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La laicidad en España

Resulta lamentable la nefasta situación actual en España de la laicidad que, como muchos vemos y percibimos día a día, ha vuelto a ser, con la derecha en el gobierno, una utopía, un sueño a alcanzar. En consonancia con Europa Laica denunciamos la vulneración que en España se hace del derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y expresión, fruto en muchos casos de la enorme influencia que las confesiones religiosas mantienen sobre los gobiernos, de forma muy diversa, marcando sus políticas económicas, educativas y jurídicas.

Sufrimos un indecente confesionalismo que ennegrece el panorama español. Y tan es así que llevamos años escuchando verdaderos disparates supersticiosos e irracionales, ni propios de niños de preescolar, de boca de los mismísimos gobernantes de la derecha, tan pía ella; disparates como encomendarse a los santos para salir de la crisis que ellos mismos han generado, o como destruir el empleo y pedir a la virgen que nos saque de él; o como recomendar a los parados la oración para paliar el estrés que les produce; o como transformar el BOE en una encíclica. Todo ello, por supuesto, ya sabemos, mientras algunas fortunas personales, las arcas de la Iglesia y el saldo de diversas cuentas de Suiza y otros paraísos fiscales crecen descaradamente.

No es ningún descubrimiento el hecho evidente de que allá donde se instala la religión se expande el nepotismo y la corrupción, se imposibilita la democracia, se impone la irracionalidad y la superstición, se extiende el fanatismo y la intolerancia, se promulga la incultura y la cerrazón a la hora de percibir el mundo, se detiene el progreso, se coartan las libertades, se frenan los derechos humanos, se anula el librepensamiento, se venera el oscurantismo y la sinrazón, y, atendiendo a lo más prosaico, se vacían con primor las arcas públicas; y privadas, de los que se dejen.

España tiene que ser laica, y a los dubitativos les diré que el laicismo no ataca ni desprecia a ninguna religión, ni a ninguna creencia, sea la que fuere. El laicismo exige, al contrario, el respeto a la libertad de pensamiento y de creencia o increencia. Y exige la asepsia confesional del Estado, en tanto que está obligado, como un espacio público, a atender en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos, piensen como piensen y crean en lo que crean, en el dios cristiano, en el dios protestante, en Buda, en el becerro de oro o en un burro verde que vuela. Es lo mismo, las creencias personales son un asunto privado, el más privado de todos.

Este es el laicismo que imprime libertad. Y ante perspectiva tan positiva el clero se rebela porque se le hunde el chiringuito. Argumentan que el laicismo es radical, pero ´como dice el inglés Pat Condell, hay asuntos en los que ser radical no solo es oportuno, sino necesario. Si queremos vivir en un mundo justo y habitable, hay que ser radical defendiendo los derechos humanos, repudiando el crimen, la misoginia, la crueldad y la tortura, contra humanos o contra animales, dando espacio a la tolerancia, a la cultura, a la igualdad esencial de todos los seres que existen. Dijo Thomas Mann que la tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad. Y, como leí hace poco en el blog del politólogo François Coll, la laicidad no es, tan siquiera, una opinión, sino solo la libertad de poder tenerla. Y, como dejó escrito el gran Shakespeare hace casi quinientos años, hereje no es el que arde en la hoguera, hereje es el que la enciende´ (Coral Bravo).

UN DETALLE: Hemos asistido la semana pasada al debate sobre el estado de la nación y hay un dato que resulta relevante, al menos para El liberal escandalizado. Los diputados han hecho gala de una mala memoria selectiva y nadie, ni para bien ni para mal, ha citado al monarca emérito ni al que le sucedió. Quizás porque corren vientos republicanos y nadie quiere abrir un complicado melón. Quizás, simplemente, porque ya nadie cuenta con el rey. De ser así es muy buena noticia.

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