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La Iglesia que buscó renovarse

El 11 de octubre de 1962 se inició la mayor asamblea de cardenales y obispos de la historia. El objetivo fue un cambio de paradigma: pasar a una Iglesia abierta a la sociedad. El Concilio tuvo un fuerte impacto en América latina.

Con la puesta en marcha del “Año de la Fe”, la Iglesia Católica Romana conmemora los 50 años del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 11 de octubre de 1962. Mientras esto sucede en Roma, en Sao Leopoldo (cerca de Porto Alegre, Brasil) durante esta semana se celebra, en la universidad Unisinos (de los jesuitas), un congreso continental de teología con la participación de obispos e importantes teólogos latinoamericanos que también recuerdan el Concilio desde una perspectiva más próxima a la llamada “teología de la liberación”. En el Vaticano todo girará en torno de la figura del papa Benedicto XVI, el mismo Joseph Ratzinger que, como máxima autoridad de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), durante el pontificado de Juan Pablo II ordenó silencio al teólogo brasileño Leonardo Boff precisamente porque la Iglesia no aceptó muchas de sus interpretaciones del Concilio. Ahora Boff está en Sao Leopoldo entre los principales expositores del congreso latinoamericano, pero ya no es sacerdote de la Iglesia Católica. Ambos son parte de las dos caras de la misma Iglesia Católica dividida y en crisis a pesar del intento renovador que Juan XXIII inició en 1962 y que luego fue continuado por el papa Pablo VI.

El Concilio, una suerte de asamblea de los obispos de todo el mundo destinada a debatir sobre la situación de la Iglesia y su relación con la sociedad, fue la gran decisión de Juan XXIII (Angelo Roncalli, 1881-1963), el llamado “Papa bueno”, quien tomó la iniciativa de convocar esa instancia buscando “abrir la ventanas para que entraran nuevos aires” a una Iglesia divorciada de la sociedad. Si bien para América latina el Concilio significó una fuerte impronta de renovación –la teología de la liberación puede leerse como un emergente de ello–, los sectores más avanzados señalan hoy que gran parte de las reformas fueron frenadas por los grupos conservadores derrotados en primera instancia en la propia asamblea ecuménica de los obispos.

“Los años pasan, pero la fuerza del Concilio Vaticano II permanece con su carga de deseo de que el Evangelio de Cristo llegue al mundo entero”, dijo ahora el obispo Rino Fisichella, presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, al anunciar la celebración del “Año de la Fe”. Para gran parte de los católicos, el Concilio es el hecho institucional más importante del catolicismo contemporáneo y la puerta que abrió expectativas para grandes cambios en la Iglesia. Hoy las opiniones se encuentran enfrentadas. Si bien desde diferentes posiciones se coincide en que el Vaticano II fue un impulso de gran magnitud para la vida eclesial católica, los puntos de vista están divididos entre quienes siguen reivindicando el acontecimiento como una bisagra en la vida institucional y quienes señalan que las reformas que entonces se propusieron quedaron en formulaciones que no llegaron a concretarse y que en no mucho tiempo fueron abortadas por las mentalidades conservadoras que siguen controlando la institución eclesiástica católica.

En un mensaje radial difundido pocos días antes de iniciarse el Concilio, Juan XXIII decía que “frente a los países subdesarrollados, es decir, frente a la pobreza en el mundo, la Iglesia es y quiere ser una realidad germinal y un proyecto, la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”.

Aggiornamento (actualización) fue la palabra clave que atravesó los tres años de preparación del acontecimiento eclesial clausurado el 8 de diciembre de 1965 y del que participaron 2450 personas provenientes de todo el mundo, en su inmensa mayoría cardenales y obispos, a quienes se sumaron algunos sacerdotes, religiosos y un puñado de laicos e invitados de otras confesiones religiosas.

A la vista de los cambios en el mundo tras la posguerra y del surgimiento de nuevas corrientes políticas y sociales que poco después tendrían manifestaciones como el “Mayo Francés” (1968), con la realización del Concilio, Juan XXIII alentaba la búsqueda de una reconciliación de la Iglesia con la modernidad y, al mismo tiempo, esclarecer la autonomía entre la Iglesia y los Estados a los que había servido de amparo y patrocinio desde Constantino. Por eso la convocatoria del papa Roncalli fue al “diálogo de la Iglesia con sus fieles, con los hermanos todavía no unidos visiblemente y con el mundo contemporáneo”. El objetivo fue un cambio de paradigma: pasar de una Iglesia que se miraba a sí misma a una Iglesia dispuesta a mirar a la sociedad y abierta a hacerse preguntas a partir de la realidad de las personas. Eran perspectivas que el mismo Papa había adelantado en sus encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963). Juan XXIII no pudo ver culminado su propósito. Murió en 1963 antes de que terminara el Concilio, pero su sucesor Pablo VI (Giovanni Montini) tomó la posta y fue un firme impulsor de la iniciativa.

