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Inmatriculaciones de la Iglesia: ¿cómo recuperar nuestro patrimonio cultural?

En el mes de abril de 2018, el Juzgado de Primera Instancia número 6 de Palencia denegó la inmatriculación a favor de la Diócesis de la Iglesia de San Francisco, argumentando que, tras la derogación del privilegio franquista que equiparaba a la Iglesia con la administración, ya no basta con la sola palabra del obispo para que el bien acceda al registro y, teniendo en cuenta las alegaciones presentadas, “existen dudas de la propiedad que se pretende inmatricular, debiendo ser ésta declarada a través del juicio contradictorio pertinente”.

Esta resolución hubiera sido la regla general en la mayoría de las inmatriculaciones practicadas por la Iglesia católica de manera clandestina y sin aportar título alguno desde 1946, inconstitucionales desde 1978, y contrarias a los derechos humanos en virtud de varias sentencias del Tribunal de Estrasburgo. Pero no ocurrió así porque la Iglesia Católica, ella y solo ella, disponía de un favor exorbitante que la consideraba Estado a los efectos de inscribir bienes a su nombre sin contradicción, sin publicidad y sin más garantía que la sumisión de los Registradores a los autocertificados de los obispos. Ahora que no disponen de esta ventaja injustificable en un Estado aconfesional, los obispos no tienen más remedio que acudir al mostrador del Registro como un ciudadano más, promover un expediente de dominio, demostrar que les pertenece aquello que quieran inscribir, abriéndose a continuación un periodo de audiencia pública para que otros ciudadanos puedan probar lo contrario. Justo lo que no se hizo en las inmatriculaciones de la Mezquita de Córdoba, de la Giralda de Sevilla, de San Juan de los Panetes en Zaragoza, de las murallas de Artá en Mallorca, del cementerio de Cartagena, de plazas, garajes, frontones, videoclubs, bungalows, kioscos, locales comerciales, montes vecinales, barrios, caminos, solares, y así hasta 40.000 bienes de toda índole, según testimonio de la propia Conferencia Espiscopal.

Nos hallamos ante el mayor escándalo inmobiliario de la historia de España. Sin duda, ante la mayor descapitalización conocida del Estado, tanto por los numerosos bienes culturales de incalculable valor que han dejado de ser dominio público, como por los millonarios ingresos que generan y que tampoco declaran ni tributan para el sostenimiento de las arcas públicas, mientras que todas y todos seguimos contribuyendo en su rehabilitación y haciéndonos cargo de las ruinas. Un escándalo jurídico de dimensiones desconocidas, que implica un empoderamiento político y una apropiación económica sin precedentes, con una enorme trascendencia social para las generaciones presentes y futuras. ¿Y qué podemos hacer desde la ciudadanía?

En primer lugar, dejar claro que todas estas apropiaciones se realizaron sin aportar título de dominio. Pero fue tan perverso el procedimiento que, una vez inmatriculado el bien, se presume que la Iglesia es dueña de lo que registró sin pruebas y somos nosotros quienes debemos probar lo contrario. Por eso es tan importante demostrar los abusos y fraudes cometidos con esta norma que el empuje de la ciudadanía consiguió derogar.

Y así, hemos demostrado que la Iglesia Católica inscribió la joya mudéjar de San Juan de los Panetes en Zaragoza antes de la reforma de Aznar, cuando la ley no se lo permitía, estando inventariada como Bien de Dominio Público desde 1933, según reconoce la Dirección General de Patrimonio. Son muchos los casos similares, entre ellos, la Plaza de la Fuensanta en Córdoba, y la generalidad de los bienes inmatriculados en Euskadi, Navarra o Aragón.

Porque hemos demostrado que la Iglesia Católica inscribió con este procedimiento y sin prueba alguna, después de la reforma de Aznar, el kiosco que hay en el bulevar de Córdoba, un local de cazadores en Posadas, un frontón en Lizoain, un video club en una aldea de Priego, o un bungalow en Badia Blava, es decir, centenares de bienes que para nada tienen que ver con su posible uso religioso que tampoco condiciona la titularidad como ha reiterado el Tribunal Supremo.

Porque hemos demostrado que la Iglesia Católica inscribió con este privilegio bienes que pertenecían incluso a sus propias órdenes religiosas o hermandades afines, como la Iglesia de San Pablo en Córdoba, la quinta angustia o la Macarena en Sevilla, o el Santuario de la Virgen de la Cabeza en Andújar, llegando a destituir a su junta directiva para impedir la reclamación.

