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Impugna la glorificación de los cristeros

En días pasados, el cardenal Juan Sandoval Íñiguez declaró que “la única revolución que benefició a México es la que realizaron los cristeros (…) Esa página de la historia de México es la más gloriosa (…) La verdadera revolución (de México), la única, (la) noble, ha sido la de los cristeros…” (La Jornada Jalisco, 18 de agosto de 2011). Ante tales aseveraciones, me permito hacer los siguientes comentarios:

1. La Guerra Cristera (1926-29), en sentido estricto, no fue una “revolución”, como lo señala el purpurado, sino una rebelión de tintes religiosos, coordinada, desde sus inicios, por la jerarquía católica y sus organismos seglares (éstos eran los encargados de comprar armas, de proveer municiones para los alzados y de fabricar bombas caseras, bajo la venia eclesiástica). Entre los objetivos que el movimiento cristero perseguía no figuraban la democracia, la justicia, las libertades sociales y la modificación de estructuras, sino la defensa a ultranza de los intereses particulares de una asociación religiosa –que es a su vez un Estado extranjero– que se opuso a las nacientes instituciones de la Revolución y a la Constitución mexicanas, con la belicosidad e intolerancia que la identifican.

2. La jerarquía católica pretendía, a través de dicha guerra, recuperar sus antiguos fueros y privilegios. La Constitución de 1917, que reformó a la de 1857, no otorgaba protección especial a dicha religión, a pesar de que la libertad de cultos y de creencias estaba garantizada por el artículo 24 constitucional. Esta fue la razón por la cual el Episcopado Mexicano apoyó la contrarrevolución huertista, lo que explica por qué la revolución constitucionalista fue anticlerical. El alto clero, sin importarle el sentimiento religioso de sus feligreses, ordenó el cierre de templos (Véase la Carta Pastoral Colectiva, fechada el 31 de julio de 1926), desconoció la Constitución Política y comenzó una campaña de desestabilización en contra de los gobiernos emanados de la Revolución, que más tarde se traduciría en un levantamiento armado.

3. El Episcopado Mexicano justificó teológicamente la lucha armada, tomando como base la encíclica Iniquis Afflictisque, del Papa Pío XI (18 de noviembre de 1926), quien, al enviar su “bendición apostólica” a los obispos y a los alzados, dejó la puerta abierta para la violencia. Enseguida, decenas de miles de fanáticos, quienes fueron inducidos por sus párrocos, se enrolaron con fusiles en la mano al “Ejército Libertador”. Estos “soldados” fueron conocidos con el nombre de “cristeros”.

4. Los cristeros fueron personas azuzadas por la clerecía que se rebelaron contra el Estado mexicano y su orden constitucional. Estos intolerantes inducidos, lejos de mostrar un espíritu pacifista y humanitario, concebían su lucha como una “guerra santa” contra los “enemigos de la fe”, en la que llegaron a extremos increíbles de crueldad y violencia: quemaron escuelas, asesinaron y mutilaron a los maestros rurales (a quienes cortaban las orejas y la lengua), fusilaron civiles, violaron a profesoras delante de sus alumnos, descarrilaron trenes, robaron y, por último, recurrieron al asesinato de políticos y funcionarios, como el del entonces presidente electo de México, Álvaro Obregón, perpetrado el 17 de julio de 1928 por José de León Toral, con una pistola que para ello había recibido la bendición de un sacerdote católico.

5. La Guerra Cristera fue una lucha desigual y fratricida que alcanzó a cubrir tres cuartas partes del territorio nacional con 50 mil creyentes levantados en armas. Carlos Monsiváis, en su libro El Estado laico y sus malquerientes, advierte que dicha revuelta “fue un episodio trágico y lamentable para el Estado y para la jerarquía católica, a la que los cristeros acusan de haberlos vendido” (página 106); el historiador Luis González, por su parte, la señala como “una guerra sangrienta como pocas, el mayor sacrificio humano colectivo en toda la historia de México” (Enrique Krauze, Biografía del poder. Plutarco Elías Calles, tomo VII, FCE, página 79).

6. Cabe recordar que la jerarquía católica de la época, quien después de haber alentado ésta rebelión –que desde sus inicios estaba condenada al fracaso–, quien prometió indulgencias a los cristeros que se enrolaron al “Ejército Libertador”, terminó traicionándolos y dejándolos a su suerte en el campo de batalla, a partir de los “arreglos” a que llegó en 1929 con el gobierno de Emilio Portes Gil, con los que se puso fin al “conflicto religioso”.

7. El cardenal Sandoval, al etiquetar la Guerra Cristera como “noble”, “gloriosa”, “única” y “verdadera”, no sólo aplaude los actos de barbarie, rapiña y arteros crímenes cometidos, sino que, en nombre de la fe católica, los justifica. ¿Qué dirán los familiares descendientes de las víctimas de la crueldad de los cristeros ante los despropósitos de dicho prelado? ¿Cuál es el fin de construir un mausoleo donde se glorifique una guerra fratricida que fomentó el odio, enfrentó a los mexicanos y combatió a ultranza al Estado laico? Considero que alimentar el culto a un fundamentalismo cerril es no menos que fomentar el desprecio a nuestros consensos históricos.

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