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La laicidad es un problema para el psiquiatra

Quiero terminar aquí con mi serie de posts sobre la laicidad inicialmente motivados por la ridícula idea de que hay una ola de “cristianofobia” en Occidente, según el sacerdote chileno Raúl Hasbún, que la ve venir en su país de la mano de las medidas del programa de gobierno de la presidente electa Michelle Bachelet.

El cura venía hablando de un par de medidas laicistas tomadas en Europa, y seguía:

También en EE.UU. surgen o se incrementan restricciones a la libertad religiosa en espacios o acontecimientos públicos, no obstante la expresa referencia de los Padres fundadores al Dios bíblico y cristiano.

Como ya dijimos, y como sabe cualquiera que estudie un poco la historia religioso-política de los inicios de Estados Unidos, los Padres Fundadores eran cristianos para la tribuna, en su mayoría deístas. Creyentes, pero cristianos bíblicamente ortodoxos, y convencidos de la necesidad de separar el funcionamiento del estado de las doctrinas religiosas. De cualquier manera, las dos proposiciones contrastadas por Hasbún no se siguen una de otra: ninguna sociedad es estática ni le debe respeto eterno a las doctrinas de sus pioneros.

¿La coartada? Tutelar el respeto a la libertad religiosa de los que no creen, o creen en un Dios diferente. Paradojalmente, con esta coartada se coarta la libertad religiosa de la abrumadora mayoría de los que creen en Cristo o en el Dios de la Biblia: “guarden su fe para su casa o sus sacristías”.

Antes de hablar de esta “coartada” (una coartada es una excusa para cubrirse de un crimen; ¿cree Hasbún que la tolerancia de las religiones minoritarias y del ateísmo son crímenes?), recordemos desde qué ideología piensa Hasbún en la libertad.

El concepto de “libertad religiosa” era ajeno a la Iglesia Católica hasta, por lo menos, fines del siglo XIX. A diferencia de nuestra ley secular, la del dios cristiano no diferencia entre pensamientos y acciones, ya que, siendo omnisciente, puede leer los primeros tanto como (pre)ver las segundas; por lo tanto, para la Iglesia no existe la libertad para creer de manera incorrecta. Tal cosa sería como aducir libertad para cometer un delito. Lo que tenemos es el libre albedrío para actuar mal, pero para la doctrina católica, eso es un mal uso de una libertad, que es una facultad dada por Dios que se orienta, propiamente, a la obediencia a Su voluntad. (En términos orwellianos: la libertad es esclavitud y el resultado de emplear mal la libertad de pensamiento es thoughtcrime, un crimen mental.)

Todo esto viene a cuenta de que, cuando un sacerdote habla de “libertad religiosa”, lo que sigue es sofisma: puro engaño y confusión destinado a justificar la imposición del catolicismo (en nombre de su libertad) por sobre otras creencias.

Lamentablemente para Hasbún, hay algo en lo que puede tener razón. El cristianismo es una fe evangélica. No existe un cristianismo “privado”, que se practique sólo en casa o en la iglesia. Siendo honestos, muy pocos de nosotros aceptaríamos practicar nuestras convicciones bajo un régimen tan estricto. Sin embargo, la mayoría sí aceptamos que forzar nuestra ideología sobre los demás, en un espacio que es de todos, es incorrecto. Casi cualquiera criticaría duramente a un maestro de escuela que llegara a clase y pusiera sobre el escritorio una bandera con la hoz y el martillo, o que antes de comenzar rezara y obligara a sus alumnos a rezarle a un retrato de Sun-Myung Moon. Hasbún estaría de acuerdo, pero la comparación con su caso le parecería insultante, porque todos sabemos que el comunismo es una mera ideología y el reverendo Moon un sectario farsante, mientras que (¡obviamente!) la Iglesia Católica es la custodia de la Única Religión Verdadera® y además los católicos son mayoría, cosa que “democráticamente” les da el derecho de olvidarse de las creencias de la minoría.

El catolicismo actual prácticamente requiere expresiones públicas, ostentosas, de fe: procesiones, exhibición de íconos, fiestas populares, Jornadas Mundiales de la Juventud, misas multitudinarias. Nada de esto está amenazada por la introducción de leyes laicistas como las que propone Bachelet o por fallos judiciales como los estadounidenses, en tanto se trata de usos legítimos del espacio público, más allá de la cuestión incidental y contingente del apoyo estatal (ya que cuando hay que pagar por transporte, alojamiento y seguridad de cientos de miles de peregrinos la Iglesia siempre recuerda súbitamente que es pobre y no puede costearse tales gastos).

Otra cuestión es la intromisión de la fe en la vida de terceros en lugares públicos custodiados por el estado: por ejemplo, resulta inadmisible la presencia de imágenes sagradas, espacios de culto exclusivos y sacerdotes o religiosas en los hospitales públicos, en las cortes o juzgados, en las escuelas estatales. Si el estado es laico, debe permanecer escrupulosamente neutral. Aquí no hay blancos y negros absolutos, sino un amplio espectro de grises, pero en él no cabe un estado de “laicidad positiva” como el propuesto por Sarkozy, que es un estado complaciente con la religión. Un estado que no da privilegios a ninguna religión por sobre otra, pero distingue la religión por sobre otras formas de expresión ideológica, es un estado confesional (pluriconfesional, multicultural), no un estado laico.

Hasbún termina calificando de “problema de siquiatría” al apoyo a la laicidad. Creo que la historia ya ha demostrado que los problemas de mezclar poder estatal y poder religioso (o pseudorreligioso, basado en postulados dogmáticos y en la obediencia ciega a una fe) superan ampliamente los dilemas que se plantean al legislador al intentar garantizar la libertad religiosa de todos los ciudadanos sin dar privilegios a ninguno. Si estamos locos por no querer que ciertas doctrinas funestas e irracionales se metan en nuestras leyes y que sus símbolos “marquen territorio” invadiendo el espacio público, nuestra locura es más cuerda que la cordura de Hasbún.

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