Porque la justicia o la administración han demostrado que la Iglesia católica inscribió bienes que nunca fueron suyos, como la Ermita de San Isidro en Aranda de Duero, las murallas de Artá en Mallorca, la Ermita de los Santos Mártires en Córdoba, o la escandalosa ermita del caso Ucieza en Palencia que todavía no han devuelto, a pesar de la sentencia condenatoria del TEDH, y por la que hemos pagado todos los ciudadanos una indemnización de 615.000 euros.

Porque hemos demostrado que la Iglesia Católica no inscribe las ruinas y espera a que se restauren con dinero público para su inmatriculación, aunque se trate de bienes desacralizados como la Iglesia de la Magdalena en Córdoba.

Porque hemos demostrado que la Iglesia Católica inmatriculó el cementerio de Cartagena, y que después se dirigió a cada uno de los propietarios para que les entregara los títulos de los nichos que pagaron en su momento, a cambio de simples títulos de uso siempre que el Cura Párroco Titular de la Parroquia lo estimase oportuno atendiendo a que el difunto hubiera sido fiel a la iglesia.

Porque hemos demostrado que la Iglesia Católica puede vender los bienes que ha inmatriculado, como ocurrió con la casa del cura en Grijota, o los objetos de extraordinario valor histórico que contienen en su interior, o que no vela adecuadamente por su conservación.

Porque hemos demostrado que la Iglesia Católica ha inmatriculado “bienes de dominio público eminente”, de los que nadie cuestiona su naturaleza inembargable o no enajenable, como la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla, unida a su apropiación simbólica, llegando a negar su nombre a la primera o llamando a la segunda “dependencia anexa a la catedral”.

Todas estas pruebas, y muchísimas más, hemos tenido que conseguirlas con muchísimo esfuerzo y a pesar de no disponer de un listado fidedigno de los bienes inmatriculados por la Iglesia utilizando el derogado artículo 206 LH. Porque el Registro es público si preguntas por un bien en concreto, pero no sí requieres los bienes inscritos a favor de la Iglesia en general, que además lo hace bajo sus numerosas denominaciones. ¿Y cómo se puede saber que tal o cual vivienda, plaza, garaje o camino fue inmatriculado? Es imposible. De ahí la importancia de obtener el listado de bienes que llevamos exigiendo desde el comienzo de la movilización ciudadana, que el Ministerio de Justicia está obligado a elaborar por mandato del Congreso de los Diputados, y que sea lo más detallado posible, comprendiendo todo los inscritos desde 1946 o, como mínimo, desde 1978 en que derivaron inconstitucionales.

Y a partir de ahí surgirá el problema. Al derogar la norma el gobierno del Partido Popular para impedir un recurso de inconstitucionalidad directo y que todas las inmatriculaciones fuesen declaradas nulas, generó una amnistía registral que fuerza la reclamación individualizada de cada bien, con el agravante de que la prueba favorece a la Iglesia que lo registró sin ella. Creo que debemos buscar una solución global que tenga en cuenta estas tres vías complementarias:

1.- Desde un punto de vista formal, que se impugne la forma de acceso al registro utilizando como precedente las sentencias del TEDH, invocando el denominado “principio de convencionalidad” por el que las normas europeas y su interpretación por sus tribunales deben ser observadas por los nuestros. Tampoco descartaría que se invoquen algunas sentencias del Tribunal Constitucional para que los jueces de instancia declaren nulas las inmatriculaciones por inconstitucionalidad sobrevenida, como ya advertían en sus manuales de Derecho los maestros Albaladejo o Lacruz Berdejo, incuestiobles para cualquier jurista que se precie.

2.- Desde un punto de vista material, creo imprescindible que se legisle el vacío jurídico derivado de la confusión ancestral entre Iglesia-Estado, para delimitar con claridad el concepto de “dominio público eminente” de aquellos bienes culturales de extraordinario valor histórico que siempre nos pertenecieron a todos porque nunca fueron de nadie. De esta manera, bastaría con su reconocimiento legal o administrativo para que no pudiera invocarse por la Iglesia una presunta “usucapión” al tratarse de un bien de dominio público que no puede ser usucapido.

3.- Y, finalmente, no descartaría un acuerdo bilateral entre el Estado español y el Vaticano donde se marcaran con claridad estas fronteras patrimoniales, para equipararnos con la generalidad de los Estados europeos y deshacer esta anomalía que tanto daño nos está haciendo en todos los aspectos. A tal fin, podría ser referente el acuerdo portugués de 1940 donde el Estado Vaticano reconoció, como no podía ser de otra forma, que los declarados “monumentos nacionales” y “de interés público” pertenecen al Estado, sin perjuicio de su posible uso religioso que nunca ni nadie ha cuestionado.


Antonio Manuel Rodríguez es profesor de Derecho Civil de la Universidad de Córdoba y miembro de la Coordinadora Recuperando

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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