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Inmatriculada corrupción

No merece llamarse democracia el sistema político que no democratiza su sistema económico. Que no socializa toda su riqueza mediante una fiscalidad universal y progresiva. Que ampara exenciones injustas y paraísos fiscales dentro de su propio Estado. Todos somos ciudadanos porque todos estamos sujetos al deber de declarar y tributar, pagando más quien más tenga. Ése fue el grito de los revolucionarios norteamericanos contra los colonizadores británicos: “no taxation without representation”. Y por la misma razón murió el feudalismo en Francia, arrastrando su caída a media Europa, cuando las asambleas populares votaron la abolición de los privilegios de la nobleza y el clero. Desgraciadamente, esta revolución siempre fue abortada en España por quienes nos mantienen anclados en la eterna Edad Media de su escudo: la cruz y la corona. En pleno siglo XXI, Iglesia y Estado siguen siendo dos hermanas siamesas cosidas por el bolsillo. Y a cada intento político de separación para incorporarnos a la modernidad, sobreviene una reacción visceral por puro instinto de supervivencia.

El pueblo siempre supo que esta dependencia parasitaria era culpable de sus males. Pero necesitaban de los ilustrados para elevar su voz y denunciar razonadamente lo obvio. En el Informe reservado de 1787, el conde de Floridablanca alertó del triple fraude a las arcas públicas ocasionado por los inmuebles en las “manos muertas” de la Iglesia: no pagan impuestos, privan de su aprovechamiento a quienes de verdad los necesitan, y su conservación corre de cuenta del Estado. A pesar de la estrategia moderada de Camponanes o Jovellanos respecto a los bienes eclesiásticos, el Rey rechazó sus informes y la Inquisición los condenó por diabólicos. Las sístoles y diástoles del siglo XIX trajeron dos grandes e insuficientes desamortizaciones. La vanguardista ley republicana intentó equipararnos al resto de Estados europeos, pero la Iglesia no tardó en pasear bajo palio al caudillo por la gracia de dios que le devolvió su régimen de privilegio. El Concilio Vaticano II consiguió que muchos cristianos rompieran con su jerarquía, compartiendo trinchera con las fuerzas democráticas en la transición. Lo que no podíamos imaginar, ni en la peor de nuestras pesadillas, es que precisamente ahora la Iglesia perpetrara el mayor expolio de la historia de España. Ilegítimo, inmoral, injusto, inconstitucional, antidemocrático. Y consentido.

No obedece a la casualidad que Aznar aprobara en 1998 dos reformas para desmantelar el patrimonio público: una, de la ley de suelo en favor de bancos y promotores; otra, del reglamento hipotecario a favor de la jerarquía católica. De la primera conocemos las consecuencias y los culpables. De la segunda, no nos dejan saber. La coartada fue abrir las puertas del Registro a los templos de culto, hasta entonces públicos como las calles o las plazas. Al carecer en la mayoría de los casos de títulos de propiedad, la Iglesia se sirvió para inscribirlos de dos normas franquistas e inconstitucionales que la equiparaban con una administración pública y a sus obispos con notarios. De esta forma, sin papeles ni rendir cuentas a nadie, la jerarquía católica comenzó a inmatricular bienes religiosos en buen estado de conservación o recién restaurados con el dinero de todos. Después se apropió de los que pertenecían a sus propias órdenes o hermandades. Y por último, con evidente abuso de derecho, de patrimonios mundiales, no religiosos o que jamás habían poseído: desde la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla, hasta plazas públicas y locales comerciales, pasando por solares, viviendas, cocheras, quioscos… y cualquier finca que no estuviera a nombre de nadie. Todo menos las iglesias en ruinas, todavía públicas. Y sin declarar ni pagar impuestos por ellos, ni por los ingresos que generan: sólo la Mezquita de Córdoba, más 12 de millones de euros.

Nadie conoce la magnitud del escándalo y las secuelas que producirá en el futuro este empoderamiento sin precedentes de la jerarquía católica. El gobierno se niega a facilitar la lista de los miles de bienes usurpados, consciente de la crisis de Estado que le supondría abrir la caja de Pandora. La presión de las plataformas ha conseguido que el Partido Popular derogue el privilegio, pero sin efectos retroactivos. Las miles de inmatriculaciones siguen siendo tan inconstitucionales como antes. Sólo que no hay una fuerza política que esté a la altura de la Historia y se atreva a impugnarlas, dada la indefensión en las que nos deja a la ciudadanía.

No se trata de un debate religioso, sino patrimonial y de defensa de lo público. Mientras la crisis sirve de coartada para despedir a médicos y maestros, la Iglesia abre hospitales, colegios y universidades sobre el suelo que ha usurpado y por el que no tributa. Nadie cuestiona su labor asistencial, pero la garantía del Estado social no se encuentra en la caridad porque no es un derecho ni se invoca en tribunales. Como decía Eduardo Galeano, “la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”. Simplemente queremos que nos devuelvan lo que es nuestro y paguen por lo que es suyo. Que se sometan a la misma transparencia que la Corona, partidos y sindicatos. Que desparezca este paraíso fiscal, en palabras del Magistrado Manglano, cuantificado en miles de millones: “No entiendo qué tiene que ver la labor social y la libertad religiosa con que no paguen como en el resto de Europa”. En definitiva, que se investigue y condene esta “inmatriculada corrupción”. Porque como dice el propio Papa Francisco: “La corrupción es sucia y la sociedad corrupta apesta. Un ciudadano que deja que le invada la corrupción no es cristiano, ¡apesta!”

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