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¿Invierno islamista o cambio de líneas?

El autor, filósofo y arabista, explica el proceso que se desarrolla en los países que iniciaron las rebeliones árabes, Túnez y Egipto, y otros como Bahréin y Yemen.

El asesinato el pasado 8 de febrero del dirigente marxista y panarabista Chukri Belaid, aún sin elucidar, devolvió fugazmente la transición tunecina al primer plano de la actualidad, dando la razón, además, a los que, de derechas o de izquierdas, destinan la mal llamada “primavera árabe” a un inexorable “invierno islamista”. Aún más: ese vil asesinato –con el ensañamiento simbólico de la destrucción del monumento erigido en memoria de la víctima– parecía acompasar más que nunca los paralelismos sísmicos entre Egipto y Túnez, acelerando y profundizando la confrontación entre dos bloques definidos menos por sus programas que por su alineamiento identitario o, peor aún, por su pura oposición formal.

En un paradójico retorno del pasado, la criminalización reductiva del islamismo, ahora en el gobierno, en parte responsable sin duda de la violencia política, hacía casi irremediable la unificación de la oposición, con arreglo al modelo del Frente de Salvación Nacional egipcio, y la confluencia táctica de liberales, fulul de la dictadura e izquierda radical frente a Nahda y sus “amenazas wahabitas”.

Un proceso complejo

Pero la muerte de Belaid ha revelado más bien todo el bullicio disfrazado bajo el conflicto islam-laicismo y toda la complejidad de los procesos abiertos en el mundo árabe. Tras el multitudinario entierro del dirigente del Frente Popular, la decisión del primer ministro Hamadi Jebali de formar un gabinete apartidista a fin de resolver la crisis política en la que ha quedado enfangada la transición tunecina fue respondida no sólo por toda la oposición sino por sus propios socios de gobierno y, mucho más significativo, por su propio partido. La solución parece incierta, pero podemos extraer ya dos conclusiones. La primera es que no se trató de una decisión unilateral y suicida sino que ha habido fuertes presiones externas e internas –de las potencias occidentales y del Ejército– para que esa propuesta fuera aceptada, tal y como lo demuestra el cambio de posición de los partidos del centro y de la derecha laica (Nidé Tunis, Al-Masar, Al-Jumhuri), que en muy pocos días pasaron de un rechazo frontal a un apoyo incondicional.

La segunda es que hay una fractura profunda y difícilmente reparable entre dos sectores del partido islamista, uno más próximo al salafismo, encabezado por su líder histórico, Rachid Ghanouchi, y otro más moderado y democrático, cuyo referente sería precisamente el jefe del gobierno. La manifestación del pasado sábado 16 de febrero fue una respuesta a la movilización laica del día 8, pero fue sobre todo una protesta de Nahda contra Nahda en la que los partidarios de Ghanouchi, en nombre de la revolución, mostraron su rechazo al gobierno tecnocrático de Jebali. En apenas dos años, el partido islamista no sólo ha perdido mucho apoyo popular, como en Egipto, sino que aparece roto y desorientado.

Entre tanto, el Frente Popular, la coalición de izquierdas a la que pertenecía el asesinado, se propone realmente como una tercera fuerza. Tentado a veces por una lógica insurreccional poco realista, el nuevo reordenamiento de alianzas le confiere una autoridad y una independencia que antes no tenía. En ese sentido, y tras una primera reacción muy visceral, su iniciativa de llamar a un Congreso Nacional de Salvación a partir de un programa concreto de fuerte contenido social que excluye sin mencionarlas a todas las derechas, tanto laicas como religiosas, lo convierte en una verdadera alternativa a medio plazo, a condición de que la tensión calculada y la violencia fascista no descarrilen el frágil proceso constituyente. La “reaparición” trágica de Túnez en los noticieros debería alimentar análisis a contrapelo de los medios hegemónicos, grandes publicistas de nuevo, como antes de la “primaveras árabe”, de “la amenaza islamista”.

En Túnez, como en el resto de la región, esa amenaza, que debe ser definida con cedazo, es sólo una entre otras muchas. El esquema laicismo-islamismo oculta tres conflictos mucho más interesantes: los conflictos dentro del propio islamismo, que deberían ser aprovechados a favor de la democratización y la revolución; el conflicto entre las viejas y las nuevas élites político-económicas, con todos los desplazamientos geoestratégicos que ya están provocando; y el conflicto entre esas élites, islamistas o laicas, y los movimientos populares, cuyo tiempo de maduración y reacción, como bien escribe la profesora tunecina Hela Yousfi, es muy distinto al de las batallas propiamente políticas.

Cuando se cumplen dos años del comienzo de la gran sacudida regional que hace aún temblar el mundo árabe, dos países han desaparecido completamente de los medios de comunicación, Bahréin y Yemen, controlados por EE UU desde Arabia Saudí, el único eslabón donde podría romperse realmente la cadena. Los otros cuatro –Túnez, Egipto, Libia y Siria, con todas sus diferencias– aparecen emborronados bajo la media luz, interesada y alarmista, de las amenazas islamistas. Sería estúpido y suicida negar que las revoluciones árabes abren –como suele decirse– una “ventana de oportunidad” a la constelación de la franquicia Al-Qaeda. También a los imperialistas. Pero también a las fuerzas democráticas y de izquierdas, las únicas que representan las reivindicaciones originales del estallido popular: económicas, sociales y políticas.

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