere, concepción de conjunto de la vida en común; no he dicho: doctrina, sistema, o teoría, a la manera del marxismo o del darwinismo. No es una filosofía, como el racionalismo o el positivismo. Su vocación no es dar una interpretación del mundo o contestar al enigma del universo. No tiene ningúna pretensión globalizante. Desconfía de todo sistema cerrado y jerárquico, cuya capacidad de opresión le asusta. Es un caminar hacia la verdad, no la exposición de una Verdad. Es a la vez hija de las Luces y de la Separación de las Iglesias y del estado. Por consiguiente, su contenido es más complejo que lo que se dice en la vida cotidiana. Y es muy importante ser consciente de este hecho si se quiere estar cómodo frente a los problemas concretos que se plantean a los políticos municipales, a los docentes, o simplemente a toda persona en situación de autoridad. De paso quiero apuntar que puedo hacer la misma reflexión a proposito de las relaciones entre moral y laicidad: existe, según mi criterio, un acercamiento laico a la moral; no hay una moral laica que sería el enunciado de prescripción de normas que podría ser labelizadas o etiquetadas.

Una perspectiva más amplia gracias al conocimiento de nuestra historia

Evidentemente, lo que describo como “laicidad a la francesa”, es nuestro ideal, tal como se ha forjado difícilmente, a contracorriente de un orden político-religioso instalado durante siglos: fueron necesarios la sacudida causada por Voltaire y el Siglo de las Luces, y la fractura de la revolución francesa, para empezar este proceso que sigue siendo todavía hoy único en el mundo, y dibujar este horizonte. Pero se trata de un objetivo que estamos lejos de haber alcanzado y soy más consciente que nadie del camino que nos queda por recorrer. Mantener vivo este ideal y este modo de organización de la sociedad, día tras día, cuando se ejercen responsabilidades municipales, es actualmente una tarea complicada, a veces ingrata, debido a la viveza de las incomprensiones y de las pasiones. Supone un buen conocimiento de la historia y de los retos actuales de la laicidad y una visión lúcida de sus implicaciones en una sociedad en crisis moral y política. Se necesita también una gran capacidad para explicar las decisiones tomadas en su nombre a los/las ciudadanos/as unidos por la misma divisa republicana, pero diversos en cuanto a su origen, su situación social, su cultura, sus creencias o convicciones, y que estiman a veces que su identidad se reduce a su religión… La misión de los cargos municipales electos se vuelve entonces casi imposible si no están preparados. Sin embargo, el municipio es, con la escuela, uno de los principales ámbitos en los cuales se juega el destino de la nación en este tema decisivo. La Asociación de los alcaldes de Francia ha tomado consciencia de la dificultad de esta tarea y ha decidido enfrentarla. Hay que felicitarla. Es la razón por la cual estamos reunidos hoy. Me habéis llamado para contribuir a esta reflexión colectiva, con unos acontecimientos trágicos como telón de fondo. Lo hago a partir de mi experiencia de antiguo alcalde y de senador, pero también de universitario apasionado por la historia de Francia. Y espero de este intercambio entre nosotros una profundización, un enriquecimiento, una apreciación más fina de los obstáculos y de las objeciones que se oponen a la aplicación del principio de la laicidad. Es la razón por la cual mi intervención dejará tiempo para el diálogo entre nosotros. Perdonarme pues si estas reflexiones os parecen incompletas frente a la extraordinaria riqueza de los conceptos y de los hechos históricos que tenemos que examinar.

El proceso de laicidad está íntimamente ligado a nuestra historia. Quisiera recordar brevemente sus principales etapas. Tener una visión de conjunto nos ayudará a encarar las dificultades que tenéis que enfrentar todos los días, y cuya lista figura en el programa de trabajo de vuestro grupo. Nos permitirá, sobre todo, adoptar una actitud fiel al espíritu de prudencia y de determinación que inspiró a los legisladores de 1905: Aristide Briand, Jean Jaurès y Ferdinand Buisson especialmente.

