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La laicidad explicada a los niños

En 1791, como respuesta a la proclamación por la Convención francesa de los Derechos del Hombre, el Papa Pío VI hizo pública su encíclica Quod aliquantum en la que afirmaba que “no puede imaginarse tontería mayor que tener a todos los hombres por iguales y libres”.

En 1832, Gregorio XVI reafirmaba esta condena sentenciando en su encíclica Mirari vos que la reivindicación de tal cosa como la “libertad de concien­cia” era un error “venenosísimo”. En 1864 apareció el Syllabus en el que Pío IX conde­na­ba los principales errores de la modernidad democrática, entre ellos muy especial­men­te –dale que te pego– la libertad de conciencia. Deseoso de no quedarse atrás en ce­lo inquisitorial, León XIII estableció en su encíclica Libertas de 1888 los males del libe­ralismo y el socialismo, epígonos indeseables de la nefasta ilustración, señalando que “no es absolutamente lícito invocar, defender, conceder una híbrida libertad de pensa­miento, de prensa, de palabra, de enseñanza o de culto, como si fuesen otros tantos dere­chos que la naturaleza ha concedido al hombre. De hecho, si verdaderamente la natura­le­za los hubiera otorgado, sería lícito recusar el dominio de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna”. Y a Pío X le correspondió fulminar la ley france­sa de separación entre Iglesia y Estado con su encíclica Vehementer, de 1906, donde puede leerse: “Que sea necesario separar la razón del Estado de la de la Iglesia es una opinión seguramente falsa y más peligrosa que nunca. Porque limita la acción del Esta­do a la sola felicidad terrena, la cual se coloca como meta principal de la sociedad civil y descuida abiertamente, como cosa extraña al Estado, la meta última de los ciudadanos, que es la beatitud eterna preestablecida para los hombres más allá de los fines de esta breve vida”. Hubo que esperar al Concilio Vaticano II y al decreto Dignitatis humanae personae, querido por Pablo VI, para que finalmente se reconociera la libertad de con­cien­cia como una dimensión de la persona contra la cual no valen ni la razón de Estado ni la razón de la Iglesia. “¡Es una auténtica revolución!”, exclamó el entonces cardenal Wojty?a.

¿Qué es la laicidad? Es el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente exte­riorizable a título particular) de las creencias de cada cual. La liberación es mutua, por­que la política se sacude la tentación teocrática pero también las iglesias y los fieles de­jan de estar manipulados por gobernantes que tratan de ponerlos a su servicio, cosa que desde Napoleón y su Concordato con la Santa Sede no ha dejado puntualmente de ocu­rrir, así como cesan de temer persecuciones contra su culto, tristemente conocidas en mu­chos países totalitarios. Por eso no tienen fundamento los temores de cierto prelado español que hace poco alertaba ante la amenaza en nuestro país de un “Estado ateo”. Que pueda darse en algún sitio un Estado ateo sería tan raro como que apareciese un Es­tado geómetra o melancólico: pero si lo que teme monseñor es que aparezcan gobernan­tes que se inmiscuyan en cuestiones estrictamente religiosas para prohibirlas u hostigar a los creyentes, hará bien en apoyar con entusiasmo la laicidad de nuestras instituciones, que excluye precisamente tales comportamientos no menos que la sumisión de las leyes a los dictados de la Conferencia Episcopal. No sería el primer creyente y practicante re­ligioso partidario del laicismo, pues abundan hoy como también los hubo ayer: recorde­mos por ejemplo a Ferdinand Buisson, colaborador de Jules Ferry y promotor de la es­cuela laica (obtuvo el premio Nobel de la paz en 1927), que fue un ferviente protestante.

En España, algunos tienen inquina al término “laicidad” (o aún peor, “laicismo”) y sostienen que nuestro país es constitucionalmente “aconfesional” –eso puede pasar– pe­ro no laico. Como ocurre con otras disputas semánticas (la que ahora rodea al término “nación”, por ejemplo) lo importante es lo que cada cual espera obtener mediante un nom­bre u otro. Según lo interpretan algunos, un Estado no confesional es un Estado que no tiene una única devoción religiosa sino que tiene muchas, todas las que le pidan. Es multiconfesional, partidario de una especie de teocracia politeísta que apoya y favorece las creencias estadísticamente más representadas entre su población o más combativas en la calle. De modo que sostendrá en la escuela pública todo tipo de catecismos y san­tificará institucionalmente las fiestas de iglesias surtidas. Es una interpretación que re­sul­ta por lo menos abusiva, sobre todo en lo que respecta a la enseñanza. Como ha avi­sado Claudio Magris (en “Laicità e religione“, incluido en el volumen colectivo Le ra­gioni dei laici, ed. Laterza), “en nombre del deseo de los padres de hacer estudiar a sus hijos en la escuela que se reclame de sus principios –religiosos, políticos y morales– sur­girán escuelas inspiradas por variadas charlatanerías ocultistas que cada vez se difun­den más, por sectas caprichosas e ideologías de cualquier tipo. Habrá quizá padres racis­tas, nazis o estalinistas que pretenderán educar a sus hijos –a nuestras expensas– en el culto de su Moloch o que pedirán que no se sienten junto a extranjeros…”. Debe recor­dar­se que la enseñanza no es sólo un asunto que incumba al alumno y su familia, sino que tiene efectos públicos por muy privado que sea el centro en que se imparta. Una co­sa es la instrucción religiosa o ideológica que cada cual pueda dar a sus vástagos siem­pre que no vaya contra leyes y principios constitucionales, otra el contenido del temario escolar que el Estado debe garantizar con su presupuesto que se enseñe a todos los niños y adolescentes. Si en otros campos, como el mencionado de las festividades, hay que manejarse flexiblemente entre lo tradicional, lo cultural y lo legalmente instituido, en el terreno escolar hay que ser preciso estableciendo las demarcaciones y distinguiendo en­tre los centros escolares (que pueden ser públicos, concertados o privados) y la enseñan­za misma ofrecida en cualquiera de ellos, cuyo contenido de interés público debe estar siempre asegurado y garantizado para todos. En esto consiste precisamente la laicidad y no en otra cosa más oscura o temible.

