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La iglesia católica es la iglesia del odio

El Vaticano ha declarado que no va a apoyar la propuesta francesa para despenalizar, tan solo despenalizar, la homosexualidad en el mundo.

La propuesta francesa no persigue extender ningún tipo de legislación favorable a las parejas homosexuales, ni tampoco proclama que gays y lesbianas tengan que ser protegidos de la discriminación con determinadas políticas. Únicamente pide que no se condene legalmente a muerte, que no se encarcele a gays y lesbianas por serlo. El Vaticano dice que no, que no apoya esa propuesta porque “crearía nuevas discriminaciones”. Es posible. Si la propuesta saliera adelante, es muy posible que el apaleador de maricas en Latinoamérica o el policía violador de lesbianas en Sudán se sientan un poquito discriminados.

El Vaticano se ha quitado la careta ante el asombro de muchos. A muchos otros nos da aliento para decir lo que ya decíamos: la iglesia católica es la iglesia del odio. No sé por qué se extrañan tanto; es la misma iglesia que se expandió por el mundo para convertir a los no creyentes al precio que fuera, a sangre y fuego; la misma que montó toda una ideología para esclavizar a las mujeres y después organizó con ellas una quema colectiva, la que santificó la tortura, la que demonizó el placer y la felicidad. Es la iglesia intolerante y fanática que se niega a defender a los gays y a las lesbianas perseguidos, torturados, encarcelados o directamente asesinados en muchas partes del mundo; es la misma iglesia que gobierna en Arabia Saudí o Sudán, por eso hacen piña, por eso se han aliado, por eso votan siempre juntos en los organismos internacionales El Vaticano y las más terribles dictaduras teocráticas. Porque son la misma cosa.

Yo no les respeto porque creo que no traen más que dolor al mundo, porque justifican las injusticias, porque encadenan la razón y sujetan los corazones. No siento por ellos más que desprecio y también miedo. Me dan miedo porque siempre han estado al lado del poder y siempre lo han utilizado en contra de los débiles. Porque me siento amenazada en lo más profundo por la imagen de ese dios torturado que ha glorificado el dolor y el sufrimiento y que lo exige para todos en lugar de glorificar la felicidad y el goce. Me siento amenazada en lo más profundo por sus mentiras, por su moral doble y perversa, por el poder ilegítimo que han atesorado y que les concede una voz desproporcionada. ¿Por qué se sienta El Vaticano en la ONU?

El otro día alguien del PP preguntaba en voz alta que a quién pude molestarle un crucifijo colgado en las paredes. Me molesta a mí y supongo que a muchos otros. Ese crucifijo me amenaza directamente. ¿Cómo no va a molestarme? Es el símbolo de quienes mantienen que la injusticia y la discriminación son legítimas. Ese crucifijo en la pared me está agrediendo directamente, está concediendo voz a quienes no deberían tenerla más que en sus casas, no en los espacios de todos. Es un insulto, es una agresión directa a mis creencias y sentimientos más profundos. Y miren, yo también tengo creencias y sentimientos profundos.

No respeto a la iglesia católica ni a ninguna iglesia y estoy en mi derecho de no hacerlo. Respeto la razón y la solidaridad; respeto la bondad y la empatía, respeto a quienes luchan por acabar con las injusticias; respeto a las mujeres y a los hombres que trabajan para que todos los seres humanos tengan una vida mejor, digna y basada en la justicia. Pero no respeto a quienes se aferran a privilegios arcaicos para seguir machacándonos. No respeto a quienes nos odian. A quienes nos odian les odio pero, a diferencia de ellos, no quiero que se les persiga ni se les haga ningún mal. Reconozco que están en su derecho de odiarme por ser como soy. Lo que sí exijo es que se les quite la voz pública de una vez, la presencia pública, el dinero público, los espacios públicos; que prediquen el odio en sus iglesias, que nos dejen en paz.
 

Beatriz Gimeno es escritora y ex presidenta de la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales

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