En los orígenes, la Revolución Francesa

Para más precisión, es mejor decir las Revoluciones, incluyendo también la historia de Estados-Unidos. En efecto, nuestra Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 hace eco a la Constitución americana de 1787, que las diez primeras enmiendas completaron en 1791. La simultaneidad de los dos textos es impresionante; y lo es más todavía la evolución divergente de las dos naciones. ¿Cuál es el objetivo, entonces? Se trata de romper el monopolio de una Iglesia, católica y romana, aquí en Francia, anglicana, allá en América; se trata de separar por primera vez en Occidente el poder político y el ejercicio de los cultos y de asegurar por fin la libertad de creencia (pero todavía no la de no-creencia). Esta aspiración a la emancipación se encuentra en toda Europa en esa época. Se desarrolla con dificultad, a menudo reprimida y brutalmente anegada en sangre. En Francia, la evolución es contrastada, caótica e incluso violenta, como en 1793, pero se trata al final de un proceso fecundo. En efecto, en unos pocos años, la Revolución francesa inventa la sociedad moderna: proclama la abolición de la realeza por derecho divino, crea el estado civil que sustituye a los registros parroquiales, autoriza el divorcio, pone fin al delito de blasfemia; y finalmente inventa el concepto de “separación” de la Iglesia y del Estado, que resurgirá en 1905. Esta era de la Revolución no es todavía la era de la laicidad, porque el concepto no existe. Pero es su prehistoria y su matriz.

El concordato napoleónico coloca las religiones bajo tutela

Un nuevo período se abre con la toma de poder de Napoleón Bonaparte. El país está cansado de las convulsiones revolucionarias. Aspira a la paz y a la estabilidad de las instituciones. El Primer cónsul busca afianzar su poder y quiere acabar con esta guerra civil larvada alimentada por la existencia de una Iglesia católica dividida entre los curas que han prestado juramento de fidelidad al poder revolucionario y los que se han negado, siguiendo las consignas del Vaticano. El papa Pío VII busca restituir a la Iglesia sus antiguos derechos. Una negociación empezada en 1800 desemboca en la firma de un Concordato entre las dos partes el 15 de julio 1801. Es una especie de compromiso global. El Vaticano abandona su petición de recuperación de los bienes desamortizados que fueron vendidos a favor del erario público. A cambio, consigue la institución de un presupuesto para el culto que financiará el funcionamiento de la Iglesia católica. Consigue otra importante concesión: el catolicismo no será religión de Estado como antes de 1789, pero se define como “la religión de la gran mayoría de los Franceses”, lo que le asegura un “reconocimiento” especial por el poder político, una posición oficial en la nación. Cede en parte en el tema del nombramiento de los obispos: serán elegidos por el Estado, pero podrán ejercer su cargo sólo si el Vaticano confirma su nombramiento. Se trata de un proceso complejo que envenenará las relaciones entre Francia y la Iglesia católica durante todo el siglo XIX. Apenas firmado, el texto sufre importantes cambios con ocasión de su adopción por las instancias legislativas en 1802. Napoleón manda unilateralmente añadir 76 artículos orgánicos que desequilibran el contenido a favor del poder político. Una parte de las modificaciones se refieren a la Iglesia reformada, que a partir de entonces gozará del mismo estatuto y de las mismas ventajas. Finalmente, un poco más tarde, el Emperador obligará al judaísmo a aceptar el mismo tipo de organización. La firma del Concordato tiene un precio: se hace en detrimento de la libertad de culto y de la libre administración de las Iglesias. Los historiadores consideran generalmente que el régimen concordatario napoleónico equivale a una puesta bajo tutela de la religión. Más o menos lo contrario de la laicidad. Lo sorprendente es que esta organización subsiste en Alsacia y Mosela y, en una forma un poco diferente en la Guayana francesa y en Mayotte; de la misma forma, el delito de blasfemia sigue existiendo en Alsacia-Mosela.

El régimen concordatario napoleónico dura un siglo, hasta la ley de separación de las iglesias y del Estado de 1905. Durante mucho tiempo los Republicanos han tenido que centrar su lucha en la conquista del sufragio universal y el establecimiento de derechos económicos y sociales para la clase obrera. Han luchado también a favor de la laicización de los servicios de base: principalmente el hospital público y la escuela. Se inspiran de los proyectos de la Gran Revolución, en particular los de Condorcet en cuanto a la imperiosa necesidad de que la instrucción sea pública, neutral y obligatoria para todos los niños.

