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Interrupción Voluntaria del Embarazo

AUNQUE el nacimiento de un niño es un portento natural que hay que admirar y aceptar como tal. Uno piensa, pese a ello, que en este asunto del aborto nadie puede imponer una determinada posición ética a nadie. Es necesario reconocer que existen situaciones terribles en las que las mujeres tienen derecho a interrumpir un embarazo que no desean. Si admitimos que la vida del ser humano tiene un valor innegable, pues es un fin en sí mismo, no se puede aceptar que una potencial secuencia biológica, que se desarrolla necesariamente en las entrañas de la mujer, pueda mantenerse contra su propia voluntad, más aún si ese desarrollo embrionario conlleva una malformación congénita, pone en peligro su propia vida, es producto de un craso error o de una violación, pues supondría permitir que la potencia se materializara en acto en condiciones perversas, particularmente precarias e indeseables. El ser humano no es un mero cúmulo de hechos biológicos que se suceden ordenadamente hasta alcanzar una determinada corporeidad, sino trascendencia que se proyecta más allá de lo carnal y tiende racionalmente a su pleno desarrollo social. Por ello, ningún ser humano debe nacer condenado de antemano a vivir en un infierno. Es la madre el lugar en el que se decide de forma voluntaria y desiderativa el futuro de la aventura humana. Nunca puede depender, por lo tanto, del arbitrio ajeno de quien se considera en posesión de la verdad absoluta, o de quien pretende ostentar el monopolio moral y aspira a conformar el mundo de acuerdo con sus ideales, pues la historia demuestra que todo lo que el fundamentalismo hace por el bien de los demás, arroja siempre un balance estremecedor.

En esta contienda acerca de la Interrupción Voluntaria del Embarazo se mezclan principios biológicos, éticos, religiosos y sociológicos en una amalgama muy alejada de la sensibilidad real de las mujeres afectadas, que se ven obligadas a tomar una dura decisión que afecta a su cuerpo, al embrión que llevan en sus entrañas, a sus sentimientos y, en definitiva, a su futuro. No me cabe duda de que es una cuestión espinosa y delicada que debe, precisamente por ello, tener un carácter estrictamente personal y debe ser tratado, por lo tanto, como asunto de conciencia privada y no penal. El lenguaje brutal e intransigente, así como los fotomontajes manipulados y vergonzosos utilizados en sus campañas por parte de quienes están en contra del aborto -pese a que sus mujeres gozan de la libertad de no abortar si se vieran en esas mismas circunstancias-, no hace sino multiplicar injustamente el sufrimiento de las mujeres que se ven obligadas a tomar esta dramática decisión. Lo cual supone una falta de compasión y de clemencia con el sufrimiento ajeno que sólo puede calificarse de vileza.

En términos de potencia y acto, ni siquiera santo Tomás de Aquino -pese a que trató de forma sutilísima, en la Summa Teológica , las sucesivas fases puramente vegetativas y sensitivas por las que atraviesa el embrión-, pudo determinar en qué fase del embarazo recibe el feto el alma intelectiva, es decir, cuándo tiene lugar la humanización definitiva, aunque concluyó que la animación es sucesiva y posterior a la formación del cuerpo, contradiciendo a san Agustín. Lo cierto es que no hay no hay ninguna teoría matemática ni biológica ni teológica que sepa decirnos con precisión en qué momento se produce este punto de inflexión en el que un embrión pasa a ser realmente humano. ¿Es la mórula, el blastocito, el embrión o el feto el que puede ser considerado sin ambages como netamente humano? Tal vez estamos condenados a saber únicamente que tiene lugar un proceso, cuyo resultado final es el prodigio del recién nacido, y que decidir hasta qué momento se tiene el derecho de intervenir en ese desarrollo y a partir del cuál no es lícito hacerlo, no puede ser aclarado. Las fronteras, aunque quizá sean falaces, las tiene que decidir el ser humano, pues nada inteligible y objetivamente demostrable hay escrito en el cielo o en la naturaleza que nos pueda auxiliar en nuestras determinaciones. Al contrario, la gestación del ser humano sólo encuentra indefinición, contingencia, riesgo y gratuidad. En definitiva, en su origen se percibe claramente la exterioridad del accidente, y si a éste se suma la involuntariedad y el consiguiente rechazo, formaliza que la decisión corresponda enteramente a la mujer y sólo ante su propia conciencia. Nada que objetar, pues, sobre el derecho que, en una sociedad laica, asiste a la mujer a decidir libremente sobre su maternidad.

Nos guste o no, si la legislación no es clara e inequívoca, las mujeres que se encuentren en esa delicada situación, que en ningún caso es deseada por ellas, se topan con dificultades añadidas, siempre traumáticas, que no ayudan precisamente a superar tan fatal situación. La modificación de la Ley de Interrupción del Embarazo permite precisamente clarificar todas aquellas cuestiones que en la anterior legislación mostraban cierta opacidad, y que dieron lugar a querellas tan enconadas como estériles. Conviene recordar que el Comité de Igualdad del Consejo de Europa aprobó recientemente un informe en el que defiende que el aborto es un derecho inalienable de las mujeres.

Otra cuestión que puede resultar polémica es que las mujeres de 16 años puedan abortar sin el consentimiento paterno, pero si a esa misma edad se pueden casar y tener descendencia, también, consecuentemente, parece lógico que puedan abortar. Es más, las mujeres de 16 años pueden operarse por voluntad propia sin necesidad de contar con el consentimiento de sus padres. El Código Civil establece que los derechos personalísimos de los jóvenes quedan al margen de la patria potestad, por lo que en este sentido no existe conflicto alguno. La Ley de Autonomía del Paciente, de 2002, estableció por primera vez la mayoría de edad sanitaria, y la situó a los 16 años. Esto implica que a partir de esta edad existe capacidad legal para decidir sobre tratamientos médicos y quirúrgicos sin necesidad del consentimiento paterno, y nadie se ha escandalizado hasta la fecha por ello. En realidad, la modificación de la Ley tan sólo pretende que -en esta sociedad aconfesional en la que tenemos que convivir creyentes, ateos y agnósticos- esas mujeres, que ven su vida arruinada por un embarazo no deseado, puedan libremente tomar la difícil decisión de abortar, disponiendo, claro está, de la cobertura legal y sanitaria que les permita practicarlo sin necesidad de recurrir a la clandestinidad que tantos riesgos conlleva. Traer al mundo un bebé no deseado, que seguramente después será mal atendido, no puede justificarse por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia, si es que realmente nos preocupan los niños. El aborto ha existido siempre, es tristemente una realidad social que han realizado creyentes y no creyentes desde tiempo inmemorial, y negarlo es una hipocresía difícil de sostener. Es más, durante los ocho años en los que gobernó el PP en España, se practicaron unos 500.000 mil abortos y se abrieron numerosas clínicas abortistas privadas, pero no hubo ni una sola manifestación de los obispos. Y es que la campaña contra el aborto responde, en realidad, a una permanente estrategia de crispación contra el Gobierno, calculada de forma minuciosa y diseñada conjuntamente por el PP, medios de comunicación afines y por los obispos, y tiene como único objetivo desgastar a los socialistas para desalojarlos del poder cuanto antes. Pero este espíritu de conspiración constante denota una falta de madurez democrática, una total ausencia de sentido de Estado, y una deleznable inmoralidad que preocupa y cansa, pues acaba por dividir profundamente al país. Seguramente las dos partes en conflicto nunca se van a poner de acuerdo, pero este desencuentro -en una sociedad plural y tolerante- no puede degenerar en odio, sino dirimirse pacíficamente mediante la aritmética democrática.

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