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La cuestión de la identidad judía abre una nueva brecha en Israel

La falta de reconocimiento priva a los afectados de derechos como el acceso a la tierra pública El Rabinato israelí impide que cientos de miles de inmigrantes sean considerados fieles del judaísmo

Un grupo de judíos celebra en 1999 la festividad de 'Bar Mitzvah' ante el Muro de las Lamentaciones, en Jerrusalén. AP / JACQUELINE LARMA

Mientras los judíos vivieron confinados a la fuerza en guetos y comunidades endogámicas gobernadas por los rabinos y las leyes mosaicas, apenas hubo necesidad de debate. Pero la cuestión sobre la identidad judía adquirió una nueva dimensión a partir de la Revolución Francesa y la difusión de los principios de ciudadanía e igualdad ante la ley. Comienza entonces el proceso de emancipación de los judíos de Europa. Muchos salen del gueto, asimilan las costumbres de la época, se casan con gentiles y abandonan el judaísmo. La identidad se difumina. ¿Quién es, por tanto, judío? La pregunta colea todavía hoy.

La ortodoxia religiosa nunca albergó dudas. Es judío el hijo de madre judía, de acuerdo con la halajá (ley mosaica). Pero el Estado de Israel, acuciado por necesidades más terrenales, decidió ensanchar sus límites para incentivar la emigración y contrarrestar la demografía palestina. En la ley del Retorno permitió la emigración a cualquiera que tuviera al menos un abuelo judío. El andamiaje se sostuvo hasta que, en los años 90, más de un millón de judíos de la extinta Unión Soviética recalaron en el Estado sionista. Unos 300.000 descubrieron que, para los rabinos de su nueva patria, no eran judíos.

La abogada Diana Shatiro lo recuerda como un descubrimiento «traumático». Nacida en Lituania hace 34 años de padre judío y madre católica, creció sintiéndose judía. «En casa nunca celebramos el sabbath, pero había una atmósfera muy judía. Se cantaban canciones tradicionales y a veces íbamos a la sinagoga», explica por teléfono.

CONVERSIÓN RELIGIOSA / Al emigrar a Israel amparada en la ley del Retorno, obtuvo automáticamente la nacionalidad. Pero para constar como judía, debía convertirse. «Al principio me negué porque pensé que era injusto. Si Hitler no hacía distinciones, ¿por qué las hace Israel?», reflexiona con crudeza. El mismo dilema persigue a decenas de miles de emigrantes, tanto rusos como de otras nacionalidades.

Van al Ejército, hablan hebreo y pagan impuestos, pero al no ser reconocidos como judíos no pueden casarse o disponer de ese 92% de tierra pública reservada para beneficio de los judíos. Incluso tienen dificultades para ser enterrados en cementerios consagrados. «El Rabinato ortodoxo les pide los certificados de nacimiento o defunción de sus madres o sus abuelas, pero en la URSS muchos registros desaparecieron», explica la activista social por el matrimonio civil, Thalma Shiloni.

La solución a su limbo identitario pasa exclusivamente por la conversión, monopolizada por el Rabinato ortodoxo. Sus cursos de conversión son extraordinariamente estrictos y, de media, se prolongan 18 meses. Durante el proceso, los candidatos y sus familias deben vivir como los ultraortodoxos. Vestir recatadamente, enviar a sus hijos a las escuelas religiosas, mudarse a un barrio religioso, comer kosher o cumplir con los preceptos del sabbath.

Una familia ortodoxa se encarga de supervisar que todo el entorno familiar se transforma. «Muchos desisten durante el proceso o suspenden en el examen final porque el Rabinato tiende a buscarle los cinco pies al gato. Una falda demasiado corta puede ser motivo de suspenso», explica Sandra Kochman, rabino del movimiento conservador, una corriente más liberal que la ortodoxia. Entre otras cosas, permite la ordenación de mujeres. Los conservadores y los todavía más liberales reformistas son minoría absoluta en Israel, pero en EE UU agrupan a casi el 95% de la comunidad judía.

Durante la última campaña electoral, el partido Yisrael Beiteinu, que se nutre del electorado ruso, se comprometió a facilitar el proceso de conversión. Su proposición de ley pasó el mes pasado el primer trámite parlamentario. Con ella pretende descentralizar las conversiones, permitiendo que los rabinos de las ciudades, generalmente más empáticos con las necesidades de su feligresía, puedan encargarse también de los exámenes. Pero hay un matiz.

Al pactar la ley con los ultraortodoxos, el partido del ministro de Exteriores, Avigdor Lieberman, incluyó una cláusula ambigua que podría otorgar la validación final de la conversión al Rabinato. La propuesta desató una oleada de críticas desde la diáspora, donde vive más de la mitad de los 13 millones de judíos del mundo. Reformistas y conservadores temen que el Rabinato pueda anular las conversiones que llevan a cabo dentro y fuera de Israel.

DONACIONES DE LA DIÁSPORA / Su indignación no pasó inadvertida para el Gobierno de Binyamín Natanyahu. Hace 10 días suspendió la tramitación de la ley seis meses, consciente de la importancia que tienen las donaciones de la diáspora y su papel de lobi político. «Esta ley podría desgarrar al pueblo judío», dijo.

Para emigrantes como Diana Shatiro, la benévola conversión del movimiento conservador le permitió regularizar su condición de judía sin alterar su estilo de vida. «Quería seguir siendo yo misma sin renunciar a mi creencia en la igualdad entre hombres y mujeres o a mi amor por el arte y la literatura», dice.

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