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La inocencia de los santos

En mi niñez la santidad era otra cosa. Los santos vivían en el extrarradio del mundo. Contaban de algunos que se habían negado a alimentarse con el pecho materno para no contaminarse con la carne siempre pecadora de la mujer. Eran muchos los que morían sin haber mirado nunca un rostro femenino, ni siquiera el materno. Y las mujeres santas jamás conocieron varón. Lo masculino era ocasión de pecado para ellas. Era una santidad blanca, de gorettis y teresitas de Lisieu, de bendita sea tu pureza y eternamente lo sea. Juntos a Papas opulentos de tiaras coronados había hombres de boina y mujeres de delantal sopero.

Hoy los santos son otra cosa. Viajan en AVE, Concorde, coches blindados, con escolta policial, con reyes y mandatarios de rodillas besando anillos. No hay obreros de la Fiat ni empleadas de hogar. Si acaso alguno, como para despistar.

Häring, Congar, Küng, Pagola, José María Castillo, Arregui están excluidos de sus cátedras. Pusieron su esfuerzo creador al servicio del evangelio, indagando caminos nuevos, acercando la cruz al hambre, haciendo del hombre Jesús una projimidad en la construcción de un mundo más humano, más libre, más justo. Pero estorbaban a los Bertones, los Cañizares, los Roucos, los Ratzinger. Acercaron la teología a la humanidad, a sus preocupaciones, a sus aspiraciones de dignidad. Dicen los apologetas de Benedicto XVI que el Papa actual es un gran teólogo. Simplemente, no. Es más bien un conocedor de la historia de la teología. El teólogo auténtico, como cualquiera que destaca en su disciplina, es un creador, un poeta. Ratzinger es un repetidor y eso no da estatura intelectual.

¿Habrá que decir algo sobre la teología de la liberación? Siempre se me antojó un pleonasmo esa superposición terminológica. ¿Es posible una teología que no sea liberación? No. Pero es más cómoda esa otra pseudo elaboración por opiácea, por anestesiante, por alienante. Y en esa estamos. Condenemos el sexo, excluyamos a la mujer, anatematicemos la dignidad de la muerte, prioricemos la misa dominical sobre el amor comprometido, disfrutemos de recibimientos apoteósicos de papas viajeros, encumbremos a balagueres-opus-argüellos ajenos al preservativo, al amor homosexual y hagamos del derecho canónico un sustituto amortajado del evangelio vivo. Es más productivo el dios-castigador que esparce sida, resignación en lugar de justicia, conformidad en lugar de rebelión.

Pronto Polonia de fiesta. Gloria de Bernini escalada por el hombre que nos vino del comunismo decrépito del Este. Deportista, dijeron. Atleta, dijeron. Robusta figura. Guapo, incluso. Viajero sobre todo. Kilómetros de nubes blancas, ruedas de prensa de altura, condenas sin paracaídas sobre Cardenal ministro-poeta nicaragüense. Amigo de sus amigos (qué frase más anticristiana), de Balaguer-Opus, de Maciel-Legionarios, de neocatecumenales-Argüello.

Pronto Polonia de fiesta. Gloria de Bernini en la gloria, ocultando el Vaticano II, constriñendo libertades, segando iniciativas de la ciencia, de la investigación, de avances humanos y humanizantes. Juan Pablo II inquisidor también, Ottaviani de otros tiempos, Cañizares actual, Rouco contemporáneo, Camino-Obispo vigente. Juan Pablo II olvidado de Monseñor Romero, de Casaldáliga, de Helder Camara, de Obispos perseguidos por dictaduras argentinas, chilenas. Encumbrando mártires de la cruzada española, de caudillos victoriosos, santas camisas azules. Sin condenar a los que condenaron, los tiros de gracia, los olvidos sacrílegos. Pero santo casi a partir de Mayo, junto a un Dios extraño, entre vírgenes por los siglos de los siglos, entre santos que nunca miraron el rostro de sus madres, que nunca bebieron la hermosura de la leche femenina, que nunca sintieron el escalofrío del beso.

Son los santos de siempre, los que condenaron el mundo porque nunca lo amaron, los que vivieron una sobrenaturalidad porque nunca tuvieron el coraje de ejercer en el descampado de la duda, sin más palio que las estrellas, sin más refugio que la intemperie. Los que siempre fueron de la mano de Dios porque no tuvieron la elegancia de pasear la vida abrazada por la cintura.

La misma santidad expatriada de mi niñez. Superpuesta, no albergada en los adentros de la existencia. A lo mejor es que sólo soy un niño.

Rafael Fernando Navarro es filósofo

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