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La gran mezquita

Desde principios de los años 80 hay musulmanes en Catalunya. Primero eran muy pocos, de acuerdo, pero a partir de los 90 su número se disparó de forma exponencial, sobre todo por el efecto llamada de los puestos de trabajo que necesitaba la creciente burbuja inmobiliaria. Antes nadie pensaba en España como país para emigrar, porque emigrar a España era tan buena idea como emigrar al mismo Marruecos. Todos teníamos familiares que de verdad habían ido a países que sonaban mucho más glamurosos que el vecino: Alemania, Bélgica, Francia, Dinamarca o Suecia.

O sea, que la teoría que muchos comenzaron a difundir de que los marroquís se desplazaban hacia la Península para recuperar Al-Andalus era bastante absurda, sobre todo porque la mayoría de los que se iban, procedentes de zonas rurales pobres por la sequía y empobrecidas por un régimen dictatorial al que poco preocupaban sus súbditos, no tenían ni idea de lo que era Al-Andalus. Ni sabían de los prejuicios que corrían entre la población autóctona que los recibía sobre su condición de violentos, astutos y traidores. Ni mucho menos se podían imaginar que en el subconsciente colectivo de sus nuevos vecinos persistían ideas del pasado sobre los moros, que podían ir del Cid Campeador a la Guardia Mora de Franco.

Sin toda esta información, los nuevos musulmanes, que lo eran desde que nacieron pero que volvían a serlo en el nuevo territorio, cuando fueron lo bastante numerosos hicieron lo que es más natural, lo que por pura lógica les tocaba hacer: buscar la manera de poderse encontrar, de poder reunirse y reproducir, aunque fuera lejos de casa, una de las esencias del hecho de ser seguidor del islam, que no es otra que la de hacer comunidad, de ser 'umma'. Quisieron algo tan sencillo como una mezquita.

Como eran pocos y de lo que llamaríamos clase trabajadora, al principio la solución que encontraron fue la de alquilar un local a pie de calle, forrar el suelo de alfombras de plástico pegadas con cinta de embalar y encontrarse allí para rezar y hacer la vida social que hacían en el país de origen. Ahí ya empezaron las movilizaciones vecinales en contra, se recogieron firmas, hubo manifestaciones virulentas. Ahora ya han pasado unos cuantos años de todo aquello, y esos oratorios se han quedado pequeños y hace tiempo que la comunidad reivindica la necesidad de tener una mezquita de verdad que, además de ser lugar de reunión, sirva para simbolizar el asentamiento de un colectivo que a estas alturas ya debería ser considerado propio.

Algunas poblaciones las están construyendo, en las afueras y disimulando sus rasgos islámicos. No hay, sin embargo, una gran mezquita en Barcelona que reconozca a los musulmanes catalanes. Hace unas semanas alguien lanzaba un globo sonda sobre la posibilidad de que el grupo Balañá estuviera negociando con el emirato de Qatar que la Monumental se convirtiera en esta primera gran mezquita. La empresa lo desmintió, pero sería el lugar perfecto. Ya no podría haber protestas contra el hecho de que la arquitectura de la mezquita sea foránea, ajena a “nuestra cultura” arquitectónica, porque aquellos arcos y aquellas cúpulas no se las inventó ningún radical seguidor de Mahoma, sino un arquitecto de nombre tan nostrat como Ignasi Mas i Morell.

Plaza de toros Monumental Barcelona 2011

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