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Intolerantes en nombre de la Fe

La niña con síndrome de Down a la que se le negó la Primera Comunión evidencia la involución de la Iglesia

Teià, una población cercana a Barcelona, ha saltado a primera página de la actualidad por un lamentable suceso que nunca debería haberse producido. El párroco de la localidad, Josep Lluís Moles, se ha opuesto a que una pequeña feligresa aquejada de Síndrome de Down hiciera la Primera Comunión en su parroquia. En declaraciones posteriores, el sacerdote ha pretendido justificar su actitud alegando que sólo propuso aplazar la ceremonia dado que la niña presentaba “un grado de subnormalidad profunda”.

Podía haberse ahorrado las explicaciones: en primer lugar porque el Síndrome de Down no puede nunca calificarse de subnormalidad profunda y además porque, evidentemente, ponía en evidencia que él, un hombre de fe, había olvidado las palabras de Jesucristo “dejad que los niños se acerquen a mi” (Mc 10,14). Afortunadamente, la actitud abierta del párroco de la iglesia de la Mare de Déu del Roser de Badalona solucionó el problema y la niña, tal como quería la familia, pudo recibir la Primera Comunión junto con su hermano gemelo.


La intolerancia en nombre de la Fe
Lo peor es que no es un caso aislado. En 2007 se dio otro caso muy similar en la parroquia gallega de Santo Tirso de Veigamuiños. En este caso a los padres se les dijo que el niño “desentonaba” con el grupo de comulgantes y el párroco insistió a los padres que el niño comulgara en solitario. Ante hechos como los expuestos cabe preguntarse en primer lugar donde está la tan cacareada caridad cristiana. Pero, sobre todo, que se ha hecho con aquella iglesia comprometida y renovada que nació del Concilio Vaticano II.


Un Concilio para actualizar la doctrina de la iglesia
A iniciativa del Papa Juan XXIII, en el otoño de 1965 se inauguró el Concilio Vaticano II con el propósito de llevar a cabo una magna obra de aggiornamento o puesta al día de la Iglesia, renovando aquello que se creyera necesario, y revisando fondo y forma de las funciones litúrgicas. Así, ante el escándalo de los sectores más inmovilistas, la liturgia abandonó el latín, se potenció la relación con las iglesias anglicana y ortodoxa, y los seglares comenzaron a tener voz y voto en el seno de la Iglesia.


La Teología de la Liberación
Poco después, a la luz del Concilio, nació en Iberoamérica la llamada Teología de la Liberación que, capitaneada por el teólogo Leonard Boff, propugnó una Iglesia al servicio de los débiles y oprimidos. Un propósito que no tardó en encarnarse en la actuación de personalidades de la talla de los jesuitas Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino; o del obispo brasileño de origen español, Pere Casaldáliga.


La Iglesia como fuerza opositora al régimen
En sintonía con esta corriente de pensamiento, la Iglesia española no tardó en erigirse en grupo de presión contra la dictadura. No hay que olvidar, por ejemplo, al filósofo Alfonso Carlos Comín que, sin renunciar a sus creencias, fue un activo militante comunista; a los llamados curas-obreros que, en parroquias castigadas por la marginación o la miseria, llevaron a cabo una auténtica labor de integración social, ni por supuesto, acciones concretas como la fundación de Comisiones Obreras en la parroquia de Sant Medir de Barcelona (1964) o el destacado papel que jugó el cardenal Tarancón en la construcción de la España democrática.


De la Iglesia postconciliar a la iglesia de Ratzinger
En la actualidad aquella Iglesia renovada, más próxima que nunca al mensaje evangélico, parece un espejismo. Salvo honrosas excepciones –como es el caso de la parroquia madrileña de San Carlos Borromeo–, apenas si queda rastro de ella tras la condena de la Teología de la Liberación por Juan Pablo II, por iniciativa del entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe el cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Se adujo para ello que, pese a que el movimiento no era incompatible con el mensaje cristiano, se apoyaba en teorías de raíz marxista incompatibles con el dogma católico.


Una imparable involución
En realidad se trataba del punto de partida de una imparable involución hacia el fundamentalismo católico perfectamente orquestada desde Roma. La jerarquía eclesiástica parece hoy decidida a ponerse del lado de los poderosos, y haber olvidado que su misión es proteger y defender al débil. Buen número de creyentes reclama la enérgica condena por parte de las autoridades eclesiásticas en defensa de los niños víctimas de abusos sexuales por sacerdotes católicos, reclaman la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la aceptación de los homosexuales en el seno de la Iglesia y el reconocimiento del preservativo y otros métodos anticonceptivos encaminados a preservar la salud y a permitir a los católicos una paternidad responsable.


Una iglesia dividida
Sin embargo la jerarquía, como en tantos otros momentos de la historia, hace oídos sordos y se refugia en ritos ancestrales, lujo y oropel volviendo la espalda incluso a aquellos de sus miembros que llevan a cabo una importantísima tarea social en barrios deprimidos o en los países del Tercer Mundo.

El caso del sacerdote que, en busca de la pureza dogmática, ha negado la comunión a una niña afectada de Sindrome de Down es, pues, la punta del iceberg. De ese enorme bloque de hielo en el que la jerarquía de la Iglesia Católica parece haber congelado la obra renovadora del Concilio Vaticano II.

María Pilar Queralt del Hierro es historiadora y escritora

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