En cada etapa, los Republicanos chocan con los conservadores-monárquicos, luego bonapartistas, y también con la Iglesia católica cuyo peso político se fortalece gracias a la adhesión de una mayoría de la población, a su estatuto oficial y a los medios financieros que le otorga el Concordato. Esta lucha a favor de la República y la libertad de consciencia pasa por momentos violentos. El siglo XIX es un siglo trágico, marcado por la masacre de los sublevados de junio de 1848 y por la masacre de los Comuneros de París durante la semana sangrienta de 1871. Este enfrentamiento de una dureza extrema se prolonga hasta el siniestro período del Orden moral que se termina con la dimisión del Mariscal de Mac-Mahon, en 1877, después de la victoria de Gambetta y de los Republicanos de progreso. Se abre entonces un período feliz para la República, afianzada a partir de entonces por el sufragio universal.

La IIIª República pone las bases de la laicidad

Durante este período, que va de 1880 a 1905, se votan las grandes leyes que, todavía hoy, estructuran nuestro funcionamiento democrático. Obedecen a la preocupación por poner un punto final al monopolio de la Iglesia católica sobre las instituciones, los servicios públicos y los ritos sociales. Empieza a aparecer el término “laicidad”, y al mismo tiempo el concepto de “neutralidad religiosa” se vuelve omnipresente e inspira el paso bajo la autoridad del Estado de estructuras sociales o de ceremonias situadas hasta este momento bajo la tutela o la influencia de la Iglesia católica: municipalización de los cementerios; ley de “libertad de los funerales” que pueden ser civiles a partir de este momento; municipalización de las pompas fúnebres; pero sobre todo laicización del hospital público y de la escuela. A partir de allí, del nacimiento hasta la muerte, pasando por la escuela, todo ciudadano puede elegir entre un comportamiento religioso o una actitud estrictamente “civil”, a menudo calificada de “laica”. Se trata de una auténtica revolución de las costumbres y de las prácticas sociales que se desarrolla en una generación. Y no olvidemos otras reformas emblemáticas, como la ley Naquet sobre el divorcio, y la ley sobre la Libertad de prensa que afianza la libertad de opinión y suprime el delito de blasfemia. Y finalmente otro avance nos concierne directamente a nosotros, políticos electos en los municipios: el decreto Bouteyre de 1912, completado por la circular Jean Zay de 1937 y precisado por la ley de obligación de neutralidad de los funcionarios de 1983, que imponen una estricta neutralidad a todos los funcionarios públicos, sean del Estado, de las colectividades territoriales o de los hospitales públicos.

Estos textos son el primer conjunto de textos legislativos que conforman la infraestructura del principio de laicidad y el principio de su inscripción en el Estado de derecho. Conocerlos es útil para responder a los problemas planteados cotidianamente por las diversas tentativas de recuperación del espacio público: pienso en particular en la solicitud de “cementerios musulmanes”, o de presión sobre los individuos de parte de tal o cual religión. Conocerlos facilita un comportamiento más objetivo en caso de litigio y permite evitar la acusación de parcialidad en la toma de decisión municipal. Durante demasiado tiempo, los miembros electos de los municipios se han encontrado solos, sin directrices, sin apoyo del Estado y sin información sobre la evolución de las exigencias de las diferentes religiones, cuando tenían que hacer frente a situaciones cada vez más conflictivas.

Examinemos ahora la etapa siguiente de este proceso, que fue decisiva.

La ley de 1905, clave de la laicidad

Es la pieza maestra del “Bloque legislativo de la laicidad”, y su evocación en la Constitución es el momento cumbre: “Francia es una República indivisible, laica, democrática y social” (artículo 1º). Titulada “Ley de separación de las iglesias y del Estado” – el plural es importante, y se omite a menudo en los medios de comunicación -, pone fin al concordato napoleónico y le sustituye el régimen de Separación estricta entra el poder público y los aparatos religiosos, representados aquí por el vocablo “iglesias”. Lo esencial de la ley se encuentra en los artículos 1 y 2, agrupados bajo el título de “Principios”, para recalcar su importancia.

