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La candidatura de Dios

Cuando la Jerarquía de la Iglesia orienta el voto de los ciudadanos, parte de dos premisas: la primera surge del engreimiento y el orgullo de sentirse poseedora absoluta de la verdad en régimen de monopolio.

La segunda, de una concepción del votante como menor de edad, sin madurez suficiente para tomar decisiones responsables sin la tutela de quien ejerce un magisterio que se impone en nombre de Dios. Ambas premisas son coincidentes con todas las dictaduras que en el mundo han sido. Franco tenía muy claro que el pueblo no sabía lo que quería y en consecuencia debía ser él quien por la gracia de Dios hiciera de España una unidad de destino en lo universal. Y estar en desacuerdo con el general o con el episcopado conllevaba un pecado contra Dios. Dios, Iglesia y Dictador formaban una trinidad inapelable, suprema, dispensadora del bienestar de conciencia y de bienestar social y político.

La Jerarquía católica siempre ha tenido muy claro a quién corresponde el papel del magisterio y el del aprendizaje. La Iglesia docente y discente sigue teniendo vigencia. El ser humano no es artífice de su propio quehacer, sino simple plastilina en manos de estos artesanos mitrados. Dios sacó al hombre del barro y sus vicarios se atribuyen una creación sacrílega de la humanidad.

La Iglesia no ha asimilado el tránsito de súbditos a ciudadanos. Su complejo de madre amantísima le lleva a considerar a sus hijos pequeños para siempre. Y confunde autoridad con autoritarismo. “Lo malo es haber pensado”, decía irónicamente Ionesco. La secularización, la aconfesionalidad, la madurez de la sociedad le duele a la Jerarquía por la capacidad de interrogarse que conlleva y que desplaza la obediencia ciega como instrumento de poder abusivo, absolutista y dictatorial. A la Iglesia le estorban los hombres y mujeres responsables de su propia aventura, constructores de un mundo con hechuras de libertad.

La homosexualidad es una enfermedad, la matanza de mujeres son problemillas y hay niños que provocan la violación. Lo afirman los Obispos de Alicante y Tenerife. Y siguen ahí, hombres de pectoral en pecho. Nadie les ha exigido que se vayan, porque son indignos de figurar a la cabeza de una sociedad que quiere enseñar a sus pequeños valores constitucionales y aupar orgullosa a la mujer como un valor en sí misma.

Condenan a un gobierno que amplía derechos humanos, que respeta el amor, que busca la paz, que lucha por la igualdad hombre-mujer, que se preocupa por los dependientes físicos y que promueve una autonomía madura del ser humano como realización suprema y mundanal. Prefieren llevar al poder a quienes nos metieron en una guerra que chorrea hermandad muerta por los cuatro costados, que atribuye al hambre inmigrante todos los males que nos aquejan. Rechazan la eutanasia porque el dolor es un elemento exculpatorio de la justicia divina y el sufrimiento, un placer que sacia el hambre de un dios vengador que nada tiene que ver con el evangelio.

No hay que hablar con terroristas. Sólo si visten charreteras y son generalísimos de tierra, mar y aire.

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