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La Iglesia y el Estado

Con motivo del debate y conflicto jurídico entre el jefe de Gobierno del Distrito Federal y el cardenal de Guadalajara, volvió a ocupar un amplio espacio en la opinión pública el tema del laicismo y de las relaciones del Estado y las iglesias, en especial la católica, que sigue siendo mayoritaria en el país, a pesar de todo.

Los sociólogos de antaño, al estudiar los grupos humanos, clasificaban las sociedades en perfectas e imperfectas; las primeras son las que no requieren de otras sociedades para su existencia, son autónomas y admiten dentro de su propia estructura, sociedades de jerarquía menor, imperfectas, que le son subordinadas y requieren para subsistir de las mayores o perfectas.

Sociólogos de formación cristiana, al sostener esta clasificación, concluían que las únicas dos sociedades perfectas posibles son la Iglesia (la católica) y el Estado (cualquier Estado). ¿Por qué? Porque ni la Iglesia ni el Estado necesitan de fuerzas o grupos externos para su propia existencia, para su vida independiente y pueden valerse por sí, sin injerencias extrañas.

En la antigüedad, los poderes políticos y religiosos se confundían y los dirigentes políticos eran simultáneamente líderes religiosos; lo mismo en Egipto que en Babilonia, en Roma que en Israel.

Es hasta el nacimiento del cristianismo que surge una religión frente al Estado, independiente de éste y frecuentemente contrapuesta a él; la advertencia de Jesús de que su reino no es de este mundo, cuando los judíos esperaban un caudillo militar que encabezara una rebelión contra el Imperio Romano, define el destino de la Iglesia que fundó.

A partir de entonces, y ya por más de dos milenios, se han confrontado las dos espadas, como se decía en el siglo V, o la lucha de las investiduras en los siglos XI y XII, fueron expresiones de la competencia entre los poderes políticos y los poderes religiosos para prevalecer uno sobre el otro.

Durante la Edad Media, la lucha vital en Europa fue para prevalecer fuera del islam que se extendía y la cercaba por toda la cuenca del Mediterráneo, cruzaba el Danubio y se acercaba peligrosamente por el norte, con frecuentes incursiones de mongoles y tártaros en las llanuras de Rusia y Polonia. Europa expulsó a los árabes de España, de Sicilia, del sur de Italia y detuvo a los turcos, ya en el Renacimiento, en la batalla de Lepanto, pero no logró recuperar ni África del norte ni Tierra Santa, a pesar de las sucesivas oleadas de cruzados que lo intentaron.

Esta guerra defensiva, generó una estrecha unión entre la Iglesia y los restos del Imperio Romano y entre la Iglesia y los estados nacionales emergentes. A nuestros territorios americanos llegaron los europeos, al final del Renacimiento, con el arraigado concepto de identificación entre poderes temporal y religioso.

Cuando cambiaron las tendencias en el mundo y se independizaron las naciones americanas de España, nuestros jóvenes estados heredaron la confusa situación anterior, que desembocó en enfrentamientos políticos y en luchas armadas. Los conflictos más graves que hemos tenido en la historia de México son los choques derivados del juego de vencidas entre Estado e Iglesia; en el siglo XIX la Guerra de Tres Años y la derrota del imperio definieron el triunfo del Estado; durante el régimen de Porfirio Díaz hubo una convivencia más o menos concertada y la Constitución de 1917, simplemente determinó desconocer la personalidad jurídica de la Iglesia rival y de las demás iglesias que ya competían con ésta.

Durante los llamados gobiernos revolucionarios, se mantuvo, a partir de los arreglos con los que concluyó la Guerra Cristera, un statu quo de hecho, no de derecho, que tranquilizó las relaciones sin mayores conflictos.

Con la confusa y mal redactada reforma al artículo 130 constitucional, producto de las concertaciones entre Carlos Salinas y la cúpula panista, como parte de la legitimación en ejercicio, se reconoció la personalidad jurídica de las iglesias y éstas y las asociaciones religiosas de cualquier tipo, quedaron sometidas a la jurisdicción del Estado. La solución siguió siendo de componendas, y de ficciones. La Iglesia tiene su propia estructura jurídica y las relaciones con el Estado mexicano se dan en un plano de subordinación respecto de las agrupaciones y grupos locales, pero al exterior, de igualdad con el Estado de Vaticano.

El artículo tercero asienta que la educación que imparta el Estado debe ser laica y ajena a cualquier doctrina religiosa; el 130 prohíbe la existencia de partidos políticos que en su denominación tengan indicaciones que los relacionen con alguna confesión religiosa y los ministros de los cultos, pueden votar pero no ser electos mientras ejercen su ministerio y como todo mundo, tienen libertad de opinión.

Hay bases para un laicismo moderno, en el que el Estado mantenga neutralidad frente a las iglesias y éstas se sujeten a la soberanía, que se traduce en subordinación de las agrupaciones religiosas a la ley. La solución actual debe ser de respeto recíproco, de no injerencia de una organización en la vida de la otra y de autonomía. Si la Iglesia Católica quiere que sus fieles respeten las conductas que les exige, podrá lograrlo, con el convencimiento y el buen ejemplo, no pretendiendo que el Estado use su poder legítimo para constreñir a los fieles a cumplir con los preceptos.

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