Los enuncio a continuación, con un breve comentario:

Artículo 1º: “La República afirma la libertad de conciencia. Garantiza el libre ejercicio de los cultos con las únicas restricciones dictadas a continuación en interés del orden público.” Aquí aparece por primera vez el concepto de libertad de conciencia, que se aplica a todos los ciudadanos, sean cuales sean sus creencias o convicciones. Jean Jaurès, uno de los padres de la ley, subraya la importancia de este punto en el resumen para sus electores: “La ley votada por la Cámara deja plena libertad a todos los cultos. (…) La libertad de conciencia está garantizada, completa, absoluta”. Insisto en los adjetivos: “completa” y “absoluta”; se aplican también a los ateos, agnósticos, libres pensadores, mientras que el Concordato napoleónico les excluía explícitamente según su principal redactor, el ministro Portalis; y esta formulación se aplica también a los creyentes de otra religión que no sea el catolicismo. Y añade: “La ley de Separación, tal como es, es liberal, justa y sabia”. En efecto, todas las propuestas de modificación del texto en un sentido antirreligioso, en particular la de los discípulos de Blanqui, Edouard Vaillant y Maurice Allard, han sido rechazadas a petición de Aristide Briand y de Jean Jaurès. Este último se implicó con fuerza en este sentido, en contra del criterio del otro gran líder socialista, Jules Guesde. Subrayemos que una parte de la derecha moderada votó el texto, tranquilizada por el Artículo 4 que reconoce implícitamente la autoridad del Vaticano sobre el clero francés, rompiendo también en este punto con el Concordato napoleónico. Este histórico debate dio lugar a un texto de unidad nacional y de compromiso que fue aprobado por el Parlamento. Puso fin a las maniobras antirrepublicanas que habían proliferado en el clima malsano del caso Dreyfus. Estas son las características que explican la longevidad de la ley de 1905, y que se haya vuelto uno de los textos fundamentales de la República.

En cuanto al Artículo 2, suprime, sin nombrarlo, el régimen concordatario: “La República no reconoce, no paga salario ni subvenciona ningún culto. En consecuencia, (…) se suprimirán de los presupuestos del Estado, de los departamentos y de los municipios, todos los gastos relativos al ejercicio de los cultos”. Única excepción: se podrán financiar los “establecimientos públicos” en los cuales se encuentren personas en régimen de internado y en consecuencia sin posibilidad de frecuentar un lugar de culto: establecimientos escolares, pero también hospicios, asilos y cárceles. Todo el espíritu de la ley reside en esta cláusula, aunque pueda parecer menor: no hacer nada que pueda dificultar la libertad de practicar un culto. Y todavía hoy esta cláusula provoca controversia, por ejemplo cuando se trata de la presencia de imames en las cárceles.

Aunque violentamente condenada por el papa – la Iglesia católica sólo la aceptará, y a regañadientes, en 1920 -, esta ley de 1905 ha permitido pacificar el ambiente. No eliminó la discordia, pero creó un marco nuevo e impidió enfrentamientos violentos.

De la ley Debré a la ley Carle

A partir de esta época, el único punto importante de desacuerdo es la financiación pública de la escuela privada católica, que reaviva la ley Debré de 1959, seguida por otras iniciativas que amplían su campo: los acuerdos Lang-Cloupet y la ley Carle, entre otros. Son disposiciones que incrementan la intervención presupuestaria de los municipios a favor de los establecimientos privados, en detrimento de la escuela pública. Es innegable que de esta manera, el Estado y las colectividades territoriales contribuyen indirectamente a la financiación de la Iglesia católica, en contradicción con el Artículo 2 de la ley de 1905. Sé que se trata de un tema delicado en el seno de la AMF; la asociación está dividida sobre este tema, como la opinión pública.

Nuevas libertades para las mujeres y las minorías sexuales: las leyes Neuwirth, Veil y Taubira

Hay que esperar los años 60 para que Francia conozca nuevos avances en materia de laicidad. Después de una larga lucha empezada al final de la primera guerra mundial, las Francesas pueden por fin ser dueñas de su sexualidad y decidir libremente en materia de procreación gracias a la ley Neuwirth (1967) que autoriza la contracepción , y a la ley Veil (1975) que autoriza la interrupción voluntaria del embarazo. La iglesia católica intentó impedir la adopción de estas leyes hasta el final. Fue necesario el apoyo del General de Gaulle para que la ley Neuwirth llegue a buen puerto, a pesar de la fuerte oposición de buena parte de sus partidarios. En cuanto a la ley Veil, la discusión parlamentaria dio lugar a manifestaciones extremadamente violentas. Sin el apoyo del presidente de la república, Valéry Giscard d’Estaing, y del presidente Jacques Chirac, y sin el decisivo apoyo de un fuerte contingente de votos de la izquierda, esta ley no se hubiese votado.