Algunos partidarios a ultranza de la religión como asignatura en la escuela han iniciado una cruzada contra la enseñanza de una moral cívica o formación ciudadana. Al oírles parece que los valores de los padres, cualesquiera que sean, han de resultar sagra­dos mientras que los de la sociedad democrática no pueden explicarse sin incurrir en una manipulación de las mentes poco menos que totalitaria. Por supuesto, la objeción de que educar para la ciudadanía lleva a un adoctrinamiento neofranquista es tan profunda y digna de estudio como la de quienes aseguran que la educación sexual desemboca en la corrupción de menores. Como además ambas críticas suelen venir de las mismas per­sonas, podemos comprenderlas mejor. En cualquier caso, la actitud laica rechaza cual­quier planteamiento incontrovertible de valores políticos o sociales: el ilustrado Condor­cet llegó a decir que ni siquiera los derechos humanos pueden enseñarse como si estu­vie­sen escritos en unas tablas descendidas de los cielos. Pero es importante que en la es­cuela pública no falte la elucidación seguida de debate sobre las normas y objetivos fun­damentales que persigue nuestra convivencia democrática, precisamente porque se ba­san en legitimaciones racionales y deben someterse a consideraciones históricas. Los va­lores no dejan de serlo y de exigir respeto aunque no aspiren a un carácter absoluto ni se refuercen con castigos o premios sobrenaturales… Y es indispensable hacerlo com­pren­der.

Sin embargo, el laicismo va más allá de proponer una cierta solución a la cues­tión de las relaciones entre la Iglesia (o las iglesias) y el Estado. Es una determinada for­ma de entender la política democrática y también una doctrina de la libertad civil. Con­siste en afirmar la condición igual de todos los miembros de la sociedad, definidos ex­clu­sivamente por su capacidad similar de participar en la formación y expresión de la voluntad general y cuyas características no políticas (religiosas, étnicas, sexuales, ge­nea­lógicas, etc.) no deben ser en principio tomadas en consideración por el Estado. De modo que, en puridad, el laicismo va unido a una visión republicana del gobierno: pue­de haber repúblicas teocráticas, como la iraní, pero no hay monarquías realmente laicas (aunque no todas conviertan al monarca en cabeza de la iglesia nacional, como la ingle­sa). Y por supuesto la perspectiva laica choca con la concepción nacionalista, porque desde su punto de vista no hay nación de naciones ni Estado de pueblos sino nación de ciudadanos, iguales en derechos y obligaciones fundamentales más allá de cuál sea su lugar de nacimiento o residencia. La justificada oposición a las pretensiones de los na­cionalistas que aspiran a disgregar el país o, más frecuentemente, a ocupar dentro de él una posición de privilegio asimétrico se basa –desde el punto de vista laico– no en la amenaza que suponen para la unidad de España como entidad trascendental, sino en que implican la ruptura de la unidad y homogeneidad legal del Estado de Derecho. No es lo mismo ser culturalmente distintos que políticamente desiguales. Pues bien, quizá entre nosotros llevar el laicismo a sus últimas consecuencias tan siquiera teóricas sea asunto difícil: pero no deja de ser chocante que mientras los laicos “monárquicos” aceptan serlo por prudencia conservadora, los nacionalistas que se dicen laicos paradójica (y desde luego injustificadamente) creen representar un ímpetu progresista…

En todo caso, la época no parece favorable a la laicidad. Las novelas de más éxito tratan de evangelios apócrifos, profecías milenaristas, sábanas y sepulcros mila­gro­sos, templarios –¡muchos templarios!– y batallas de ángeles contra demonios. Vaya por Dios, con perdón: qué lata. En cuanto a la (mal) llamada alianza de civilizaciones, en cuanto se reúnen los expertos para planearla resulta que la mayoría son curas de uno u otro modelo. Francamente, si no son los clérigos lo que más me interesa de mi cultura, no alcanzo a ver por qué van a ser lo que me resulte más apasionante de las demás. A no ser, claro, que también seamos “asimétricos” en esta cuestión… Hace un par de años, coin­cidí en un debate en París con el ex secretario de la ONU Butros Gali. Sostuvo ante mi asombro la gran importancia de la astrología en el Egipto actual, que los europeos no valoramos suficientemente. Respetuosamente, señalé que la astrología es tan pintoresca como falsa en todas partes, igual en El Cairo que en Estocolmo o Caracas. Butros Gali me informó de que precisamente esa opinión constituye un prejuicio eurocéntrico. No pu­de por menos de compadecer a los africanos que dependen de la astrología mientras otros continentes apuestan por la nanotecnología o la biogenética. Quizá el primer man­damiento de la laicidad consista en romper la idolatría culturalista y fomentar el espíritu crítico respecto a las tradiciones propias y ajenas. Podría formularse con aquellas palabras de Santayana: “No hay tiranía peor que la de una conciencia retrógrada o fanática que oprime a un mundo que no entiende en nombre de otro mundo que es inexistente”.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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