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En un país que declaró en la Carta Magna su aconfesionalidad, la presencia abusiva de la Iglesia es una okupa consentida que no solo se niega a salir de la salita de estar, sino que se sienta sin permiso a tu mesa y, con beatífica sonrisa, exige su parte del pastel
La España contemporánea debería revisar el hecho de ser un Estado aconfesional y trabajar en ser un Estado laico, pero la Iglesia católica sigue siendo esa okupa consentida que se niega a abandonar la salita de estar, esa huésped que, en vez de agradecer la hospitalidad que le concedió la Constitución, se instala con arrogancia, reclama privilegios y se permite dictar las normas de la casa, es decir, las reglas del juego democrático. España no será un país realmente democrático hasta que no haga la transición, también política, de pasar de ser un Estado aconfesional a ser un Estado laico, sin la sombra de esa institución que, con su obsoleta casulla y su vasto aparato institucional, aún se atreve a dictar quién puede casarse y quién no, qué se puede enseñar y qué no, qué valores deben prevalecer y cuáles ser eliminados, cómo han de ser las mujeres, quién lo es y quién no, dónde deben estar, qué estilo de vida debemos llevar o no. Un avance racional que no se entiende que siga resultando impensable.