La batalla fue igual de dura en 2013 cuando se trató de votar la ley Taubira que autoriza el matrimonio homosexual. Pero esta vez es la izquierda que llevó este proyecto difícil al parlamento y lo llevó a buen puerto a pesar de la fuerte movilización de la jerarquía católica y de las organizaciones integristas. Estos tres textos, al ampliar las libertades individuales de las mujeres y de las minorías sexuales, chocaron con una concepción tradicionalista de la familia, hondamente marcada por la herencia judeo-cristiana y por la interpretación más corriente del Corán. Sin embargo se trata de leyes de libertad y de igualdad de derechos. Si hablo de todo esto, es por sus consecuencias en la vida municipal. Unos pocos alcaldes se han negado a aplicar la ley Taubira, actuando en contra de su papel de representantes de la República. Otros eligieron delegar la celebración de bodas homosexuales a un adjunto dispuesto a suplirles en esta tarea, lo que evitó problemas de orden público. La aplicación de esta ley provocó polémica, a pesar del apoyo mayoritario de la opinión pública. ¿Qué ocurre hoy? Me gustaría conocer vuestra opinión.

La emergencia de un islam radical o islamismo que desafía el orden republicano

Como acabamos de verlo, durante mucho tiempo, el debate sobre la laicidad ha enfrentado los Republicanos progresistas con la Iglesia católica o con algunas fracciones del judaísmo; los protestantes apoyaron desde el principio la ley de Separación. Sin embargo, un cambio histórico acaeció en los años 1980 con la aparición en escena de un nuevo actor. Hemos asistido a la emergencia de un islam proselitista; el islam estaba hasta ahora muy presente en el territorio nacional, pero su práctica acataba las normas republicanas, se puede decir que con un espíritu laico. Poco a poco este islam se ha radicalizado hasta provocar la locura mortífera de Mohamed Merah en 2012, y los asesinatos en serie de enero 2015. Esta mutación es fruto de una doble serie de acontecimientos que han mezclado sus efectos.

A escala internacional, al final de los años 1970, unos dirigentes autócratas llegan al poder y trastocan todos los equilibrios del mundo post “guerra fría”, y provocan un enfrentamiento bipolar muchísimo más peligroso entre Occidente y Oriente Próximo. No dispongo de tiempo suficiente para desarrollar este tema. Pero recordemos: el ayatola Khomeiny, fundador de la República islámica de Irán, y Ronald Reagan llegan al poder en el mismo momento, alrededor del los años 1980. En Oriente Próximo, el islam se transforma en un proyecto político, y la sharía se impone. Por otra parte, bajo la influencia de los neoconservadores americanos, fuertemente inspirados por las Iglesias evangélicas, los Estados-Unidos lanzan la Guerra del Golfo y, veinte años más tarde, Georges Bush decide la invasión de Irak. Durante el mismo período, Margaret Thatcher es primer ministro en Gran Bretaña, y apoya la política económica y las iniciativas belicosas de Estados-Unidos. Es necesario recordar que también en el mismo período, la Iglesia católica está dirigida por un papa de cruzada, Juan Pablo II, y renuncia al espíritu de Vaticano II impulsado por Juan XXIII. Además, la subida de precios del petróleo concede una influencia geopolítica considerable a países hasta este momento al margen, esencialmente Arabia Saudí y Quatar. Después de la emergencia del cisma iraní, es el wahabismo saudí, la otra rama del islam, que busca exportar una concepción degradante de la mujer y rigorista de la moral en el conjunto del mundo arabo-musulmán, y en el mundo en general. Se produce entonces un endurecimiento histórico a escala del planeta que nutre las diferentes formas de fundamentalismo musulmán, y se constituye como tierra de cultivo del djihadismo.

Estos cambios encuentran fácilmente eco en Francia, entre los ciudadanos de confesión y de cultura musulmana, sobre todo porque Francia participó en la Guerra del Golfo, y evitó por los pelos participar en la invasión de Irak; hay que agradecer la lucidez de Jacques Chirac, entonces presidente de la República. El loco itinerario de los tres terroristas, los 7 y 9 de enero pasados, demuestra perfectamente la fascinación que estos acontecimientos ejercen sobre mentes influenciables y desprovistas de todo espíritu crítico. Su comportamiento de asesinos es, ante todo, de naturaleza ideológica. Todos los comentaristas que niegan esta característica de sus actos para reducirlos a causas estrictamente socio-económicas, se equivocan. De la misma manera se equivocan los que quieren reducir la necesaria respuesta republicana a un simple problema de seguridad y de fuerzas del orden.

