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La Iglesia y la ciudadanía

En el fondo, la Iglesia no acaba de aceptar la sociedad laica y el Estado no confesional. Le pasa en esto lo que le ocurre con los derechos humanos. Los acepta en teoría, pero tiene problemas para ponerlos en práctica.

El 26 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional francesa aprobó la 'Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano'. El 26 de agosto de 1790, el papa Pío VI dijo en un consistorio de cardenales: «Por los decretos que han sido publicados por la Asamblea nacional, la religión misma es atacada y ha sido herida, los derechos de la Santa Sede han sido usurpados, los tratados y acuerdos han sido violados». Poco después, Pío VI ratificaba su condena en el Breve 'Quod aliquantulum'. Esta postura papal se mantuvo firme durante todo el s. XIX. De forma que, en 1878, León XIII, en su encíclica 'Quod Apostolici', se quejaba de que los socialistas se atrevían a decir que «todos los hombres son por naturaleza iguales». Porque, a juicio del papa, «la desigualdad en derechos y en poderes dimana del mismo Autor de la naturaleza», ya que sólo así «la razón de la obediencia se hace fácil y nobilísima». De ahí que Dios mismo «constituyó en la sociedad civil diversos órdenes diferentes en dignidad, derechos y poderes». El papa siguiente, Pío X, en la encíclica 'Vehementer Nos', dijo: «En la sola jerarquía reside el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro derecho que el dejarse conducir y dócilmente seguir a sus pastores».

Las ideas de los papas del s. XIX habían sido difundidas y argumentadas por los grandes defensores de la potestad papal. De ellos, cabe destacar a Louis Bonald, Joseph de Maistre y La Mennais, en Francia, Karl Ludwig von Haller y Friedrich von Hurter, en Alemania, Donoso Cortés, en España. Todos ellos, salvo La Mennais, fueron laicos y vinculados a la nobleza. Por lo visto, las clases altas de la sociedad no aceptaron los principios de la 'Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano'. Para defenderse de semejante peligro, vieron la mejor muralla en la exaltación de la potestad papal. De La Mennais es esta argumentación: «Sin papa no hay Iglesia; sin Iglesia no hay cristianismo; sin cristianismo no hay sociedad, de suerte que la vida de las naciones europeas tiene su fuente, su única fuente, en el poder pontificio». Más tajante fue el razonamiento de J. De Maistre que escribía a Luis XVIII: «Recuerde con frecuencia esta cadena de razonamientos: no hay moral pública ni carácter nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo, no hay cristianismo sin catolicismo, no hay catolicismo sin papa, no hay papa sin la soberanía que le pertenece». Y el mismo de Maistre insistía en su obra fundamental 'Du Pape': «Sin el Sumo Pontífice no hay verdadero cristianismo», «el verdadero cristianismo reposa enteramente sobre el Sumo Pontífice».

Este pensamiento alimentó a papas, obispos, clérigos y fieles católicos hasta el final de la segunda guerra mundial. De ahí que cuando, el 10 de diciembre de 1948, la ONU aprobó la Declaración Universal de los derechos humanos, el Vaticano, al menos públicamente, no se hizo eco de tal acontecimiento. Pocos días después, el 24 de diciembre, Pío XII en su mensaje navideño, se lamentaba de las 'insidias y peligros' que afectaban a todos los pueblos. Pero no hizo ni la más ligera alusión a la Declaración de la ONU, uno de los acontecimientos más positivos de todo el s. XX. Fue a partir de Juan XXIII cuando se produjo un giro decisivo en la postura de la jerarquía eclesiástica. Desde entonces, el concilio Vaticano II, papas y obispos han insistido en la importancia de los derechos humanos. La enseñanza de la Iglesia ha llegado a formulaciones excelentes en este sentido. Y así lo demuestra la abundante documentación publicada en dos excelentes libros por R. M. Martino y G. Flibeck.

El problema que tiene la Iglesia, en lo que respecta a los derechos de los ciudadanos, es que habla de una manera y actúa de otra. Ningún obispo de ahora dice lo que escribieron León XIII o Pío X. Pero es significativo que la misma Iglesia que elogia teóricamente la Declaración de los derechos humanos, de 1948, no ha suscrito todavía los dos Pactos Internacionales, firmados el 16 de diciembre de 1966, en Naciones Unidas, por los que los Estados (también el Vaticano) tendrían que haberse comprometido legalmente al cumplimiento de la Declaración.

¿Qué le pasa a la Iglesia con la ciudadanía? Una cosa salta a la vista: la Iglesia se entiende bien con los 'creyentes', pero no encuentra su sitio entre los 'ciudadanos'. Los problemas que tienen los obispos con la asignatura de educación para la ciudadanía se comprenden a partir de la convulsa historia que la Iglesia viene arrastrando desde la Ilustración. En el fondo, la Iglesia no acaba de aceptar la sociedad laica y el Estado no confesional. Le pasa en esto lo que le ocurre con los derechos humanos. Los acepta en teoría, pero tiene problemas para ponerlos en práctica. Por ejemplo, el derecho a la igualdad entre hombres y mujeres. La teología católica, tal como se enseña actualmente, no puede aceptar ese derecho. La sociedad ha evolucionado con más rapidez que la religión. Y la religión, amenazada como se ve, se resiste a aceptar que, en el ámbito de lo civil y de lo laico, ella no tiene la última palabra, como la ha tenido durante siglos. El problema está en que la historia, y con ella la sociedad, siguen adelante. La Iglesia no va a detener ese avance. Por eso lo mejor que puede hacer es centrarse en el fiel cumplimiento del Evangelio y no decir cosas que se van a enjuiciar como ahora enjuiciamos lo que los papas decían hace dos siglos. Pero ya no van a hacer falta dos siglos para que todo el mundo piense que lo que los obispos dicen ahora de la asignatura de educación para la ciudadanía tienen el mismo peso que tenían las condenas de Pío VI contra los derechos del ciudadano.

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