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La Kermés

El guirigay que por aquí se montó desde que una alumna de religión musulmana pretendió asistir a clase con su velo me llevó a recordar que en Francia se suscitó hace ya muchos años una acalorada controversia cívica a propósito de un caso similar.

En aquel intenso debate concurrieron las opiniones de más autoridad y las de menos. Entrecruzándose y enredándose todas peligrosamente, hasta polarizarse, a veces en desconcertante inversión ideológica.

Invocando la libertad individual, muchos defendían que cada quien pudiera vestirse como quisiera y, encastillados, a los demás exigían respetar aquel derecho. Otros muchos sostenían que sólo un estado laico podría garantizar la preeminencia de los intereses generales sobre los particulares y, por eso mismo, también la libertad de pensamiento, esencia de cualquier democracia.

Parece que el asunto, tan delicado, se zanjó no sin daño cuando en las escuelas estatales de Francia -que aún era ejemplo histórico en la defensa de los derechos humanos, incluidos los de asilo y ciudadanía- se prohibieron por ley símbolos religiosos o políticos que significaran fundamentos o valores contrarios a los democráticos, aquellos que la escuela está obligada siempre a salvaguardar y a transmitir. Una larga lista de intelectuales muy diversos respaldó la medida gubernamental con una declaración en la que se afirmaba sin ambages que el velo islámico debía prohibirse en las escuelas públicas precisamente en nombre de la libertad.

Por aquí andamos ahora mismo por los días de las Carnestolendas y no es fácil reconocer -orgánicos o inorgánicos, vidrio o papel- otros intelectuales que aquellos que comparecen disfrazados de Gobierno. Pero como también conmemoramos el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, más inquietante resultaría el silencio de conspicuas feministas si no fuera porque, con respetuosa cautela, esperaran a que la Sra Pajín se pronunciase. Previsiblemente, en nombre de este zapaterismo postrimero que en sus buenos tiempos bordó con desenfado la entretenida virtud de una alianza de civilizaciones que hiciera de los días una fiesta de disfraces amena y permanente, una inacabable kermés de moros y cristianos donde, sin desmedro de nadie, todos fueran héroes.

Por aquí, muchos, que no distinguen el discurso del excurso, creen todavía en la solvencia ideológica de un presidente caquéctico e invocan el carácter laico del Estado sólo para retirar los crucifijos de las escuelas, sólo para vilipendiar de cualquier modo a los católicos. Por aquí, muchos enarbolan la bandera de la libertad y la tolerancia para proponer un limbo para muslimes que fuera disolvente extraterritorialidad, de todo punto incompatible con la vida democrática.

Por aquí, otros muchos, socialistas y agnósticos, saben que un estado laico no habría de ser por fuerza antirreligioso. No otra cosa habría de hacer que considerar las creencias religiosas de los ciudadanos como un asunto exclusivamente privado y desviar hacia ese ámbito las prácticas y devociones respetuosas con los principios democráticos.

Acontece, sin embargo, que el Islam no sufrió ningún proceso de secularización y esa carencia vicia o contamina su concepción del Estado: en nombre de Allah, una máquina de exclusión y eliminación de infieles al servicio de imanes y ayatollahs rigoristas. Los mismos que, con provocadora recurrencia, empujan a las familias para que envíen a sus hijas a la escuela tocadas con el velo islámico, para que hagan de ellas una quinta columna del integrismo militante.

Porque en el Islam, la mujer, de condición subalterna, no es libre para prescindir del pañuelo sin el consentimiento de un varón. Tal vez el mismo varón que siguiendo la "tradición" y en defensa de la "identidad" -que a un varón la ata intolerablemente-, pudiera acaso venderla o mutilarla o borrarle la cara para siempre con un abrasivo.

Es cierto que la inmigración debe ser entendida abiertamente para la integración de los nuevos ciudadanos, pero una democracia que lo fuera, y quisiera seguir siéndolo, no debería renunciar a sí misma abriéndose a costumbres que a ella se opusieran.

Una escuela progresista, laica y democrática -como la queremos- no puede permitirse respetar ninguna forma de intolerancia. No todas las prácticas humanas son respetables. Los fundamentalismos no son respetables. Ningún avance vendrá de ningún fundamentalismo, ningún progreso de quien no haya renunciado a la imposición de sus creencias, a la exclusión del otro, como tampoco a la trasgresión de los derechos humanos.

En nuestra escuela pública, que ha de ser también la suya, la niña del velo, como todos los demás, en Arteixo o dondequiera, para alcanzar cabalmente su conciencia ciudadana, sus derechos y obligaciones, sus responsabilidades, debe aprender que es libre y dueña de sí, que no es patrimonio de quien la quiere doblegada o cautiva, como aquí lo fueron nuestras abuelas, víctimas de otros fundamentalismos.

Entretanto se consiguiera ese noble y superior objetivo, no estaría de más que en los centros públicos de enseñanza y como una medida impostergable para la dignificación de la escuela, sin crucifijos ni velos, se considerase la oportunidad y conveniencia del uniforme escolar. Se evitaría así alguna polémica absurda sobre el velo de las moras y al mismo tiempo también que tantos/as cristianos/as a ella acudieran vestidos/as de macarras y pilinguis. Llamo a Bijou, siempre acogedora, para contrastar alguna información y solicitar su parecer. La sorprendo en su casa. Allá, en Chalon-sur-Saône, amorosamente borda ella una capotita con bodoque para su nieta, Amina. Destemplado y recalcitrante, le cuento y me tranquiliza. Hay cosas sencillas -dice- que algunos no entenderían "ni poniéndoles diapositivas". Me recuerda a continuación que "nunca llovió que no escanciara" y, tras asegurarme que supo por La Noria que "Belén Esteban hacía una peli con Torrente Ballester", sin más se despide con un beso. C'est un amour la bourguignonne… Bijou, si sage, si belle, si charmante!

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