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La fe del converso

2 de abril de 2010

Astorga, junio de 1490. La Santa Inquisición detiene a un tal Benito García, judío converso, cristiano bautizado desde hacía 35 años, que regresaba de una peregrinación a Santiago. Benito lleva en su equipaje una hostia consagrada, o eso cuentan los inquisidores; es torturado durante seis días hasta que al séptimo cuenta lo que sus torturadores quieren oír. Dice formar parte de una conspiración con otros cinco conversos y dos judíos más de su pueblo, La Guardia (Toledo). Benito confiesa que han crucificado a un niño cristiano en Viernes Santo, al que después han arrancado el corazón para mezclarlo con la hostia en un conjuro mágico que mataría a todos los cristianos para que así los judíos heredasen sus posesiones.

A pesar de que en el pueblo de La Guardia no consta ningún niño asesinado, ni siquiera desaparecido, Benito y sus supuestos correligionarios son condenados a muerte. Arden en la hoguera el 16 de noviembre de 1491, mientras que su inexistente víctima es canonizada. Aún hoy hay ermitas que rezan al Santo Niño de La Guardia. El inquisidor general, Tomás de Torquemada, da publicidad al caso para pedir a los reyes la expulsión de los judíos. Sólo unos meses después, en marzo de 1492, Isabel la Católica complace a Torquemada, su confesor personal, y decreta el destierro de todo judío que no reniegue de su fe.

La anécdota más siniestra de esta vieja historia es que el propio Torquemada, el gran inquisidor, provenía de una familia de judíos conversos. No le culpo por ello. El converso, por miedo, para hacerse perdonar, suele ser siempre el más devoto, el más fervoroso en sus demostraciones de fe. Tal vez sea ésta una de las razones históricas por la que el último rincón de Europa en convertirse al cristianismo, la antigua Al Andalus, es hoy el lugar del mundo donde con más pasión se celebra la Semana Santa.

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