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La Iglesia perseguida

Hace unos días, la democracia directa de los suizos nos sumió en un estado de perplejidad. Habían votado los suizos por prohibir la erección de alminares en las mezquitas de la Confederación Helvética. A rebufo de esa consulta, surgieron todo tipo de comentarios. Algunos se sustentaban en el criterio estrictamente paisajístico. Otros se referían a la defensa de la tradición cristiana. Se ampliaba el debate sobre los intentos legislativos del Estado francés para evitar cualquier tipo de demostración que fuera contraria al espíritu nacional republicano. La causa de la laicidad pública –que yo suscribo– se complementaba con la resistencia de la jerarquía eclesiástica y de las escuelas afines a desprenderse del crucifijo en las aulas. Una vez más en Europa se pretendía defender la religión tradicional a costa de mantener los símbolos y de evitar los símbolos contrarios. La reducción de una religión a un símbolo es lo que ha provocado tantas muertes a lo largo de los siglos. El símbolo, una cruz, una media luna, un candelabro de muchos brazos, acaba siendo más que un dogma y una creencia para convertirse en un elemento sobre el que arrojar todo el odio grupal del que el ser humano es capaz. El resultado del referendo suizo, ¿fue por odio o por una visión integrista del urbanismo? No debió de ser por urbanismo la expulsión de los judíos de los Reyes Católicos, ni la de los moriscos, ni los progromos de Rusia o de Polonia, ni Auschwitz, ni el genocidio armenio a cargo de los otomanos ni la demolición de los budas de Bamiyán por los talibanes. Existen religiones que van por dentro y otras religiones invasivas y excluyentes que intentan convertir al pagano a sangre y fuego. Así lo hizo la Iglesia católica hace siglos. En algunos casos hace solo unas décadas, cuando la religión se siente protegida por el Estado de la fuerza.
Pero hoy las cosas han cambiado. Existen demasiados países en los que la exaltación de las propias creencias solo se sustenta en la aniquilación de las creencias ajenas. En Malaisia ardieron en los últimos días seis iglesias cristianas a manos de desconocidos que han hecho caso a la consideración de que la palabra de Dios solo puede ser traducida por Alá.
Hace unos días, un puñado de cristianos coptos morían en atentado religioso en Egipto. Los cristianos de Pakistán ven su integridad y su hacienda perseguida por determinados personajes que les hacen la vida imposible en el sentido más literal de la palabra imposible. Incluso en la cercana Argelia la profesión de fe cristiana por parte de un antiguo musulmán se convierte en delito.
Las guerras de religión parecen cosa del pasado, pero afectan a los ciudadanos por el mero hecho de creer en lo que, a juicio del Estado o de la religión dominante, no se debería de creer. Hace unas décadas se hablaba de «la Iglesia perseguida» para referirse a los creyentes de la Europa del Este gobernada por los regímenes afines a la Unión Soviética.
Pero hay otras muchas iglesias perseguidas. Las profanaciones de cementerios judíos en Francia no son muy distintas al intento oficial de convertir en zona urbanizable los cementerios musulmanes de Jerusalén Este. La guerra de exterminio de las tropas sudanesas sobre la población animista y cristiana del sur de aquel país no se sustenta únicamente en las riquezas naturales del subsuelo. La religión es un derecho, pero hace demasiado tiempo que es un estigma. Si en vez de religión habláramos de espiritualidad, el mundo sería un altar de concordia.

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