No se puede ignorar, sin embargo, la dimensión socio-económica de estos actos. Es incluso fundamental y tiene sus raíces en la vida nacional. No es ninguna casualidad si la brutal subida del paro a finales de los años 1970, provoca las primeras violencias en los suburbios marginados. Sigue una doble reacción apropiada pero insuficiente: la instauración de la Política de la ciudad por el poder político y la creación de SOS-Racismo por la sociedad civil. Treinta años después, las manifestaciones violentas, los disturbios marcan nuestra historia reciente, alimentados por lo que Eric Maurin llama el ghetto francés, encuesta sobre el separatismo social. Este librito, publicado en 2004, infelizmente sigue siendo actual. Y le ha prolongado el excelente ensayo de Christophe Guilluy, Fracturas francesas. El final de este proceso, lo representan los trágicos acontecimientos de enero de 2015. Pero es también la movilización extraordinaria que ha hecho manifestarse en las calles y en las plazas públicas a todo un pueblo que quiso proclamar: “Je suis Charlie”, “Je suis la laicité” (“Soy Charlie”, “Soy la laicidad”). A su manera, todos vosotros difundís hoy este mensaje de resistencia, y os merecéis todo nuestro agradecimiento.

Evidentemente, los acontecimientos que acabo de recordar os dan una responsabilidad especial en la relación que mantenéis, como alcaldes, con los ciudadanos de confesión o de cultura musulmana – como podéis ver, no digo “los musulmanes”, una categoría de población que la República no puede nombrar de esta manera sin adoptar un vocabulario comunitarista. Tendréis también relación con los representantes de su culto, y les tendréis que recordar, si necesario, que la laicidad-separación es nuestra regla común. Tendréis que gestionar comedores escolares, donde os pedirán tal vez dietas halal o casher. Tendréis entonces que recordar que la escuela, santuario de la neutralidad y factor de convivialidad, no puede distinguir categorías diferentes de niños a través de los menús que sirve, en función de su supuesta pertenencia religiosa. En cuanto a la petición de exclusión del cerdo, existe la posibilidad de ofrecer una alternativa sin afectar el ordenamiento de las comidas y, sobre todo, la distribución de los niños por mesas. Al tomar tales disposiciones, os acordaréis que sobre estos alimentos vendidos en general en establecimientos especiales, se preleva una tasa que sirve para financiar el mantenimiento de edificios de culto o del clero. Es un hecho poco conocido, pero pagar esta contribución sería contrario al artículo 2 de la ley de Separación de las iglesias y del Estado e introduciría otras demandas de “dispensa” que conducirían a un fraccionamiento de la comunidad educativa. Tratándose de la escuela, tendréis que preocuparos, o incluso que gestionar conflictos suscitados por familias o por adolescentes que se negarán a aplicar la ley del 15 de marzo de 2004 que prohibe llevar símbolos religiosos ostensibles en el ámbito escolar; quiero hablar del velo islámico o de la kippa.

Tal vez tengáis que tratar con animadores sociales contratados por el municipio que apliquen este texto de manera laxista, y estén dispuestos a realizar concesiones en cuanto a la igualdad de las niñas o el principio de la mixidad escolar. Algunos estarán animados por la loable preocupación de facilitar a toda costa la integración de una población marginada que usa la religión como refugio identitario. Pero tendréis que manteneros firmes. En efecto, toda la historia reciente, desde el caso del velo de Creil en 1989 hasta la adopción de la ley de 2004, nos enseña que dudar, y todavía más, retroceder en estos temas, refuerza la presión de los islamistas, y agrava los conflictos en vez de apaciguarlos. Se ha comprobado muchas veces en los momentos de crisis entre los Republicanos y la Iglesia católica. La historia se repite.

Se trata de un tema inmenso, y tengo consciencia que sólo he podido tocarlo superficialmente. Pero mi propósito no era tratar del lugar del islam, que no confundo con el islamismo, en nuestra vida cotidiana. Quería más bien recalcar cuál debe de ser la actitud laica: considerar todas las religiones, todas las Iglesias en sentido lato, en pie de igualdad, sin manifestar preferencia hacia ninguna, pero también sin la debilidad que podrían causar razones de compasión o de remordimiento colonial. Y quiero añadir esta última recomendación: no olvidéis nunca a los no creyentes que, aunque en mayoría, no piden nada más que el respeto de sus convicciones.

Gracias por su atención.

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