Los intelectuales de la Iglesia aseguran que el Concilio “cambió la forma de hacer teología” (entendida como la reflexión cristiana sobre la práctica) porque reconoció la autonomía de la cultura, de las ciencias humanas y sociales respecto de la religión y, al mismo tiempo, dio libertad para investigar, pensar y expresarse en términos teológicos. También porque el pensamiento teológico dejó de ser exclusividad del ministerio ordenado (sacerdotes y obispos) y se les reconoció a todos los fieles la posibilidad de reflexionar teológicamente.

A ello se sumó la libertad política de los fieles en relación con el pensamiento institucional eclesiástico, y el reconocimiento de la diversidad y la pluralidad política con la única condición de garantizar “el bien común”.

En lo interno, pero a la vista de todos, el Concilio impulsó cambios significativos en la liturgia, la incorporación de las lenguas locales en las celebraciones, la introducción de cantos y gestos más cercanos a la gente.

Pero lo más importante fue introducir la llamada “centralidad de los pobres” en el discurso y, pretendidamente, en la práctica de la Iglesia. Uno de los documentos más importantes del Concilio, Gaudium et spes (Gozo y esperanza), comienza afirmando que “los gozos y las esperanzas de este mundo, sobre todo de los más pobres, son los gozos y las esperanzas de los discípulos de Cristo”. Y en el mismo documento se invita a toda la Iglesia a leer “los signos de los tiempos”, entendiendo por ello las manifestaciones de la historia que interpelan a los cristianos y a la Iglesia.

Los obispos del Tercer Mundo, en particular los latinoamericanos, tuvieron especial incidencia en afirmar esta perspectiva. Lograron plasmar muchas de estas miradas en los documentos, pero no por esto consiguieron derrotar a los conservadores que, a la muerte de Pablo VI y con la llegada de Juan Pablo II al pontificado (1978), encontrarían un fiel aliado para desandar el camino.

Cincuenta años después del inicio del Vaticano II, la Iglesia se encuentra en crisis por múltiples factores y dividida respecto del aporte del Concilio. Mientras alienta la conmemoración del acontecimiento, el papa Benedicto XVI reafirma el rumbo restaurador ya iniciado por su antecesor Juan Pablo II y que tuvo en el mismo Ratzinger a uno de sus principales ejecutores. Para unos el Vaticano II fue el intento más serio de reformar la Iglesia y ponerla a la altura de los desafíos del mundo moderno. Para otros, los más conservadores, ha sido y sigue siendo una hecatombe institucional.

Lo cierto es que, a la hora del balance, la institucionalidad católica sigue sin resolver su diálogo con la sociedad porque no logra construir mediaciones concretas en cuestiones tales como la moral sexual y familiar, los problemas derivados de la pedofilia de muchos de sus miembros y el celibato sacerdotal. Pero a ello agrega la falta de respuestas sobre temas de género y participación de la mujer en la Iglesia, la ecología y la multiculturalidad, la aceptación de la diversidad en el reconocimiento de sociedades plurales que ya no quieren ni necesitan de la tutela religiosa.

En lo interno la importancia del laicado es más una frase que una realidad y la colegialidad episcopal en la toma de decisiones se diluye a manos de un centralismo vaticano cada vez más acentuado.

Medio siglo después del Concilio del aggiornamento, la involución eclesial católica está en marcha. Lo asumen los propios teólogos e intelectuales católicos. El alemán K. Rahner habla de “invierno eclesial”; el brasileño J. B. Libanio, de “la vuelta a la gran disciplina”; el italiano G. Zizola, de “restauración eclesial”, y el español J. González Faus, de “la noche oscura” de la Iglesia.

Pero probablemente los problemas y las dificultades hoy van más allá de la interpretación del Concilio e incluso trascienden la institucionalidad católica. Seguramente tienen que ver con los grandes interrogantes que se plantean a todas las religiones para dar respuestas a los desafíos de la actualidad.

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