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La inquietante musulmana judía

Eran alrededor de las doce de la mañana del pasado lunes. No un lunes cualquiera, sino el lunes del seder, la cena que abre la Pascua judía. Esa noche las familias se reúnen junto a una gran mesa engalanada para la ocasión y, en un ritual culinario y religioso salpicado de simbolismos, rememoran en primera persona la salida de los judíos del Egipto faraónico relatada en el Éxodo. A esas horas la Jerusalén judía estaba medio vacía y cerrada. Nadie trabajaba en las interminables obras del tranvía ni trinaban los claxon.
Me metí en uno de los pocos cafés abiertos de la calle Yafa. Mientras esperaba para pedir, entró una mujer con aspecto de fundamentalista islámica. Portaba un bolso aparatoso, un velo hasta la nariz y unas ropas negras con vuelo que le desdibujaban el cuerpo. Pensé que su imagen no encajaba con el prototipo de las mujeres de Hamás o la Yihad Islámica, mucho más sobrias, casi monjiles. Tampoco encajaba en aquel café frecuentado por judíos anglosajones, religiosos de nuevo cuño, de esos que emigran a Israel para darle un sentido a su vida.
Los camareros y clientes se percataron de pronto de la extraña presencia y todo empezó a moverse. Dos mesas se levantaron y se marcharon. En otras se puso en marcha un ballet de cuchicheos, cejas levantadas y dedos que señalan. Dos mujeres judías, vestidas como potenciales presidentas del Frente Nacional de Judea en La vida de Brian, echaron rápidamente mano al bolso. «He llamado a la poli», me dijo una después. «No es normal que entre una mujer vestida de musulmana en un comercio judío». Al escuchar la conversación, un joven con kipá y aires de estudiante talmúdico quiso terciar. «No está bien que la arresten delante de todo el mundo. Es una cliente habitual». En Israel la consigna es clara: más vale prevenir que curar. Aún está fresca la oleada de atentados suicidas palestinos de la segunda Intifada en autobuses, cafés y discotecas.
Cinco minutos después llegó un policía de fronteras con casco y armado. Habló con la mujer, le pidió sin éxito que abriera el bolso y revisó su documentación. Y es aquí cuando la historia adquirió un cariz inesperado. La mujer no era musulmana sino judía. Totalmente bizarro.
Mientras el policía escrutaba la identificación, me abrí paso entre el corrillo de curiosos que la miraban como a una especie de paquidermo en extinción y hablé con ella. «No he hecho nada, he venido a comer y me quieren arrestar… Esta gente está loca», me dijo en un inglés rudimentario. Sobre el pecho, colgando, llevaba efectivamente una estrella de David de plata.
Su identidad no le sirvió para no ser detenida. A los cinco minutos llegaron seis policías y la metieron a empujones en un coche patrulla. «Es verdad que es judía, pero está loca», me dijo uno de los agentes.
Dentro del café todos se pusieron a opinar. «Me lo imaginaba», dijo un hombre con aspecto de ejecutivo. «Son de una secta judía que vive entre los musulmanes. Quieren matar a judíos porque nosotros matamos a los árabes». «Algo he oído –terció la potencial presidenta del Frente Nacional de Judea–. Seguro que les lavan el cerebro».

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