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La hoguera que atraviesa los siglos

Ardió Troya. Roma fue pasto de las llamas para que Nerón pudiera reconstruirla a su gusto. Las hogueras de la Inquisición devoraron a herejes, judíos y brujas (o sea, mujeres que se atrevieron a disentir). También el Santo Oficio achicharró al enemigo que se obstina en buscar la verdad, encarnado entonces en los cuerpos combustibles de Giordano Bruno y Miguel Servet. La leyenda dice que Hernán Cortés incineró sus naves por miedo a la traición y a que sus hombres se echaran atrás -en realidad, ordenó barrenar el casco de los buques-. La quema de iglesias y conventos jalona dos siglos de revueltas en España. En Tennessee, en Alabama, en Georgia, los encapuchados del Ku Klux Klan iluminaron de terror las noches con cruces incendiadas para amedrentar a los negros, apropiándose así del modo ancestral en que los clanes escoceses llamaban a sus tropas a la batalla. Los hornos crematorios del Holocausto abrasaron a millones de judíos. La fogata de los siglos también ha reducido a cenizas libros, banderas y retratos.

Parece, pues, que una flecha de fuego atraviese de parte a parte la historia y el acervo cultural. Una flecha que tiene algo de irracional y aterrador, de dominio y destrucción, de regreso al lenguaje primitivo de las tinieblas. Por fortuna, el sentido común ha desactivado los delirios incendiarios de Terry Jones, ese oportunista que pretendía hacer una pira de coranes en el aniversario del 11-S. Aun admitiendo que la paranoia del pastor protestante pudiera tener una minúscula justificación -la barbarie del fundamentalismo islámico-, detrás del fuego siempre se esconde el miedo. Y el miedo paraliza y ciega. El miedo es mal pasaporte para cualquier viaje. Hace unos cuantos siglos, los alquimistas, aquellos iluminados que pretendían transformar el plomo en oro, se dieron cuenta de que el fuego y la vida se parecen demasiado como para andar mezclándolos. Ambos necesitan consumir vidas ajenas para alimentarse. Cuidado con la cerilla, pues. Resulta muy fácil prender la mecha y a menudo casi imposible aplacar la llamarada.

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